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Un acuerdo con el FMI para ir tirando hasta fines de 2023

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Hay todo un folklore alrededor de los 27 acuerdos de asistencia financiera que desde 1958 la Argentina suscribió con el Fondo Monetario Internacional (FMI), ninguno de los cuales fue cumplido en su totalidad. Cada gobierno de turno interpretó una música similar con la letra “esta vez será distinto”, bajo la cual se minimizan los desajustes macroeconómicos previos y maximizan las presuntas mejoras posteriores. Hasta que, después de un tiempo de sucesivos incumplimientos y revisiones, las culpas pasan a ser atribuidas exclusivamente a las condicionalidades exigidas por el organismo en su carácter de prestamista de última instancia.

El gobierno de Alberto Fernández está ejecutando la primera parte de esa partitura, en una encrucijada semejante a que enfrentó Mauricio Macri en 2018: un programa económico acordado con el FMI no es lo mejor en términos políticos; pero no alcanzarlo sería muchísimo peor. En este caso, cerraría las puertas al financiamiento de organismos multi o bilaterales (Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo, Club de París) y la apertura de cartas de crédito para exportaciones e importaciones. O sea, un escenario incompatible con el principal y modesto objetivo de evitar el estallido de una crisis cambiaria e inflacionaria de magnitud, que empantane la economía en los dos difíciles años que le restan de mandato.

Nada asegura que la secuencia vaya a ser diferente, salvo en algunos matices. Con las reservas netas del Banco Central al límite y en descenso, la búsqueda del acuerdo tiene ahora carácter urgente ya que no alcanzan para pagar los vencimientos externos del primer trimestre de 2022 (US$7500 millones, entre capital e intereses). También es necesario para reestructurar los casi US$40.000 millones del crédito stand by firmado por Macri, que vencen entre el año entrante y 2023.

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Al unísono, el oficialismo viene culpando a esta herencia –junto con la pandemia– de todos los males económicos. Pero no se puede hablar de endeudamiento público sin hablar del déficit fiscal (primario, sin intereses de la deuda), que Cristina Kirchner dejó en 3,5% del PBI a fin de 2015, tras haber recibido en 2007 un superávit de 2,9%.

Según el Estudio Broda, también en 2021 el desequilibrio primario rondará 3,5% (había sido de 6,4% en 2020 debido a la pandemia), tras el costoso “Plan Platita” preelectoral que sólo en octubre superó 1 billón de pesos para ubicarse en términos reales en un nivel similar al del último año de gestión de CFK. Como entonces, buena parte del déficit debió ser financiado con emisión de pesos del BCRA.

Es cierto que si Macri no recurría al FMI difícilmente hubiera sido el primer presidente no peronista en 60 años que pudo completar su mandato, tras el abrupto corte del crédito externo para financiar la reducción gradual del déficit fiscal, que el kirchnerismo calificaba de “ajuste salvaje” mientras reclamaba aumentar la presión tributaria récord. Y que el gobierno de Donald Trump influyó decisivamente para otorgarle ese préstamo por monto record para un plazo de cuatro años.

Pero también lo es que Alberto Fernández enfrenta ahora su propia auto-herencia de errores no forzados.

Por un lado, la Argentina fue el único país en cerrar un canje de deuda con sus acreedores privados sin renegociar simultáneamente el préstamo del Fondo. Podría haberlo hecho hace algo más un año, en plena pandemia, pero la exigencia del bloque de senadores conducido por CFK de extender los plazos y bajar las sobretasas en vísperas del año electoral, demoró hasta ahora todo el proceso. Como consecuencia, los bonos del canje cotizan a un tercio de su valor pese a no haber pagos hasta 2024 y el riesgo país trepó hasta 1900 puntos básicos, frente a los 230 promedio de Latinoamérica. Sólo retrocedió en los últimos días, al anunciarse que hoy viaja a Washington una misión técnica de segundas líneas de Economía y el BCRA para discutir los números gruesos con sus pares del organismo.

