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Los estadounidenses que se fueron

Shubham Chandra, cuyo padre, Mukul Chandra, murió de COVID-19 en octubre de 2020, en Central Park en Manhattan, el 5 de abril de 2022. (Sarah Blesener/The New York Times)
Shubham Chandra, cuyo padre, Mukul Chandra, murió de COVID-19 en octubre de 2020, en Central Park en Manhattan, el 5 de abril de 2022. (Sarah Blesener/The New York Times)

Una viuda de Carolina del Norte, cuyo marido murió de COVID-19, se siente destrozada cuando oye a la gente hablar de manera despreocupada acerca de que la vida en Estados Unidos vuelve a la normalidad. Nunca volveré a la normalidad, piensa. Todavía me siento como si me faltara una parte de mí.

Un hombre de Nueva York que perdió a su mujer a causa de la COVID-19 piensa todo el tiempo en los días anteriores a que ella enfermara hace dos años. Le preocupa haber llevado el virus a su apartamento, se pregunta si es culpable de su muerte y se pregunta algo que no puede responder: ¿por qué él sobrevivió a la COVID-19 y ella no?

Una mujer de Minnesota cuya madre murió a causa del coronavirus está sumida en lo que ella llama “duelo por COVID”. Se profundiza cuando ve que se menciona la pandemia en Facebook, cuando alguien habla de lo feliz que está de volver a reunirse con sus seres queridos, cuando se ve obligada a escuchar charlas sobre cubrebocas, política o vacunas.

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“Hay un recordatorio de cómo murió, literalmente todos los días, varias veces al día”, comentó Erin Reiner, cuya madre, Gwen Wilson, fue campeona de boliche y practicante de “quilting” en Kansas hasta su muerte a los 72 años.

Durante más de dos años, los estadounidenses se han abierto paso a través de una pandemia que ha afectado planes, provocado tumultos y desesperación y enfermado a millones de personas.

Sin embargo, un grupo se ha visto obligado a seguir un camino distinto. Se trata de los seres queridos del casi millón de personas que han muerto en Estados Unidos a causa de la COVID-19, una cifra catastrófica que refleja una tasa de letalidad superior a la de casi cualquier otro país adinerado.

Estas familias han recorrido un camino de aislamiento, luto y rabia. Lidian con un dolor que resulta solitario, permanente y agonizantemente alejado de la experiencia compartida del país.

Una identificación de empleada de Genevieve Martínez, una enfermera que trabajaba en una escuela primaria de El Paso, Texas, y en julio de 2020 murió de COVID-19. (Adam Perez/The New York Times)
Una identificación de empleada de Genevieve Martínez, una enfermera que trabajaba en una escuela primaria de El Paso, Texas, y en julio de 2020 murió de COVID-19. (Adam Perez/The New York Times)

En decenas de entrevistas, personas de todo Estados Unidos que han perdido a familiares, cónyuges y amigos a causa de la COVID-19 describieron cómo han vivido la pandemia, desde las temibles incógnitas de las primeras semanas hasta este momento, con un país reabierto que avanza, incluso cuando más de 300 personas mueren todos los días.

Compartieron un sentimiento desalentador: que sus seres queridos se han vuelto invisibles en un país ansioso por dejar la pandemia en el pasado. Por el momento, no existe un monumento nacional para las personas que han muerto ni un lugar común para reunirse y guardar luto. Muchas familias se preguntan si el país ve la muerte de sus seres queridos con verdadera compasión o con indiferencia.

Para esos estadounidenses, solo existen las personas que perdieron a alguien en la pandemia de COVID-19 y las que no.

“Ellos no saben lo que sentimos”, aseguró Reiner. “Para nosotros, la pandemia no es solo una pausa en nuestra historia. La gente habla de esta situación como si fuera un inconveniente: no podemos hacer esto, no podemos celebrar aquello. Solo desearía que eso fuera todo para nosotros, para mí, para las otras familias innumerables”.

Caos, confusión y miedo

En el caos y la confusión de la primavera de 2020, Shubham Chandra estaba frenético y temeroso por la repentina enfermedad de su padre, Mukul Chandra. El coronavirus se estaba extendiendo por todo el mundo, una amenaza aterradora y poco entendida. Las pruebas de coronavirus eran escasas y los hospitales estaban saturados.

