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Luego de su arresto en una manifestación de Black Lives Matter, comienzan las diligencias para su deportación

Máxima Guerrero, organizadora comunitaria en el Movimiento de Derechos Humanos Puente, cerca de su casa en Phoenix, el 17 de junio de 2020. (Caitlin O'Hara/The New York Times)
Máxima Guerrero, organizadora comunitaria en el Movimiento de Derechos Humanos Puente, cerca de su casa en Phoenix, el 17 de junio de 2020. (Caitlin O'Hara/The New York Times)
Máxima Guerrero, organizadora comunitaria en el Movimiento de Derechos Humanos Puente, cerca de su casa en Phoenix, el 17 de junio de 2020. (Caitlin O'Hara/The New York Times)
Máxima Guerrero, organizadora comunitaria en el Movimiento de Derechos Humanos Puente, cerca de su casa en Phoenix, el 17 de junio de 2020. (Caitlin O'Hara/The New York Times)

PHOENIX — Máxima Guerrero ya lo había visto antes: concentraciones de jóvenes enojados y frustrados que no esperan a recibir la orientación de organizaciones importantes ni de dirigentes políticos con experiencia.

Hace una década, estaba en el centro de Phoenix cuando se desataron las protestas luego de que la legislatura de Arizona aprobó lo que se conocería como la ley “muéstrame tus papeles”. Según los detractores, en la práctica, el proyecto de ley obedecía la discriminación racial: la policía podía detener a cualquier persona que considerara sospechosa y pedirle que comprobara su ciudadanía.

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Desde entonces, han cambiado muchas cosas. Finalmente, esa ley fue revocada. Guerrero, que ahora tiene 30 años, obtuvo su residencia legal a través del programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por su sigla en inglés). Trabajó para el contrincante demócrata que derrocó al alguacil republicano Joe Arpaio, que alguna vez fue el dirigente antiinmigración más importante del estado.

Hay otras cosas que no han cambiado. Cualquier inmigrante ilegal arrestado en el condado de Maricopa, donde fue funcionario Arpaio, se notifica a a las autoridades federales de inmigración.

Una noche del último día de mayo, en una manifestación de Black Lives Matter (Las vidas negras importan), se hizo muy evidente lo incierta que es en realidad la presencia de Guerrero en este país. Su historia es al mismo tiempo una ventana hacia dos movimientos de protesta en sus primeras etapas y un recordatorio del ritmo irregular de la política de los movimientos. A pesar de todas las victorias que han celebrado los activistas por los derechos de los inmigrantes en los últimos años, están lejos de obtener la versión de justicia por la que están luchando.

Pese a toda su influencia en los círculos progresistas, muchos afirman que los demócratas electos ven sus demandas con desconfianza o prefieren ignorarlas. Además, en Arizona, donde sigue aumentando el número de casos de COVID-19, los activistas inmigrantes están luchando por muchas cosas a la vez, al tiempo que los hispanos están viéndose afectados de manera desproporcionada por el virus.

Cuando una multitud, diversa en términos raciales, de cientos de personas empezó a marchar para protestar contra la brutalidad policial en el centro de Phoenix después del Día de los Caídos, Guerrero y una amiga dieron algunas vueltas en auto por el centro de la ciudad. Casi todo lo que vieron parecía estar en orden y tranquilo, pero ella estuvo haciendo algunas anotaciones para mantener un registro y compartirlo con otros activistas.

Guerrero señaló que después de la medianoche, los ánimos cambiaron y muchos oficiales parecían impacientes por sofocar las manifestaciones. De todas maneras, ya estaban comenzando a menguar y, para las dos de la mañana, Guerrero estaba lista para irse a casa.

Justo cuando ella y su amiga dieron la vuelta al auto para dirigirse a la carretera, una patrulla de policía les cerró el paso y les imposibilitó salir. (La policía ha usado esta táctica, conocida como encapsulamiento, de manera frecuente durante las manifestaciones de Black Lives Matter). Un oficial le exigió a Guerrero, quien estaba sentada en el asiento del pasajero, que saliera del auto con las manos arriba. Antes de hacerlo, le envió un mensaje de voz a un amigo en tono preocupado: “Estoy a punto de ser arrestada”, fue todo lo que dijo. Sus amigos entenderían el temor y las repercusiones: si no se tiene la ciudadanía, un arresto puede implicar una deportación.

Al igual que otros 113 manifestantes, esa noche fue enviada a la cárcel de la Cuarta Avenida, administrada por Paul Penzone, el alguacil demócrata para el que ella trabajó. A más de tres años de su elección, aún no cambiaba una política importante: el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por su sigla en inglés) sabría sobre su arresto en cuestión de horas.

Los funcionarios le dijeron que la llevarían al Centro de Detención de Eloy, ubicado a una hora de distancia hacia el sur.

Guerrero afirmó que gracias a su trabajo sabía que algunos inmigrantes ilegales en el país habían estado en ese centro de detención durante al menos dos meses después de ser arrestados sin acceso a una audiencia judicial.

“Yo pensaba que, al estar en ese lugar, no había una fecha concreta en la que podría salir”, comentó.

Guerrero pasó gran parte de la noche aterrada pensando en las condiciones de los centros de detención que había visto y escuchado mencionar, especialmente en medio de la pandemia.

“He estado viendo las cifras y las condiciones en el interior durante meses, así que también era espeluznante”, afirmó.

Observó cómo sacaban de la cárcel a otras personas que habían sido arrestadas y hacía muecas cada vez que escuchaba que se abrían y se cerraban las puertas de metal, pues sentía que sus posibilidades de salir libre se reducían cada vez más.

