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Las crisis financieras y los bancos centrales: el impacto sobre metas de inflación e independencia

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En los pasados 15 años la economía mundial ha sufrido dos crisis globales: la crisis asociada con la pandemia—de la cual aún no hemos salido—y la crisis financiera global que comienza en el 2008. En ambos casos los bancos centrales cumplieron y cumplen un rol crucial, particularmente en evitar consecuencias mayores y en establecer las bases de la resolución. Se ha dicho que en relación con los eventos que estallan en el 2008 los bancos centrales fueron los únicos que podían, y eventualmente pudieron, evitar la propagación de la crisis (“the only game in town”). Algo semejante podemos decir hoy acerca del rol esencial que están jugando los bancos centrales en el contexto de la crisis desatada por la pandemia.

Al mismo tiempo, está muy claro que estos acontecimientos han planteado algunas cuestiones fundamentales acerca de los mandatos de los bancos centrales. En los últimos decenios, la mayoría de los bancos centrales se han concentrado, estatutariamente o en la práctica, en alcanzar y mantener la estabilidad de los precios como único y primordial objetivo y se ha promovido la preponderancia del esquema de metas de inflación como marco normativo preferente para la política monetaria. En este mismo contexto, y con creciente apoyo académico y político, se propició, como factor ineludible, la independencia de los bancos centrales. Esto fue considerado como el eje céntrico de la calidad institucional del sistema y, más aún, de la credibilidad de la política económica en su totalidad. Este enfoque pareciera haber sido, en general, exitoso: un número creciente de países lo adoptaron formalmente y otros lo siguieron en la práctica. La disciplina impuesta por la concentración estricta y rigurosa en un único objetivo ha permitido a las autoridades monetarias controlar y, eventualmente, vencer a la inflación. Sin embargo, como consecuencia de ese estricto y limitante planteamiento, muchos bancos centrales desatendieron aspectos regulatorios importantes que hacen a la estabilidad financiera. Esto llevó al sobre endeudamiento y a la formación de burbujas en el precio de los activos, ya sean financieros o reales. De esta forma se pasó por alto la inestabilidad resultante en el sector bancario lo que contribuyó sustantivamente a la crisis financiera (esto, por supuesto es algo que de por sí requiere un reexamen de la eficacia global del modelo y de los objetivos abarcados por el enfoque de metas de inflación).

Las crisis también pusieron en evidencia que muchas teorías y prácticas, que en tiempos normales parecieran firmes analíticamente no son robustas a cambios en la magnitud de los shocks y que muchos factores considerados en los modelos sobre los que se formulan la política monetaria no tienen los efectos previstos ni las implicaciones que se esperaban al diseñar aquellos modelos. Mas aún, después de que estallaron las crisis los bancos centrales se sintieron obligados simplemente a desconocer en la práctica los esquemas subyacentes. En otras palabras, las metas de inflación fueron prácticamente ignoradas y se aplicaron una infinidad de medidas monetarias heterodoxas con denominaciones eufemísticas tales como “quantitative easing” (“relajación cuantitativa”), que no es más que aumentar la masa monetaria comprando títulos). Estas medidas, que generalmente implican una manipulación activa de los balances de los bancos centrales (resultando en una expansión sin precedente de la oferta monetaria) tienen el claro objetivo de hacer todo lo necesario (como lo expresó, refiriéndose a la supervivencia del Euro, el entonces presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi) para mitigar las consecuencias de los desplomes ya sean ocasionados por el estallido de una burbuja financiera, por una expansión crediticia mal supervisada, o por una pandemia que causó caídas del producto sin antecedentes en tiempos de paz.

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Las economías avanzadas, y una gran mayoría de las economías emergentes, confrontaron la crisis financiera global y siguen hoy luchando en el contexto de la crisis pandémica con el objetivo explícito de evitar una recesión, evadir cualquier amenaza de colapso financiero, reducir el desempleo y recuperar el crecimiento sostenido. Estas son hoy las prioridades de la mayoría de los gobiernos. En este contexto se espera que los bancos centrales no solo apoyen y apuntalen el programa del gobierno, sino que adopten como propios los objetivos de dichos programas o al menos que coordinen detalladamente sus políticas con las del resto del gobierno.

En general, puede decirse que eso es lo que efectivamente ocurrió. Por decisión propia de los bancos centrales o por presión política sobre sus autoridades la mayoría de los bancos centrales están hoy sujetos a multi-objetivos como los que se mencionan arriba. Esta situación ha desencadenado la búsqueda de una nueva formulación de las metas y de las prioridades de los bancos centrales. Esto a su vez ha despertado dudas sobre la idoneidad de mantener su independencia. Lo que era un axioma institucional en relación con la gobernabilidad de la autoridad monetaria puede hoy ser cuestionado

En particular, el comportamiento y el diseño de políticas de los bancos centrales durante las crisis ha puesto en duda el marco teórico sobre el que se basan los modelos de metas de inflación. También se disputan las implicaciones prácticas del enfoque, que no parece realmente eficaz en caso de crisis sistémicas. No es difícil cuestionar un régimen normativo que durante una crisis deja de lado su único objetivo y que pareciera carecer de la capacidad para afrontar problemas inesperados. Los críticos consideran este problema como la debilidad principal que entraña una política basada exclusivamente en los objetivos de inflación.