Entonces, se enfrentó a una nueva agonía: el hospital no le permitió visitar a su padre durante toda su batalla contra la COVID-19.

“Todo ese periodo es como una escena sin luz para mí”, afirmó Shubham Chandra, empleado de una empresa emergente de atención sanitaria. Dormía de forma intermitente y perdió 5 kilogramos por el estrés mientras intentaba comprender un virus para el que los estadounidenses aún no tenían palabras para hablar de él.

Como los familiares de Mukul Chandra no podían verlo en persona, grababan diariamente cintas con sus voces y las enviaban al hospital: rezaban, lo animaban, comentaban las comidas que habían cocinado o los artículos que habían leído. Las enfermeras reproducían las cintas junto a su cama.

“Creíamos que escuchar nuestras voces lo haría salir del abismo”, relató Shubham Chandra. “Habría dado cualquier cosa en el mundo por estar sentado a su lado y decirle: ‘Papá, te quiero, vas a superar esto’”.

En esos meses, la gente de todo el país se quedaba encerrada en sus casas mientras los negocios cerraban en respuesta al virus. Pero las familias que perdieron a sus seres queridos se encontraron insoportablemente separadas, tratando de estar cerca de los enfermos, pero sin permiso para estar cerca.

Incluso ahora, les pesan los recuerdos de sentirse impotentes, de no poder entrar en los hospitales, de imaginarse a sus cónyuges e hijos y a sus padres y hermanos solos en sus últimos días y de preguntarse si su presencia podría haberlos reconfortado.

En los confusos días de abril de 2020, Laura Jackson, trabajadora social y madre de tres hijos, ya había cancelado una fiesta en Miami para celebrar el cumpleaños 50 de su marido, Charlie, un veterano del Ejército que amaba la música y los viajes. Cuando empezó a tener tos y fiebre, Jackson, que se enteró de que los hospitales privados estaban tan llenos que rechazaban a los pacientes con COVID-19, lo convenció para que acudiera al hospital de veteranos más cercano.

“Había mucho miedo, confusión e incredulidad”, dijo sobre ese periodo, que resultaba irreal, cuando los días se movían a una velocidad vertiginosa y en cámara lenta al mismo tiempo.

La separación de su marido en sus últimos días no la deja tranquila.

La tarde en que Jackson lo llevó al hospital, ella acomodó el auto en el estacionamiento, sin poder entrar en el servicio de urgencias. Una enfermera se acercó al auto y le entregó las pertenencias de su marido: el celular, la cartera, el reloj.

“No podía irme”, explicó Jackson, que se sentía como si estuviera físicamente arraigada a ese lugar, en el asiento del conductor de su auto, junto al edificio donde yacía su marido.

Al caer la noche, sonó su teléfono. Era una enfermera de nuevo, pidiéndole que mirara en dirección a las habitaciones de los pacientes que daban al estacionamiento oscuro.

Vamos a encender y apagar la luz de la habitación de Charlie, le dijo la enfermera. Jackson miró hacia el edificio y divisó los destellos.

“Sabía exactamente dónde estaba”, agregó.

Después de su muerte, tres semanas más tarde, Jackson tuvo que ponerse un equipo de protección completo, que incluía guantes y una careta, antes de entrar en la habitación.

“No me dejaban tocarlo”, dijo. “No sabía si estaba caliente, si estaba frío. Había una barrera entre nosotros”.

Al lado de su esposo, llamó a sus hijos por FaceTime para que pudieran ver a su padre antes de que se llevaran su cuerpo.

El resentimiento creciente

Cuando Kaitlyn Urenda piensa en el verano de 2020, recuerda la llamada telefónica que partió su vida en dos.

Su madre, Genevieve Martínez, enfermera que trabajaba en una escuela primaria en El Paso, Texas, la llamó a principios de julio para decirle que tenía síntomas de COVID-19. El virus se propagó rápidamente por toda la familia.

“Se contagiaron mi hermano, su esposa, sus hijos, mi mamá, mi abuela, mi tía, mi prima y sus hijos”, afirmó Urenda. “Era como si su pequeño pueblo estuviera en llamas”.

En muchas comunidades de Estados Unidos ese verano, la estricta vigilancia destinada a frenar la propagación del virus se estaba desvaneciendo.

