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El ahogo

Un abrazo a las madres en su día
Un abrazo a las madres en su día

A veces se me cierra el pecho. La humedad, el calor, el polvillo que vuela en el aire, despiertan mi alergia. O acaso los doce millones de cigarrillos que he fumado en mi vida y por más que los quiera olvidar, siguen ahí, en fila, pegoteando mis bronquios, listos a atacar como soldados dentro de una trinchera.

En ese momento tengo miedo de ahogarme. Pienso en la estupidez que cometí al fumar y también, que acaso estaría igual si no lo hubiera hecho y para qué culparme.

Lo único que calma el ahogo es la imagen de mi madre joven al lado de mi cama cuando yo era niña. Escucho sus pasos ir y venir por la habitación y su voz desesperada diciéndole a la abuela “se ahoga, mamá, se ahoga”. Y entonces me envuelve en una frazada y me lleva al baño entre sus brazos y me acuna en medio del vapor.

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“Respirá, hijita, respirá“. Una de esas veces llegó mi padre. Era de noche o al menos creo que era de noche porque es borroso y lejano el recuerdo. Viajante, estaba poco en casa. Mami debía luchar con mi hermano, conmigo y con la convivencia de la abuela que no era nada fácil. De vez en cuando me pongo a pensar cuándo se preocupó por ella, por su interior, sus necesidades, sus deseos, porque era muy bonita y arreglada hasta con el plumero en la mano.

No eran épocas de psicólogos, era muy joven y a pesar de sus luchas, sonreía continuamente. Jugaba con nosotros como si fuera una nena más y parecía feliz a pesar de vivir con un marido bastante ausente. “Es su trabajo”, decía. “Es para darnos todo a nosotros. Pudimos comprar la casa, el auto y…” Pero en realidad ahora me doy cuenta de que su trabajo era más pesado: cuidar de toda esa familia que mi padre dejaba, y de sus propios sentimientos. Cuando menos se dio cuenta habían pasado los años y mi padre se fue de golpe, para siempre, sin siquiera despedirse de nadie.

Vuelvo a esa noche, iluminada apenas por el velador sobre la mesa de luz. Mi padre me dio un beso y dijo: “Hay que llevarla al sanatorio, rápido”. Creo que fue la única vez que lidió él con mi ahogo. La primera vez. Me levantó en brazos y así como estaba, vestida con mi pijama de ositos, bajó la escalera mirándome. Tenía un terror seco en los ojos, seguro de que me muriera porque el aire cada vez pasaba menos por mi garganta. Aún me parece estar allí. Aún en esta noche de insomnio siento el ahogo.

En el auto iba sobre la falda de mamá. No hablaban o acaso yo no escuché porque me fallaba la respiración.