Para cuando la transfirieron con las autoridades de inmigración, un funcionario de ahí le dijo que también a ella la liberarían esa mañana. No tenía idea de que se habían recibido cientos de llamadas y mensajes de texto para defenderla. Y, sin embargo, su abogado no estaba convencido.

“Como que no se la creía. ¿Segura que no te están mintiendo?”, recordó.

En la última década, Guerrero se ha convertido en una figura importante en Phoenix, en parte debido a su trabajo en Puente, una organización que defiende los derechos de los migrantes con sede en ese lugar. Esa mañana, su abogado sabía lo que ella no: más de cien personas la estaban esperando afuera.

No obstante, la historia estaba lejos de terminar. Le habían colocado un monitor electrónico alrededor del tobillo izquierdo. Su caso, considerado como un delito menor, ahora estaba iniciando los trámites de deportación.

Durante los días y semanas posteriores, Guerrero pensó a menudo acerca del trabajo que había hecho desde que comenzó a participar en las manifestaciones a favor de los derechos de los inmigrantes en 2010. Después de que se derogó la legislación “muéstrame tus papeles”, Guerrero siguió trabajando en la campaña para deponer a Russell Peirce, el senador republicano del estado que había sido el principal promotor de la legislación. Trabajó dos veces para los candidatos demócratas con la intención de vencer a Arpaio.

Al igual que otros beneficiarios de DACA, Guerrero llegó de México con sus padres cuando era niña. Después de asistir a escuelas públicas en Phoenix, se graduó del bachillerato sin muchas opciones para trabajar ni ayuda financiera para seguir estudiando. Pero después de obtener su estatus legal gracias al programa de acción diferida, se inscribió en la Universidad Estatal de Arizona y trabajó en campañas políticas, en escuelas y en organizaciones sin fines de lucro. También abrió un pequeño negocio para vender ropa deportiva.

En muchos aspectos, la experiencia de Guerrero demuestra que gran parte del cambio político de la última década en Arizona ha sido impulsado y originado por las personas que no pueden votar: jóvenes inmigrantes ilegales en el país que han impulsado el cambio con firmeza y que siguen presionando. Ellos quieren que haya iniciativas para retirarle financiamiento a la policía y solicitudes para eliminar el ICE.

“Sin papeles, sin miedo,” es una consigna que resuena a menudo durante las manifestaciones en favor de la inmigración. Pero existe una razón para tener miedo. Según un acuerdo de hace mucho tiempo entre el Departamento del Alguacil del condado de Maricopa y las autoridades federales de inmigración, cualquier persona que sea arrestada y que también sea inmigrante indocumentada es remitida de inmediato. Así que mientras Guerrero veía que otros salían de la cárcel, ella era atendida por funcionarios de inmigración.

Para Guerrero, esta fue otra señal de las limitaciones de elegir demócratas moderados.

“Ya han pasado cuatro años desde que fue electo y el ICE sigue aquí”, comentó.

“Tenemos este dilema y por muchísimo tiempo hemos pensado: ‘Bueno, por lo menos no es tan malo’”, señaló. “En estos momentos, no ser tan malo como los otros candidatos no debería ser suficiente”.

Sin embargo, hace cuatro años, sí parecía ser suficiente. Guerrero tocó miles de puertas para ayudar a elegir a Penzone como el alguacil demócrata del condado de Maricopa. La derrota de Arpaio le pareció un rayito de esperanza cuando Donald Trump llegó a la Casa Blanca.

“Lo vemos como una victoria”, comentó. “Pero ahora estoy luchando para no ser derrotada por la misma persona a la que ayudé a ganar”.

Penzone dijo en una entrevista que está tratando de ejercer su cargo con el menor partidismo posible y defendió la política de permitir que los agentes de migración investiguen a cualquier persona fichada en la cárcel del condado, diciendo que era el mismo tipo de cooperación que se ofrecía a otros organismos encargados de hacer cumplir la ley.

Cuando la Corte Suprema apoyó el programa DACA el mes pasado, Guerrero llegó a una conferencia de prensa para celebrarlo con el monitor visible en su tobillo. Varias horas después, Penzone conmemoró esa decisión enviando un correo electrónico con el fin de recaudar fondos para su campaña de reelección.

“Para construir una comunidad más fuerte y un mejor futuro, debemos exigir una reforma de inmigración prudente y compasiva”, escribió.

“Es absurda la lucha que los chicos de DACA siguen peleando”, añadió en una entrevista.

Guerrero sí tenía a otros funcionarios electos de su lado. Después de que hace diez años la legislatura de Arizona aprobó el proyecto de ley 1070 del Senado, una indignación masiva originó semanas de protestas encabezadas por activistas a favor de la inmigración. Algunos de los que han llegado a cargos de elección popular, incluso al ayuntamiento y al Senado estatal, al igual que otras decenas de dirigentes locales, escribieron cartas para exhortar a los funcionarios de inmigración a que la liberaran.

Laura Pastor, miembro de la alcaldía de Phoenix, escribió que Guerrero “ilustra los valores y la integridad moral que luchamos por personificar como estadounidenses”.

Las cartas ayudaron a lograr su liberación. Y no se procesó ninguna denuncia penal.

“Si Máxima no fuera Máxima todavía estaría detenida”, afirmó Raymond Ybarra Maldonado, su abogado, quien ha trabajado en asuntos de inmigración durante décadas. “Sin duda, su notoriedad le ayudó a ella y a los demás”.

El 23 de junio, volvieron a llamar a Guerrero a la oficina local de inmigración, donde los funcionarios le quitaron el monitor del tobillo. Un poco aliviada, pero todavía bastante aturdida, regresó a la casa que compró en 2016.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company