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Se fue a los 17 años, lloró y hoy diseña joyas que valen miles de dólares

Otazu, uno de los diseñadores de joyas que elige Lady Gaga.
Otazu, uno de los diseñadores de joyas que elige Lady Gaga.

CORDOBA.- “Me senté y lloré. Era la primera vez que lloraba por mí mismo. Tenía que trabajar, no había nadie que me fuera a socorrer. Tenía que ‘hacer de tripas corazón’ y ponerme. Aprendí a hacer lo que tenía que hacer, a trabajar y a soportarme a mí mismo”.

Aunque pasaron 35 años de aquella noche en la que Rodrigo Otazu había llegado, con 17, a Barcelona, no se le borra la imagen. Ahora vive en Nueva York y las estrellas lucen sus joyas.

Aunque tiene diseños de US$3000, otros incluyen piedras que, solas, cuestan US$500.000. Con tiendas propias y presencia en todo el mundo, sostiene que “la historia continúa”.

El collar que lució Sarah Jessica Parker en Sex and The City.
El collar que lució Sarah Jessica Parker en Sex and The City.

Otazu nació en Villa Mercedes (San Luis). Cuenta que a sus padres los “hartó”. Desde niño, pintaba el living cada tanto, cambiaba muebles, rehacía las joyas de su mamá y, a los vecinos, les hacía “travesuras”. Era “artista y bohemio” aún sin saberlo.

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Iba a la escuela con un tapado de piel de su madre. “Si Mick Jagger lo usa por qué no yo -se ríe-. Aun antes que (Diego) Maradona. Sigo viviendo mi propio camino y eso abre puertas. Hay quienes no lo hacen por miedo al fracaso, por vergüenza”.

A los nueve años, mientras su mamá tendía la ropa en el patio, le dijo “me quiero ir”. Otazu sostiene que, en su cabeza, tenía el susurro de “conquistar el mundo”. A los 17 se fue. “Sin plan, la idea era irme, sin desmerecer nada, lo más lejos posible. No tenía plan B, me tiré a la pileta”, recuerda.

Antes de viajar, un amigo le leyó el horóscopo chino que le corresponde, el del mono. “Y me marcó para siempre. Eso de andar saltando de rama en rama, de dar vueltas en el aire, de caerme y brincar de nuevo”, repite.

Apenas llegó a Barcelona anduvo por las plazas y conversó con los otros artesanos. “Todo lo que vendían era igual y pensé que tenía que hacer otra cosa para distinguirme”. Después de la noche en que lloró, retomó lo que hacía de chico y que ya denominaba “joyas”: aros de tapitas de gaseosas pintadas con esmaltes de uñas y alambres en “rulito”.

Otazu en un desfile con la top model Lili Collman.
Otazu en un desfile con la top model Lili Collman.

“Hacía eso creyendo que vivía en un castillo y yo era el rey, aunque no tenía un centavo partido por la mitad -agrega-. Así empezó la aventura; comencé a vender y tenía una felicidad enorme”. Con los primeros ingresos se compró un CD de Prince porque, sin hablar inglés, quería comunicarse con los turistas que lo hablaban y que era muchos.

Recorrió playas todo ese verano y, durante dos años, viajó de un lado a otro. Israel, Egipto, otros países de Medio Oriente, Tailandia. “Era casi en sulki, trabajando en barcos, hasta que llegué a Australia. En Sidney me sentía en la capital del mundo. Estaba harto de trabajar en la calle, de correr la perdiz”, repasa.

La reina Máxima de Holanda, otra de las que elige los diseños del puntano.
La reina Máxima de Holanda, otra de las que elige los diseños del puntano.

Diseñó un collar de perlas que terminó –”tocando timbres y llamando gente, como hice y hago toda mi vida”- en la tapa de la revista Go. Otazu menciona que el impacto fue importante y empezó a vender, además de a escuchar que era “talentoso”.

“Tenía 20 años y eso me cambió la vida, me dio pie para la próxima movida -cuenta a LA NACION-. Creía que era Gucci, Chanel. Me volví a Europa, a Amsterdam y me di un porrazo de entrada. Me encontré con mis ‘adversarios’ que tenían millones para campaña. Empecé a trabajar en una fábrica de globos y, a la vez, hacer diseños todos distintos para los locales de la calle de más lujo de la ciudad. Así no competía conmigo mismo”.

El estudio de Otazu hoy está diseminado por el mundo.
El estudio de Otazu hoy está diseminado por el mundo.

En medio de esa realidad, decidió mandarle un fax al diseñador Christian Lacroix para ofrecerse a trabajar con él. A los 20 días le respondieron que fuera a París: “Nunca lo conocí, me dieron una foto con lo que quería que hiciera. Volví con ‘el poncho caído’, pero decidí poner todo”. Le escribió a Swarovski pidiendo piedras para la joya de muestra. “Estaba delirado, pero eran otros tiempos; las mandaron y las ensamblé con tanza. Era un collar de un metro de largo, como en cascada”, dice.

Entregó y cuando se iba, una asistenta de Lacroix lo paró para decirle que el diseñador esta vez sí lo quería ver. Le encargó cinco piezas, pero Otazu levantó la apuesta y regresó con 20. Trabajó 15 años en la casa con John Galliano, Jean Paul Gautier, Alexander McQueen. “Me armó trabajar con gente brillante; absorbí como una esponja nueva. No era trabajo, era placer. Me dio alas en el alma y brujas en la cabeza”.

La fama, el escape y Time Square

En esos años ya Madonna y Britney Spears empezaron a usar sus diseños, ya que, en paralelo, siguió con su taller donde trabajaban 40 personas. En Amsterdam extrañaba el sol; un chat lo llevó a Bali. Se instaló allí y una inundación hizo que terminara abriendo su casa a damnificados con los que terminó trabajando. Puso una fábrica con 450 personas que fue su plataforma para venderle al mundo. En esa misma época se convirtió en asesor y diseñador de Swarovski, donde estuvo 12 años.

Las Kardashian, otras de las que eligen las joyas del argentino.
Las Kardashian, otras de las que eligen las joyas del argentino.

Otazu volvió a Europa por un tiempo, pero ya era conocido y escapó a Nueva York. “Pensé que allí el anonimato era más fácil, pero a los cuatro meses empecé a trabajar para la película Sex and the City y estaban los carteles gigantescos Sarah Jessica Parker con mi collar. Todo fue conectándose; aceptarme como soy es lo que me salvó”. Lady Gaga usa sus joyas, que también lucen las modelos más cotizadas del mundo.

Su equipo de trabajo hoy está diseminado en Estados Unidos, África, India y Europa. Otazu, a esta altura del año, lleva diseñadas unas 40 piezas únicas para alta costura. “La pandemia fue un sacudón por el encierro y, a la vez, una bendición -dice-. Tuve que reingeniarme todo lo que había aprendido; sin querer me renové”, concluye.