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Las comedias de situación de la década de los noventa me moldearon como niña inmigrante. ¿Qué habría pasado si no lo hubieran hecho?

Cuando era niña, imitaba a personajes de series de televisión como "Salvados por la campana" para comportarme como una estadounidense. Si tan solo "Yo nunca" y "Ramy" hubieran existido en ese entonces. (Mona Chalabi/The New York Times)
Cuando era niña, imitaba a personajes de series de televisión como "Salvados por la campana" para comportarme como una estadounidense. Si tan solo "Yo nunca" y "Ramy" hubieran existido en ese entonces. (Mona Chalabi/The New York Times)

Colgada de cabeza en el pasamanos del patio de juegos de mi escuela primaria en Misuri, practicaba un poco de jerga que me pareció tan increíblemente estadounidense que tenía que dominarla. Repetía la frase: “Digo, ¿qué?”, (una expresión de conmoción que había escuchado muchas veces en la televisión) una y otra vez a solas. Intentaba cambiar un poco la entonación al final para hacerla sonar más como una pregunta o decirlo de sopetón. Trataba de alargar cómicamente el “¿Quéééé?”.

Los recreos iban y venían y mi misión de perfeccionarla continuaba. Me había convencido de que pronunciar esas palabras con la misma ecuanimidad estadounidense y casi sin mover los labios como lo hacían los niños en mis comedias de situación familiares favoritas me transformaría en una alegre chica estadounidense que caminaba por los pasillos riendo con sus amistades, en lugar de una joven libanesa extraña cuyos compañeros de clase intentaban alejarse de ella.

Mi plan era estrenarla en el almuerzo, decirla sin darle mayor importancia, como si se me acabara de ocurrir. Aquellos que la escucharan seguro pondrían sus brazos sobre mis hombros, enamorados, como ocurría en “The Cosby Show” o “Salvados por la campana”.

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No obstante, mientras estaba ahí colgada y la sangre se me acumulaba en la cabeza, nunca me salió realmente bien. Sonaba, pues, ensayado y modificado por el acento árabe.

Finalmente lo dije. Y las palabras sobre las que había estado agonizando cayeron con un gran peso. No atrajeron nada, excepto un par de miradas atónitas y algunas risitas burlonas. Tenía que elegir otra frase e intentarlo de nuevo.

Yo consideraba mis ídolos a las estrellas de finales de la década de los ochenta y principios de la de los noventa, que usaban muchas frases pegajosas y definitorias de la era que eran acuñadas por niños pequeños o ñoños. “Dalo por hecho, amigo”. “¿Yo hice eso?”.

No obstante, a mí me cautivaba más la jerga que usaban los adolescentes, quienes encarnaban esa fantasía totalmente estadounidense. Sin embargo, lo que ellos decían era casi insignificante en comparación con cómo lo decían (la entonación y la forma que daban vida a esas palabras). Traté de imitar todos los estilos: ultragenial como Denise Huxtable, tonta como Kelly Bundy, sarcástica como Darlene Conner, refinada como Whitley Gilbert, soñadora como Angela Chase o como algunos de los surfistas mariguanos y medio despeinados que de repente aparecían en los programas de aquel entonces.

Esto no se debía a que el inglés no fuera parte de mi vida en casa. Mis padres, ambos graduados de la Universidad Americana de Beirut, hablaban inglés con fluidez y también otros idiomas. Lo que faltaba era la naturaleza relajada que a mí me parecía tan seductora. Como muchos niños inmigrantes divididos entre culturas al punto de sentirse partidos por la mitad, me veía obligada a elegir un lado y quedarme ahí. Sin embargo, la línea que anhelaba cruzar no era necesariamente entre morena y blanca; era entre estadounidense y extranjera.

Mi mente joven no diferenciaba entre las familias blancas y negras de la televisión. En el horario estelar y en las repeticiones, veía “El príncipe del rap”, “A Different World”, “Martin”, “227”, “Todo queda en familia” y “Living Single” con el mismo entusiasmo con el que veía “Lazos familiares”, “¡Ay!, cómo duele crecer”, “Tres por tres” y “Roseanne”.

