Anuncios
U.S. markets open in 1 hour 37 minutes
  • F S&P 500

    5,189.75
    -25.00 (-0.48%)
     
  • F Dow Jones

    39,132.00
    -91.00 (-0.23%)
     
  • F Nasdaq

    18,106.75
    -124.75 (-0.68%)
     
  • E-mini Russell 2000 Index Futur

    2,040.40
    -9.40 (-0.46%)
     
  • Petróleo

    82.77
    +0.05 (+0.06%)
     
  • Oro

    2,158.60
    -5.70 (-0.26%)
     
  • Plata

    25.15
    -0.11 (-0.46%)
     
  • dólar/euro

    1.0852
    -0.0025 (-0.23%)
     
  • Bono a 10 años

    4.3400
    0.0000 (0.00%)
     
  • Volatilidad

    14.86
    +0.53 (+3.70%)
     
  • dólar/libra

    1.2694
    -0.0035 (-0.27%)
     
  • yen/dólar

    150.3860
    +1.2880 (+0.86%)
     
  • Bitcoin USD

    63,295.88
    -4,916.96 (-7.21%)
     
  • CMC Crypto 200

    885.54
    0.00 (0.00%)
     
  • FTSE 100

    7,701.64
    -20.91 (-0.27%)
     
  • Nikkei 225

    40,003.60
    +263.20 (+0.66%)
     

Consumidores, ciudadanos, algoritmos y poder

La tentación de las redes sociales
La tentación de las redes sociales - Créditos: @Alfredo Sábat

Buena parte de los intelectuales contemporáneos ha alertado con vigor, y con razón, sobre los riesgos que la trama de información (y desinformación) global está generando no solo para la idea de verdad, sino también, entre otras cosas, para el sistema democrático. Una de las amenazas de la inteligencia artificial es la disolución del sentido colectivo como consecuencia de que la mencionada fragmentación de la existencia devenga en algo peor: una atomización que genere tantas realidades como individuos haya. Un traje hecho a medida de cada uno que impida no solo la emergencia de las modas, sino siquiera de los estilos. La travesía de los seres humanos mutaría así en una torre de Babel potenciada donde la conversación, el diálogo y la comprensión del otro devendrían imposibles.

Si Netflix, Amazon Prime, Disney+, HBO Max, Star+, Flow, DirecTV Go o YouTube nos convencieran a cada uno de mirar algo diferente, no habría manera de generar un punto de encuentro que congregara nuestras ideas, aprendizajes y puntos de vista. Si cada uno vive en “su película”, no hay intercambio posible. Si todos andan por la vida con sus auriculares puestos, la idea de un “nosotros” que nos organice y estructure se debilita. Ese “nosotros” se vuelve circunstancial y de compromiso meramente aparente. Es mucho más fácil dar un “like” que involucrarse personalmente, es más simple enviar un mensaje por WhatsApp que hacer un llamado y hablar, tarea que para muchos ya resulta fastidiosa. El mensaje de voz es un paliativo, pero siempre es menos jugado el monólogo que el intercambio.

Por algo los fenómenos políticos “antisistema”, tanto de extrema izquierda como de extrema derecha, que irrumpen en la escena subiéndose a la ola de enojo y decepción operan como el guante de box que permite dar el golpe catártico, liberando así la furia contenida. Ya eran un suceso incipiente antes de la pandemia, pero su presencia potenciada es otra de las cosas que se aceleraron en la conjunción de algoritmos, temores y frustraciones. Sus exponentes mayormente no hablan, gritan. Su mensaje se puede comprender aun bajando el volumen del dispositivo con el que se los esté viendo.

PUBLICIDAD

Esto ocurre porque básicamente tienen un lenguaje profundamente gestual. Están diseñados para la cultura de la imagen. Sus rostros enrojecidos y sus gestos alterados fluyen fácilmente por las redes sociales y la televisión. Captan la atención porque con su expresión teatralizada interpelan la impotencia de los ciudadanos quebrados emocionalmente. No les interesa mayormente el diálogo o la escucha activa, sino transformarse en un vehículo sensorial que devuelva, cual espejo, la imagen que ciertos electores querrían tener de sí mismos. Esa furia es “su furia”. Esa locura es “su locura”. Están hechos a la medida de esa “era del individuo tirano” que bien describe el filósofo francés Eric Sadin en su reciente ensayo publicado en 2022.