Por otro, el Gobierno no inspira confianza interna ni externa ante las evidentes discrepancias políticas entre los socios del Frente de Todos. Hay un discurso público para La Cámpora y otro diferente para negociar con el Fondo. De ahí que el Índice de Confianza en el Gobierno (ICG), que elabora la Universidad Di Tella, cayera 4,6% en noviembre y se situara en los niveles más bajos desde fin de 2014. A su vez, una encuesta de CREA entre más de 1100 empresarios agropecuarios, revela que 65% prevé que dentro de un año la situación económica argentina será peor que la actual, mientras que 71% tuvo inconvenientes para adquirir insumos importados en los últimos cuatro meses. Otro tanto ocurre con varias ramas industriales que este año venían mostrando un fuerte repunte. Aunque el PBI mostrará en 2021 un aumento cercano al 10%, compensará la caída de 2020 y dejará un arrastre estadístico de entre 3 y 4 puntos para 2022 que no significará crecimiento real.

En este marco, el respaldo del FDT al acuerdo con el FMI es sólo una puesta en escena para mostrar el consenso político y social que requiere el organismo, aunque sin ocultar condicionamientos internos y la prohibición de la palabra “ajuste”, como si no hubiera desajustes macroeconómicos o se admitiera que la mayor inflación seguirá actuando como licuadora del gasto público real en pesos. Este formato de “sí, pero...” abarca a Cristina Kirchner, que lo supeditó a la lapicera presidencial, pero con inclusión social (como si la pobreza no fuera superior a 40%); a la CGT, que apoyó al “compañero Guzmán”, pero sin reforma laboral; a Juan Grabois, pero sólo si se incluye un salario básico universal y hasta a la UIA, pero con reformas impositiva y laboral.

Para complicar más el panorama, Alberto Fernández condicionó el acuerdo a una “autocrítica” del Fondo por el préstamo al gobierno de Macri, una suerte de autopsia que suele realizarse a nivel técnico, pero no político. El economista Fernando Navajas, de FIEL, señala que el FMI es un “cementerio de elefantes” por el número de funcionarios que en las últimas décadas se ocuparon del caso argentino y debieron acogerse a la jubilación anticipada. Por su lado, el politólogo Rosendo Fraga advierte que la política exterior del Gobierno (a la que califica como “populismo diplomático” por su apoyo a Venezuela, Nicaragua y Cuba), más el acercamiento a China, van contra la necesidad de lograr el respaldo de Joe Biden al acuerdo de facilidades extendidas (a 10 años con cuatro de gracia para el pago del capital), que estatutariamente requiere incluir reformas estructurales.

Broda cree que el Gobierno tendrá que aceptar condicionalidades fiscales, monetarias y cambiarias, y que probablemente habrá metas nominales de déficit primario y emisión de pesos para el Tesoro (en valores absolutos y no como porcentaje del PBI, por las distorsiones que provoca la inflación), aunque no descarta posibles desvíos y revisiones. También un sendero de gradual acumulación de reservas netas, que implicaría una devaluación del peso en el mercado oficial acompañada de alguna suba en las tasas de interés para reducir la demanda de divisas y evitar más controles cambiarios.

Una cuestión clave es la baja de los subsidios a la energía a través de una suba real de las tarifas, que se presenta complicada con una inflación del orden de 4% mensual en 2022. Navajas sostiene que la segmentación que proyecta el Gobierno debería ser a la inversa: definir una tarifa social para los sectores más vulnerable y aplicar ajustes para el resto. La razón es que las leyes de Electricidad y de Gas prohíben los subsidios cruzados, que además de haber fracasado en 2011, implicarán nuevos juicios contra el Estado.

Aunque parece difícil que el acuerdo con el Fondo pueda aprobarse antes de fin de año, el Gobierno se conformaría con el anuncio de una carta de intención para enviar al Congreso Nacional. En el sector privado, en cambio, las dudas siguen girando alrededor de su futuro cumplimiento.

nestorscibona@gmail.com