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Por qué hay que ver el documental de Netflix sobre Creedence Clearwater Revival

Creedence Clearwater Revival
Ya está disponible en Netflix el excelente Travelin’ Band: Creedence Clearwater Revival at the Royal Albert Hall

“¿Qué te parecieron las parisinas?”, le preguntan en París, claro, a John Fogerty. No se sabe si la voz femenina que la enuncia es de una periodista de la televisión francesa, de una fan ocasional o de una chica del equipo que acompaña a Creedence Clearwater Revival en su primera y única gira europea en ese año de 1970 en el que tocaron la cima pop para desmoronarse casi de inmediato. Pero Fogerty no es Mick Jagger, Jim Morrison, Jimi Hendrix o mucho menos Bob Dylan o John Lennon. Aunque las canciones que firma estén en el tope de los charts a uno y otro lado del Atlántico, él no es ni un símbolo sexual ni un ideólogo sino un guitar anti hero al tiempo que un héroe de la clase trabajadora del rock and roll. Y con un media sonrisa, que es menos desdén que timidez, responde apenas: “No he salido de mi habitación. Tampoco en Estocolmo, Berlín o Rotterdam ni aquí en París. Pero me gusta el agua”.

La respuesta dice mucho más que eso. Fogerty no está para groupies ni party; no forma parte del mandato sexo, drogas y rock and roll ni del “turn on, tune in, drop out” (enciéndete, sintoniza, abandona) lisérgico. Es un exreservista de Vietnam que llegó tarde al Summer of Love pero trabajó rápido y fuerte para definir un estilo y posicionarse acaso como el último grito de los 60. Ese “No he salido de mi habitación” está en el centro de lo que revela el estreno, más de cincuenta años después de su filmación, del concierto que Creedence Clearwater Revival dio en el Royal Albert Hall de Londres el 14 de abril de 1970. Cuatro días después de que con un comunicado Paul McCartney anunciara su salida de Ths Beatles y se precipitara no solo el fin del grupo sino de toda una era. Travelin’ Band: Creedence Clearwater Revival at the Royal Albert Hall, desde este mes en Netflix, no solo ofrece la posibilidad de ver cuarenta minutos en vivo de Creedence con una calidad de audio notable para la época (posproducción aparte) sino que pone en pantalla filmaciones de viaje hechas por el mismo grupo en su paso por Estocolmo, Copenague, Berlín, Rotterdam, París y Londres. Narrado en off por la voz vidriosa de Jeff Bridges, la película incluye flashbacks a la formación del grupo en El Cerrito, California, apariciones en shows de tevé masivos como el de Ed Sullivan y Andy Williams, pero también el escenario de Woodstock. La historia del producto más arisco de la contracultura, a la que estaban ligados pero de cuya doxa renegaban como hilbillies (nombre despectivo dado a los campesinos en Estados Unidos) sueltos en el Greenwich Village de Nueva York; Portobello Road (Londres) o el Haight-Ashbury de Frisco.

En su descripción en off de la historia y el estilo Creedence, Bridges remarca la legendaria épica trabajadora del grupo que estaba en las antípodas de la aristocracia pop. Así refiere a que el nombre del búnker donde Fogerty compone y Creedence ensaya a destajo hasta completar la hazaña de editar tres LP y cinco simples en el top 5 durante 1969 se llama The Factory, en espejo con una clase trabajadora muy alejada de las preocupaciones del hippismo. Lo curioso es que también Lou Reed y Velvet Underground ensayaran en el otro extremo del país en la Factory de Andy Warhol, que era parodia o perversión del fordismo americano. Pero la coincidencia termina ahí: el (mal) viaje de Lou Reed (“¿Quién ama el sol/a quién le gustan las flores”?) nada tiene que ver con la proyección imaginaria que Fogerty hace sobre el “Bayou Country”, un exiliado mental de la California somnolienta que compone con la brújula apuntando al (karma de vivir al) sur.

