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Cómo el futbol hizo que un niño ruso se uniformara de verde, blanco y rojo en la ‘Arena Rostov’ en 2018

Vasil recuerda con poco esfuerzo su salida del jardín de niños en 2010. Es fácil porque en su último día de preescolar todos los adultos hablaban de lo mismo: Rusia había logrado por primera vez ser la sede del Mundial de futbol.

Se acuerda de toda su familia viendo el televisor, desde donde un viejito calvo y muy sonriente lo confirmaba de forma oficial. A él le encantaba jugar futbol desde aquel entonces, pero verlo era otra cosa. Un poco aburrido para el gusto de un niño de seis años.

Al otro día todos los periódicos tenían la misma noticia. Y las sobremesas de la semana terminaban inevitablemente en el mismo tema: su ciudad, Rostov, sería una de las ciudades elegidas para recibir la competencia. Vasil escuchaba las charlas de sus padres y tíos como una musiquilla de fondo, mientras jugaba con sus primos en la terraza.

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A partir de ahí, el fervor por el Mundial se volvió cosa de todos los días. Su recorrido por la educación primaria fue entre las noticias del avance en la construcción de la Arena Rostov y las estrellas de la selección rusa de futbol, con todo y su pobre participación en Brasil 2014.

Para cuando tenía 12 años, toda su vida tenía que ver con el balón y no lo lamentaba. Veía todos los juegos de la Champions League posibles, tenía identificadas a las estrellas europeas y sudamericanas y por supuesto, se volvió un fan asiduo de FC Rostov, de la Liga Premier rusa.

Cuando al fin se liberaron las entradas para los partidos mundialistas, su papá lo ayudó con la tarjeta de crédito y en el proceso, pero se esfumaban en segundos. No lograron conseguir nada para el primer partido, tampoco para el segundo. Y cuando las lágrimas se comenzaban a concentrar en sus ojos, pudieron apartar un par de boletos para el tercero.

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Vasil saltó de la mesa y estuvo a punto de tirar su laptop, gritando como un loco y meciendo las manos en el aire. Uno de los sueños de su corta vida estaba por cumplirse. Ahora lo único que esperaba era tener la suerte de ver a España, a Messi con Argentina o incluso a la Alemania campeona del mundo.

Pasó meses especulando, imaginando gritar los goles de Harry Keane o las atajadas de De Gea. El día del sorteo invitó a dos de sus mejores amigos para conocer su suerte. Su sueño sin duda era ver al portero español. Y se compró una playera de La Roja para invocarlo desde la capital de Oblast.

Pero todo se fue al traste cuando Maradona con su traje negro y moño dorado sacó el papelito azul y lo desenrolló frente a las cámaras del Kremlin. México, decía. “¿México?”, dijo Vasil en voz alta, y luego se quedó unos segundos en silencio, con los ojos bien abiertos y sin parpadear. La verdad es que no le gustó nada.

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Trató de acordarse de algún jugador relevante, de alguna cosa representativa de aquel país tan ajeno para él, y en su cabeza sonaron trompetas de mariachi mientras se formaban personas con sombreros enormes y pistolas en la cintura, quizá por alguna clase de la escuela donde hablaron de la Revolución Mexicana.

Cuando pasó un poco su decepción, recordó a Javier Hernández con el Manchester United y algunos de sus goles. Y se metió a internet para ver lo que había hecho esa selección de verde en el mundial de Brasil. Pudo ver la parada de Ochoa a Neymar, y aquella goleada a los croatas que arrancaba como una seria contendiente. Pensaba que no había estado tan mal después de todo.

Mientras todo esto pasaba por su cabeza, se confirmó a Corea del Sur como el rival de los mexicanos en el partido. Vasil se encogió de hombros y trató de ser optimista. Al final era un juego de Copa del Mundo. Los siguientes seis meses investigó todo lo que pudo de ambas selecciones, pero lo cierto es que comenzó a simpatizar más con el equipo americano.

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Aprendió quién había sido Hugo Sánchez y Rafael Márquez. Le encantó aquel gol de contorsionista de Jared Borgetti a Buffón en el 2002 y le arrancó una larga sonrisa la escena de Cuauhtémoc Blanco saltando y sosteniendo la pelota con ambos pies para quitarse a dos coreanos de encima en Francia 98. También aprendió qué es el Día de Muertos, de las tortillas y que había un lugar llamado Cancún.

Cuando vio el debut de los mexicanos en el evento se entusiasmó muchísimo. Le habían ganado a la odiada Alemania, esa que le contaban sus maestros en que invadió Rusia y provocó tantas muertes. El cariño por el país tan ajeno se había concretado.

Unos días antes del partido, comenzó a ver personajes que nunca habían estado en su ciudad y que sólo había visto por internet, gritando en las calles y vestidos de verde. Hablaban muy fuerte para él, casi gritando, y siempre se reían a carcajadas.

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Llegó al estadio con la playera del Chicharito y acompañado de su papá. El recorrido en la larga explanada de la Arena Rostov fue toda una experiencia de vida. Sombreros, penachos con plumas enormes, máscaras de luchadores. Un carnaval en Rostov. Vasil tomó muchas fotos y videos para recordar ese día.

Cuando al fin entró al estadio, se le enchinó la piel. Todo de verde, todos cantando. Sólo había una pequeña mancha roja en la cabecera norte, donde estaba la afición coreana. Les tocó sentarse junto a un grupo de cuatro mexicanos que inmediatamente identificaron que Vasil no era precisamente su paisano, pero entre señas y algunas palabras en español, terminaron por hacerse amigos.

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Cayó el penalti de Carlos Vela en el partido y estalló el alarido. Los mexicanos locos cargaron y abrazaron a Vasil, que ya se sentía parte del grupo. Para cuando cayó el gol del Chicharito, ya sabía qué quería decir “chido”, “chingón” y “güey”, y hasta podía cantar un pedazo del “Cielito lindo”.

También compartió los nervios de los últimos minutos con el gol del coreano Son, pero al final, el Tri se llevó el partido y estaba prácticamente en los octavos de final. Vasil intercambió correos con sus nuevos amigos, que le regalaron una playera del Chucky Lozano y le hicieron prometer una visita a México para el mundial del 2026.

Esa noche no pudo dormir y tuvo su primera reflexión profunda en medio de la pubertad. Pensó en el sinsentido de las guerras. En cómo los seres humanos no son tan distintos a pesar de las diferencias superficiales que los separan. Y se imaginó la historia de algún chico mexicano, de su misma edad en el Mundial del 2026, en un partido de la selección rusa, compartiendo las gradas con él y celebrando el gol de un país que pensaba tan lejano.

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