En comedias de situación como estas, los niños perdían el tiempo, estacionaban sus patinetas junto a la puerta principal antes de sentarse a la mesa del comedor llena de cajas de pizza. Los adultos se movían con una distintiva facilidad y alegría, sin un rastro de la solemnidad que veía en mis parientes. Vislumbré una adultez en la que chocar los cinco y gritar de gozo remplazaban los tres besos en las mejillas.

Durante mucho tiempo, recordé con cariño estos programas, comedias alegres pero con mensajes positivos que brindaban un confort en cualquier momento. Sin embargo, en los últimos años, ante la llegada de series que presentan a personajes inmigrantes con astucia, carisma e ingenio, un poco de resentimiento ha comenzado a invadir mis sentimientos de afecto. Se volvió ineludiblemente claro que los escasos personajes de la televisión que eran inmigrantes en mi infancia, en particular aquellos que sonaban extranjeros, cumplían con un solo propósito: ser el remate del chiste.

En “Dos perfectos desconocidos”, que me encantaba cuando era niña, Balki Bartokomous era un pastor de ovejas ingenuo que llegaba a Chicago de una tierra lejana, la isla ficticia de Mypos, en donde los teléfonos y el drenaje al interior de las casas eran poco comunes. Tenía tradiciones raras y bobas, y distorsionaba las frases idiomáticas estadounidenses con un acento misterioso y exagerado. Su frase famosa: “¡No seas ridículo!”.

En “El show de los 70” (que se estrenó en 1998, más de una década después de “Dos perfectos desconocidos”), el nombre verdadero de Fez era considerado impronunciable por sus amigos, así que usaban la palabra para un sombrero usado por los hombres en algunos países musulmanes.

Incluso mientras me reía, vi reflejos de mí misma en las maneras en que estos personajes eran tratados como diferentes, y el mismo tipo de chistes estúpidos que les hacían habían sido, durante mucho tiempo, dirigidos a mí. Parecía obvio que ser poco estadounidense no era una opción.

A la larga, la práctica hizo al maestro. A medida que absorbía las frases estadounidenses que me llegaban a través de la pantalla, me deshice de mi propio acento una palabra a la vez. Si me escucharas hablar en la actualidad, lo más probable es que no detectarías ni un rastro de mis orígenes. Y eso me ha servido tanto como lo esperaba, pues me ha concedido todos los beneficios que se le dan a alguien que suena como todos los demás. Pero, ¿a qué costo?

La asimilación cultural es a menudo pregonada como una proposición de “esto o aquello”, pero una ola reciente de comedias prácticamente ha abandonado por completo esa cansada rutina y ha incorporado la experiencia inmigrante con carisma, matices y honestidad, lo que me ha cautivado y también ha echado sal a mi herida de arrepentimiento.

“Yo nunca”, en Netflix, es protagonizada por Maitreyi Ramakrishnan en el papel de Devi, una adolescente indoestadounidense de primera generación. La vida de Devi es una mezcla de dinámicas indias y estadounidenses, pero ella hace más que malabarear ambas culturas. Tiene que equilibrar novios, amistades y emociones, y lucha contra la ira y el duelo por la muerte de su padre.

“Ramy” es una atrevida y en ocasiones oscura y retorcida comedia en Hulu creada y protagonizada por Ramy Youssef en el papel de un hombre musulmán estadounidense que enfrenta dificultades con su fe y las tribulaciones de la adultez. Y “Master of None”, en Netflix, pasó dos temporadas enfocada en Dev Shah, un hombre indoestadounidense de treinta y tantos años proveniente de una familia musulmana. Dev, interpretado por Aziz Ansari, está tratando de construir un futuro, profesional y de pareja, y no está precisamente triunfando.

Me doy cuenta de que estoy experimentando la pérdida de una versión alterna de mí misma que llena mi cabeza de preguntas: ¿a qué renunciamos (cada vez más de manera involuntaria) en la búsqueda de la asimilación? ¿Cómo nos perdemos y nos encontramos en ella? ¿Qué entregamos como individuos, como una familia y como un pueblo? ¿Y quién gana qué a partir de nuestras pérdidas?

Me perdono, en gran parte, por las decisiones que tomé y me maravilla mi adaptabilidad, impulsada por una sensación de supervivencia. Sin embargo, una parte intrínseca de mí mutó de manera irreversible. Y al final, no estoy segura si alguien ganó.

© 2021 The New York Times Company