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En un Royal Albert Hall sold out, a los Creedence se los ve en una misma línea, como en la fábrica, desde el arranque con “Travelin Band” (aunque en el setlist del show fue el tercer tema) al cierre con “Keep on Chooglin”, que se estira en una zapada contenida, puro Tantra y ostinato. Del comienzo al final del show, Fogerty apenas si se dirige al público y lo que persiste es el taconeo de su bota texana izquierda contra el escenario. Como si estuviera reafirmando la propiedad intelectual del rock and roll (made in USA) en la ciudad que Los Beatles habían convertido en metrópoli pop y en un escenario cuyo prestigio clásico se había rendido antes a los Rolling Stones, Hendrix, Cream, Led Zeppelin y también los Fab Four, cuando todavía eran capaces de sonar en vivo. Toda la imaginería de la sociedad de consumo americana que estimuló la cultura pop británica y la evolución del rock como música de baile a banda de sonido contracultural se vuelve en este concierto una respuesta a la British Invasion: un cachetazo de barbarie moderada.

Creedence Clearwater Revival en el Royal Albert Hall de Londres
Creedence Clearwater Revival en el Royal Albert Hall de Londres

Sonar, otra clave reveladora de este película que hubiera reventado las trasnoches del cine-rock porteño de los 70 (de Woodstock a La canción es la misma). En el Royal Albert Hall, Creedence suena como en el estudio porque, a contracorriente, sus discos son una reacción al artificio de la consola y la pecera como metaverso de las visiones lisérgicas. Así como tocan en esta película, los hermanos Fogerty (que tanto en común tienen con los Davies y los Gallagher) y compañía suenan mejor que lo último que vimos de Los Beatles en vivo o los Stones, cuyo acto pasaba antes por la seducción hipnótica de la performance.

Rústicos para un 1969 en el que Hendrix había llevado las cosas demasiado lejos y hasta los Stooges de Iggy Pop tenían más aspiraciones artísticas, los Creedence de Fogerty tampoco eran reaccionarios (repasar la letra de “Fortunate Son”, la mejor canción anti Vietnam por lejos) ni retro. Son el extremo del back to the basics (como lo pone el bajista Stu Cook, el mejor declarante de los cuatro) que Beatles y Stones habían puesto consumado con The White Album y Beggar’s Banquet, la salida del empacho psicodélico. Si ese backstage convertido en tragedia griega moderna que es Get Back nos permite espiar la estrategia de Lennon y Macca por salvar lo poco que quedaba del grupo volviendo a “los principios” lo que hay, acá es puro principio, raíz.

Creedence
Creedence nunca había salido de los Estados Unidos y su primera gira europea fue un impacto del que rápidamente acusaron recibo

Mucho reverb en la guitarra para captar la bruma del Mississipi, el rescate de Dale Hawkins, Little Richard y Screamin Jay Hawkins y el rock and roll como baile. No en vano, en su parquedad, Fogerty instruye a los londoners: “También pueden bailar”. Pero esto no es ningún acto de nostalgia highschool, porque Creedence no suena ni se ve (no hay espectáculo de todos modos: humo, luces estrobo, nada) como en 1957. Este es el sueño de Pato, el de la carnicería de Moris, hecho realidad. Creedence es demasiado real frente a la ensoñación que tocaba fin y es eso lo que suena con una intensidad (Neil Young encontraría la síntesis entre Hendrix y CCR con Crazy Horse en los 70) que avanza subrepticia hasta sacar al público de las butacas. No es la negación de la época en absoluto pero acaso sí, su crítica menos pensada.

Estos cuarenta minutos tocados en un abril histórico de 1970 son, al fin, el desarrollo de ese “no” de Fogerty, un obrero del rock and roll sin tiempo para admirar el glamour ye ye de las parisinas: de casa (la habitación del hotel) al trabajo (el show) y del trabajo a la casa, como se pedía. Será por eso que esta música tuvo un impacto global pero un énfasis particular en las capas medias y bajas de la Argentina, con una persistencia que fue de las rockerías suburbanas (ajenas al manierismo progresivo o el nihilismo punk) a las hinchadas de fútbol (“Bad Moon Rising”/”Brasil decime que se siente”).