La amenaza es real. Existe, está ahí. Hay que ubicarla en el escenario, es imprescindible considerarla. Lo que no podemos hacer es asumirla como un hecho dado e irreversible porque eso implicaría subestimar en extremo la capacidad reflexiva y de aprendizaje de los actores involucrados en esta trama informativa, que podría resultar una trampa o no. Depende de la sagacidad de los participantes del juego. La gente aprende mucho más rápido de lo que muchos creen.

En los últimos años hemos realizado varias investigaciones, tanto cualitativas como cuantitativas, para indagar en profundidad de qué manera la sociedad estaba metabolizando la acelerada transformación del ecosistema de medios en el que nos movemos. Y lo que estamos viendo es que la fase del deslumbramiento y la inocencia parecerían haber llegado a su fin. Otros estudios que se han publicado globalmente muestran conclusiones similares.

El reino de lo fake

Por ejemplo, se viene consolidando la idea de que, así como las redes sociales tienen velocidad y horizontalidad, también “son el reino de lo fake”. La gente ya sabe que la vida que se ve en Instagram no es la vida real, o al menos no toda la vida real. Aprendió que en Twitter no todas las opiniones son puras (por si hiciera falta, Elon Musk se lo confirmó cuando supeditó la compra de la empresa a que le dijeran cuántas eran esas cuentas “fake”), que el smartphone “te escucha” y por eso a partir de softwares de inteligencia artificial de manera “sorpresiva” te aparecen avisos publicitarios justo del tema que estuviste conversando diez minutos antes –ya sea un viaje o una aspiradora–, que Netflix te sugiere “más de lo mismo”, que hay maneras de lograr que Google te ubique mejor en su ranking.

Buena parte de la población ya decodificó los trucos del sistema y aprendió a reconocerlos. En muchos casos los aceptan gustosos, dado que si el clic es la expresión de una preferencia o un indicador del grado de interés, que el sistema devuelva o sugiera más de aquello que nos atrae, por el motivo que fuera, es una demostración fáctica y pragmática de su “inteligencia”. Y cuando esos atajos comunicacionales una vez detectados son rechazados, hay un creciente aprendizaje sobre cómo sortearlos.

¿Quiere decir esto que el peligro es inocuo? No. De ningún modo. Porque el sistema también aprende y se vuelve más preciso y sofisticado.

Como si fuera un juego del gato y el ratón, el tablero del juego está desplegado. Si bien las reglas iniciales han sido presentadas, están en permanente evolución. “Yo sé que vos sabes que yo sé”. A partir de ahora, la tensión entre la influencia y la decisión será tan omnipresente como el aire que respiramos.

En esta instancia cabe detenerse y preguntarnos: ¿acaso no viene siendo así desde hace más de un siglo? ¿La publicidad, la propaganda, el cine y los medios de prensa no buscaban (y buscan) transmitir, comunicar, inducir, impactar y así condicionar las acciones de los seres humanos?

Podemos ir bastante más atrás en la historia y plantear el mismo interrogante para los libros, el teatro, la pintura, la escultura o la ópera. Si cada obra tiene un mensaje (o varios), ¿no supone en su concepción un destinatario y una intención? E incluso, extremando el razonamiento, podríamos remitirnos a los relatos orales, los mitos, las enseñanzas filosóficas y las proclamas religiosas. Quienes le hablaban a una multitud o a un pequeño grupo sentado alrededor de un fogón, ¿para qué lo hacían?

Atravesando la humanidad toda, debemos apoyar sobre ese entramado de influencias cruzadas el poder en su más pura esencia. Si el poder, tal como lo define la sociología, es la capacidad de uno o más individuos de imponer su voluntad sobre los demás, por las buenas o por las malas, de manera explícita o implícita, ¿cómo habríamos de omitir su vínculo profundo y arraigado con la influencia?