La frustración aumentó por las restricciones impuestas a la vida diaria, las reglas sobre el distanciamiento social, el uso de cubrebocas, cuándo los negocios podían estar abiertos o cerrados. La gente estaba en público, socializando, desafiante y harta de quedarse en casa, comentó Urenda, que vive en Dallas.

“Creo que la gente empezó a vivir día a día”, opinó. “Fue muy parecido a decir: ‘Bueno, será mejor que hagamos esto ahora, porque en una semana es posible que no puedas ir a un restaurante’”.

Martínez, que tenía 62 años, murió en un hospital ese mes. Urenda estaba abrumada por el dolor, pero también por la ira. Estaba indignada por el tratamiento médico que recibieron su madre, abuela y tía. Y estaba furiosa porque los funcionarios de Texas relajaron las restricciones al principio de la pandemia, una medida que cree que puso en riesgo a personas como su madre.

“Pagamos el precio por ello”, aseguró Urenda.

Una esperanza extinguida

En Kerrville, Texas, la familia Mehendale sabía que la vacuna estaba a la vuelta de la esquina, pues se acercaba la temporada festiva de 2020. Tuvieron una celebración pequeña del Día de Acción de Gracias: Rachel Medale y su esposo manejaron desde las cercanías de Austin hasta la casa de sus padres y usaban cubrebocas, incluso dentro de la casa, ya que no querían correr ningún riesgo.

La familia Brothers en Centreville, Virginia, se reunió en diciembre para hornear galletas navideñas, una tradición anual. En Tucson, Arizona, Matt Emory y su prometido, Luis Celaya, no asistieron a la reunión habitual de Día Acción de Gracias con la familia extendida, pero en diciembre se reunieron en un porche trasero para visitar a algunos parientes.

Había motivos para ser optimistas: la llegada de las vacunas contra la COVID-19 a fines de 2020 fue una señal de esperanza, un indicio de que un país cansado de la muerte y la disrupción pronto saldría de la pandemia.

Pero el virus no se detuvo y los familiares de los fallecidos en este periodo se quedaron con un amargo lamento: si tan solo hubieran tenido la oportunidad de vacunarse, podrían seguir vivos.

Mientras estas familias lloraban, muchos estadounidenses hacían fila para vacunarse y lo celebraban con fotos en Instagram.

El virus cobró la vida de Anand Mehendale en Kerrville unas semanas después de que empezara a sentirse mal el fin de semana de Acción de Gracias, una infección por COVID-19 que probablemente contrajo en el trabajo.

“Recuerdo que mi padre nos decía: 'Estoy muy emocionado de que salgan las vacunas y de que todos nos vacunemos y podamos volver a reunirnos con los demás'”, recordó su hija, Rachel, que también es médica.

Su primera vacuna estaba programada para el día después de la muerte de su padre.

Afligida, quiso cancelarla, pero su madre insistió en que se vacunara como estaba previsto. Lloró después de la inyección.

“Fue maravilloso y horrible”, relató. “Recuerdo que pensé: ‘Mi padre estuvo muy cerca de recibirla’”.

Emory recuerda de manera vívida su última visita a un hospital de Tucson con Celaya, su prometido. Le dijo lo que le habría dicho durante sus votos matrimoniales: que Celaya le cambió la vida. Que era perfecto. Y que Emory lo amaba.

Celaya, de 33 años, murió de COVID-19 el 4 de enero de 2021. “Fue solo un par de semanas después de la muerte de Luis que las vacunas estuvieron disponibles”, dijo Emory. “Él no pudo recibirla”.

El patriarca de la familia Brothers en Centreville, Robert Brothers, un veterano de la Marina que tenía 78 años, murió el 16 de enero de 2021, solo unas semanas después de contraer el virus en diciembre. Su hija, Nicole Yoder, cree que se infectó en la reunión familiar para hornear galletas.

“La gente te dice cosas estúpidas, como: ‘Tal vez no debieron reunirse para comer galletas’”, dijo. “Sientes un poco de vergüenza. Pero si no hubiéramos ido a hacer galletas, no tendríamos esos recuerdos de la última vez”.

En enero de 2021, el número de muertos en el país alcanzó su punto máximo en la mayor ola de muertes de la pandemia. Más de 3300 estadounidenses murieron cada día.

Disonancia en un país que avanza

Nichole Waltrich sigue luchando contra el insoportable choque de realidades al que se enfrentó durante el verano de 2021.

