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La arquitectura jurídica de la reestructuración de la deuda externa y el acuerdo con el FMI

El ministro de Economía, Martín Guzmán, y el presidente Alberto Fernández, en la reunión que hubo con gobernadores para hablar sobre las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional
Fabián Marelli

El debate que acaece respecto de la reestructuración de la deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) está centrado, hasta ahora, en los aspectos económicos de las soluciones a adoptarse, aunque parece conveniente atender a principios constitucionales y legales que rigen la materia, que conducen a la necesaria y principal intervención del Congreso de la Nación.

Ello interesa al propio FMI, no solo porque el acuerdo al cual se arribe se extenderá a las políticas que desarrollen gobiernos futuros (por su alcance abarcará, como mínimo, tres mandatos presidenciales, incluido el actual), sino porque convalidará una deuda que –dada la rapidez para la concesión del crédito– estaría “floja de papeles” en sus antecedentes. Por ejemplo, no habría emitido opinión previa el Procurador del Tesoro de la Nación que, como asesor máximo del Poder Ejecutivo, garantiza que cada toma de crédito externo se ajuste a las normas de la Argentina. Y también interesa a los partidos políticos, representantes de la opinión ciudadana en el Congreso, ya que las soluciones a adoptarse para el pago de la deuda deben ser justas y sostenibles en el tiempo.

El rol primario en esta materia es del Congreso. Hay varias disposiciones de la propia Constitución que cabe recordar: (i) el artículo 4º, al referirse a la formación del Tesoro Nacional, señala que lo integran, entre otros recursos, “…los empréstitos y operaciones que decrete el mismo Congreso para urgencias de la Nación o para empresas de utilidad nacional”; (ii) el artículo 75 –que la reforma de 1994 mantuvo en su redacción en esta materia de la Constitución de 1853/60– faculta al Congreso, por su inciso 4º, a “contraer empréstitos de dinero sobre el crédito de la Nación”, y en su inciso 7º, a “arreglar el pago de la deuda interior y exterior de la Nación”; (iii) el inciso 8º autoriza a fijar anualmente el presupuesto nacional “en base al programa general de gobierno y al plan de inversiones públicas”, agregando la reforma de 1994 que debe realizarse “conforme a las pautas establecidas en el tercer párrafo del inciso 2º de este artículo” (se refiere a la ley convenio de coparticipación federal, aún no sancionada); (iv) en cuanto a los fines generales a cumplir con el endeudamiento externo, cabría atender a los referidos en el artículo 4° y también a los contemplados en la antigua “cláusula del progreso”, de origen en Alberdi –inciso 18–, complementadas por la del “nuevo progreso” en su inciso 19, a la protección de los derechos humanos –incisos 22 y 23– y la integración latinoamericana o continental –inciso 24–, agregados en la reforma de 1994.

Durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX, el Congreso utilizó sus facultades mediante tres modelos de técnicas legislativas: a) autorización previa al Poder Ejecutivo para hacer arreglos de deuda externa o emitir títulos para afrontarla, fijándose condiciones de amortización y tipos de interés; b) aprobación por ley de convenios celebrados que instrumentaron arreglos de la deuda; c) autorización para extinguir deuda externa mediante el producido de ciertos recursos (pueden verse las referencias en mi artículo “Bases constitucionales y legales del proceso de reestructuración de la deuda pública”, LL 2004–A, y en la página www.garcialema.com.ar ).

Recién a partir de la década de 1970 se fue extendiendo una práctica por la cual el Poder Ejecutivo aprobaba empréstitos de la deuda pública externa, invocando ciertas delegaciones legislativas contenidas en la Carta Orgánica del Banco Central, o fundándolas en la Ley de Ministerios, o establecidas en la ley permanente de presupuesto. Se adujo, durante la década de los 80, que las leyes de presupuesto anual convalidaban la deuda tomada al incluir servicios de intereses y cuotas de capital.

Sin embargo, esta situación cambió en la década del 90, primero por la sanción de la ley 24.156 –de Administración Financiera y de los Sistemas de Control del Sector Público Nacional–, que establece la prohibición, para las entidades de la administración nacional, de formalizar operaciones de crédito público no contempladas en la ley de presupuesto anual o en una ley especial (artículo 60), admitiéndose solo la delegación en el Poder Ejecutivo para reestructurar deuda pública, en la medida que implique un mejoramiento de los montos, plazos y/o intereses de las operaciones originales (artículo 65); y, segundo, por la reforma constitucional de 1994, que prohibió la delegación legislativa, admitiéndola excepcionalmente en materias determinadas de administración o de emergencia pública, y siempre que el Congreso estableciere el plazo de duración, las bases de la delegación (es decir, los fines concretos que la sustentan) y el control por parte de la Comisión Bicameral Permanente que creó la reforma (artículos 76 y 99, inciso 3 de la Constitución).

Por si todo ello no bastara para afirmar los poderes del Congreso, la ley 27.612, sancionada en el año 2021, dispuso en su artículo 2° que “…todo programa de financiamiento u operación de crédito público realizados con el Fondo Monetario Internacional (FMI), así como también cualquier ampliación de los montos de esos programas u operaciones, requerirá de una ley del Honorable Congreso de la Nación que lo apruebe expresamente”.

Estos principios constitucionales y legales obligan a que las coaliciones y partidos políticos, del gobierno y de la oposición, deban acordar los términos económicos del “programa” de reestructuración de la deuda con el FMI, sin pretender que los términos presuntamente ingratos que pueda contener resulte responsabilidad de una sola de dichas coaliciones o partidos.

Finalmente, ese “programa” deberá asegurar el respeto de los derechos establecidos en la Constitución reformada en 1994, que permitan un “progreso económico con justicia social”, como lo sintetiza y desarrolla el citado artículo 75 inciso 19. Por lo demás, ello coincide con lo previsto en la Enmienda XIV, Sec. 4, de la Constitución de los Estados Unidos (1868), que expresa que “no podrá objetarse la validez de la deuda pública de los Estados Unidos, autorizada por ley…”.

Y agrega, en su parte final: pero ni los Estados Unidos ni ningún Estado reconocerán o pagarán ninguna deuda contraída para apoyar insurrecciones o rebeliones contra los Estados Unidos, ni reclamación alguna por la pérdida o emancipación de esclavos, debiéndose considerarse todas las deudas, obligaciones o reclamaciones de esa procedencia como ilegales y nulas.

Y ya Thomas M. Cooley (en sus “Principios Generales de Derecho Constitucional de los Estados Unidos “, p. 58. Bs. As, Peuser, 1898), señalaba que la idea dominante era que la esclavitud era en sí la causa de la guerra civil, con todas sus pérdidas y calamidades, no pudiendo surgir de ella ninguna reclamación justa. Ese antecedente de justicia, en el manejo de la deuda pública, viene a sustentar un principio del derecho constitucional de los Estados Unidos que se ha extendido en el siglo XX inspirando declaraciones y tratados internacionales de derechos humanos, a los cuales la reforma de 1994 les dio rango constitucional.