Influencia y poder

La capacidad de organizarnos colectivamente, que con acierto señala el historiador israelí Yuval Harari como el gran hallazgo de la especie humana, está vinculada de manera indisoluble con la influencia y el poder. En las tribus, en los antiguos imperios, en el feudalismo, en las monarquías y en los Estados modernos siempre hubo, hay y habrá seres humanos que buscarán influir sobre las conductas de los otros. Es intrínseco a nuestra condición humana y al carácter gregario que nos define y nos fortalece. Para movernos en grupos, para construir comunidad, necesitamos desde siempre ordenarnos de algún modo.

Las nuevas tecnologías tienen la permanente ambición de volverse tan silenciosas como invisibles en su búsqueda por orientar, organizar y condicionar el torrente infinito de decisiones que más de 7000 millones de personas toman diariamente a nivel global, moldeando esos patrones de organización colectiva. Lo que sucede es que la gente ya lo sabe. Como lo sabía antes cuando leía una novela, veía un aviso en televisión o escuchaba un discurso político.

Este es el punto de fuga que registro en el pensamiento de varios de los pensadores que con lucidez nos informan sobre las trampas, en apariencia insalvables, de la era digital. Subestiman la capacidad de aprendizaje y adaptación que todavía preservan los seres humanos. Si los algoritmos fuesen el único poder “sentado a la mesa”, todos los mandatarios serían “antisistema” y todos los consumidores comprarían lo mismo. No sucede ni lo uno ni lo otro.

Los sueños monopólicos existen, ¿cómo negarlos? Los intentos de dominación y manipulación también resultan inherentes a lo humano. El poder es afrodisíaco. La historia nos ha dado cientos de lecciones sobre su capacidad de seducción.

La revolución de Jobs

En un mundo caracterizado por la volatilidad y la complejidad, nada es ni tan lineal ni tan simple como para decir de manera concluyente y definitiva que hemos entrado en una “dictadura de los clics”. Todos pueden querer reinar. Pero como bien saben los jugadores de ajedrez, y los políticos, “las negras también juegan”.

Cuando el 9 de enero de 2007 Steve Jobs realizó la icónica presentación del primer iPhone –se acaban de cumplir 15 años de su lanzamiento al mercado, el 29 de junio de aquel año–, ridiculizó los sticks que se utilizaban para interactuar con las pantallas digitales en aquel momento, sobre todo la Palm Pilot, que era “lo último” y que sería considerada luego como la prehistoria de los smartphones y las tablets.

Sabiendo muy bien lo que hacía, Jobs atacó ese día el instrumento clave de las Palm diciendo: “¿Quién quiere usar un stylus? Nadie quiere un stylus”, tal el nombre del stick, “palito” o lápiz digital, que era un elemento habitual hasta entonces y que incluso tenía cierto estatus. Su manera de presentar en sociedad la disrupción de la pantalla táctil más amigable que traía el iPhone fue decir que ya veníamos equipados con diez sticks, que eran nuestros dedos de la mano. Y que no necesitábamos ningún intermediario más entre la pantalla y nosotros.

Todos somos conscientes hoy del punto de inflexión que implicó aquel invento, dado que se estableció una relación de novedosa intimidad, y posteriormente simbiótica, entre los humanos y sus smartphones.

Pues bien, retomando el legado de Jobs, podríamos decir que hoy, a pesar de todas las influencias que nos atraviesan y nos tientan, mientras mantengamos la capacidad de pensar y de preguntarnos por qué y para qué, los dedos que harán clic continuarán siendo nuestros.

De cara a la creciente complejidad con la que deberemos lidiar en los tiempos por venir, la analogía es válida. Aunque no lo parezca, y se lo subestime, el poder de moldear el futuro, tanto a nivel colectivo como personal, aún está en manos de los ciudadanos. De nosotros depende.