Vivía en Pilsen, uno de los barrios más animados de Chicago, repleto de restaurantes, música en vivo y arte. Cuando su hermana de 23 años, Emily, murió de COVID-19 ese mes de junio, la energía que la rodeaba se sintió repentinamente cruel.

“La gente estaba en la puerta de mi casa de fiesta y no se ponía cubrebocas”, afirmó. “Todavía estoy tratando de lidiar con esa disonancia”.

Para muchos estadounidenses, el verano pasado comenzó con un estallido de alegría, una tregua en la pandemia que sugería que por fin estaba disminuyendo. Incluso en ciudades como Chicago y Nueva York, muchos residentes se habían despojado de los cubrebocas, habían vuelto a comer fuera y habían salido de vacaciones.

Pero las familias cuyos seres queridos estaban muriendo de COVID-19 se encontraban angustiadas en medio del ambiente de celebración del país. Lo que empezó como un verano exuberante terminó con la variante delta que azotó el sur, lo que causó más de 2000 muertes diarias.

“Parecía que las cosas estaban mejorando mucho”, dijo Sharon Noland, enfermera especializada en cuidados paliativos en Mount Pleasant, Carolina del Sur. “Y entonces, de repente, llega la variante delta”.

Noland aún siente el dolor de ese cambio.

Su madre de 85 años, Connie Stockard, era una gran personalidad que se presentaba como “Connie de Kentucky” a los nuevos amigos de su comunidad de jubilados en Bluffton, Carolina del Sur. Stockard estaba convencida de que la amenaza había pasado, pues nadie que ella conociera había contraído el virus. No recibió la vacuna contra la COVID-19, a pesar de las súplicas de su hija. Además, le dijo a Noland, apenas salía de su casa excepto para asistir a los servicios religiosos semanales.

Pero el virus estalló en la iglesia e incluso el ministro se enfermó gravemente.

Stockard murió en un hospital en agosto. Meses después, Noland dijo que todavía se sentía adormecida, tratando de absorber el impacto de lo que sucedió, pensando en lo sana que estaba su madre antes de infectarse. “Estás caminando, estás hablando un día”, dijo, “y luego esa persona muere”.

En duelo solitario

Desde que perdió a su madre, Bobby C. Noland, a causa de la COVID-19 durante la ola de ómicron este año, Tom Noland se ha encontrado con una dolorosa pregunta familiar para tantos estadounidenses cuyos seres queridos se encuentran entre los casi un millón de muertos. Si no fuera por la pandemia, ¿cuánto tiempo les habría quedado?

“Siempre piensas que en algún momento tus padres fallecerán”, explicó Noland, un profesor universitario cuya suegra era Stockard. “Pero definitivamente creo que si la COVID no hubiera aparecido, ella habría tenido al menos seis o siete años más”.

Otras preguntas se han inmiscuido en las vidas de las personas cuyos familiares murieron a causa de la enfermedad, preguntas que son un recordatorio de que morir de COVID-19 se ve como algo diferente, de algún modo aparte de otras pérdidas.

Cuando alguien dice: “Perdí a mi marido por el cáncer o perdí a mi hijo en un accidente automovilístico, la compasión es inmediata”, aseguró Sam Beeson, cuya esposa, Jennifer, murió de COVID-19 a la edad de 60 años. “Pero cuando dices que tu mujer murió de COVID, lo primero que dice la gente son cosas como: ‘¿Tenía enfermedades preexistentes?’”.

Eran novios desde la preparatoria, llevaban 36 años casados y eran padres de un hijo de 30 años, Alex. Hasta hace unos meses, Beeson guardó todas las tarjetas de pésame que había recibido. Las tenía pegadas a una puerta. No ha tocado el armario de su mujer desde que murió.

A Beeson le sigue torturando la gente que lo rodea y que resta importancia a la COVID-19, que dice que no era real o que comparte información errónea en Facebook. Incluso gente que conocía a Jennifer, dijo, comparte memes con los que se burlan de las vacunas.

“Dicen cosas como: ‘No me voy a vacunar porque tengo sistema inmunológico’. Jennifer tenía un sistema inmunológico y un millón de personas en este país también lo tenían”, añadió. “Acabo teniendo que defender la enfermedad que mató a mi mujer”.

© 2022 The New York Times Company