Si bien es posible formular argumentos teóricos para justificar las desviaciones, y hasta el abandono de la política monetaria ortodoxa en tiempos de crisis, la realidad es que hoy los objetivos de los bancos centrales ya no se limitan a la estabilidad de precios. Algunos tienen objetivos cuantitativos de empleo y otros consideran objetivos de PBI nominal y otras variables. Y, por supuesto, la estabilidad financiera es una vez más un deber de los bancos centrales. Este cambio hacia objetivos normativos múltiples reduce inevitablemente (de jure o de facto) la independencia de los bancos centrales. Se viene afirmando desde hace un tiempo que esto es necesario y se debe a que para lograr los actuales objetivos, tales como el crecimiento del producto, la creación de puestos de trabajo y la estabilidad financiera, y para establecer prioridades cuando surgen disyuntivas entre objetivos, hace falta claramente la adopción de decisiones políticas que no deberían correr exclusivamente a cargo de funcionarios no elegidos democráticamente. Además, las políticas de tasas de interés muy bajas o negativas seguidas por muchos bancos centrales tienen fuerte repercusiones distributivas, con frecuencia regresivas, con consecuencias políticas claras. Dadas estas secuelas en materia de asignación y distribución de recursos hay muchos que hoy insisten en que la toma de decisiones ´por parte de los bancos centrales debe estar sujeta al control político.

Sin embargo, aunque este argumento pueda ser considerado totalmente racional, no es suficientemente contundente como para promover un cambio radical del paradigma institucional adoptado, sobre todo un paradigma tal como la independencia del banco central, que parecería haber funcionado. Mas aun, este no es un argumento nuevo. Si bien es cierto que los objetivos normativos múltiples suelen intensificar el carácter políticamente delicado de las decisiones de los bancos centrales, concentrarse solo en la estabilidad de precios no cambia la naturaleza del problema. La inflación tiene también consecuencias distributivas y repercusiones políticas importantes. En realidad, podemos decir que el carácter político de las operaciones de los bancos centrales es una cuestión de escala y no una transformación fundamental.

Sin desmerecer el argumento anterior, hay una razón más auténtica por la que la independencia de los bancos centrales suele resultar en el así llamado “déficit democrático” cuando se aplica un régimen de política monetaria con multitud de objetivos. La razón más fundamental es que los dos argumentos principales en favor de la independencia han dejado de ser aplicables. El primer argumento es que sin independencia los políticos pueden aprovechar los efectos positivos a corto plazo de una política monetaria expansiva en época electoral sin tomar en cuenta sus consecuencias inflacionarias a largo plazo. En el caso de las políticas fiscales y cambiarias raras veces se presentan estas disyuntivas entre el corto y el largo plazo, de forma que hay poco para aprovechar desde el punto de vista intertemporal. Este argumento hoy parecería ser poco relevante cuando vemos a la mayoría de los bancos centrales financiando casi automáticamente las políticas fiscales que fueron consideradas necesarias para hacer frente a las crisis. Este fenómeno es conocido como la “dominación fiscal” -- que significa que la política monetaria es determinada por las necesidades fiscales y no por los objetivos establecidos para el banco central--y tira por la borda la idea que en la práctica la independencia puede eliminar el uso político de la autoridad monetaria.

El segundo argumento que gravitó en favor de la independencia institucional es que los bancos centrales tienen una clara ventaja comparativa en todo lo que concierne a cuestiones monetarias y, por tanto, se puede confiar en que sus directivos serán tecnócratas, no políticos, y que poseen las habilidades profesionales necesarias para perseguir sus objetivos independientemente. Aún si aceptamos este argumento, no es extensivo a los múltiples objetivos que los bancos centrales han venido adoptando desde el comienzo de las crisis.

Como es probable que los bancos centrales sigan persiguiendo objetivos múltiples durante mucho tiempo, seguirá erosionándose su independencia. Y esto no es necesariamente negativo. Mientras los gobiernos no invadan excesivamente el proceso de toma de decisiones monetarias, esta evolución restablecerá el equilibrio en la formulación de políticas y tenderá a fortalecer la coordinación normativa y política en momentos de tensión.

Para lograr un resultado positivo las autoridades deben crear un marco totalmente transparente con normas de intervención muy precisas. Debe ser un marco rígido para permitir y al mismo tiempo limitar la intervención del gobierno en la toma de decisiones de los bancos centrales. Un mecanismo como este es particularmente importante en las economías emergentes que requieren un fortalecimiento institucional.

La independencia de los bancos centrales ha sido una innovación analítica-institucional peculiar. Ha dado lugar al desarrollo de modelos teóricos aparentemente irrefutables. Pero muchos de estos modelos se basan en un paradigma subyacente con premisas que las crisis han cambiado y que si se tratan de preservar pueden causar problemas políticos serios. Guste o disguste, es importante aceptar la realidad y reconocer que las crisis, si bien fortalecieron el rol de los bancos centrales en la economía también debilitaron su independencia. Como este debilitamiento probablemente continuará es importante explorar los mecanismos que optimicen las consecuencias en lugar de desperdiciar esfuerzos en tratar de preservar sin cambios un arreglo institucional que parece haber entrado en una fase de obsolescencia.