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Gracias por los momentos, Mesut Özil

Mesut Özil vio el pase de Jack Wilshere cuando se deslizaba sobre su hombro, y lo jaló del cielo, como una moneda que aterriza en un cojín. La mayoría de los jugadores habrían acelerado en ese momento, con el área penal vacía enfrente y un oponente persiguiéndole a sus espaldas.

Özil, sin embargo, disminuyó la velocidad hasta casi caminar. No miró la pelota; no necesitaba hacerlo. Sabía dónde estaba. En cambio, levantó la mirada hacia su derecha para determinar las intenciones de Olivier Giroud. El francés había sido su compañero durante apenas 12 días —un puñado de sesiones de entrenamiento, nada más— pero Özil lo leyó a la perfección.

El pase que le envió a Giroud, en todo caso, pareció como si no llevara la suficiente potencia. Fue un pase suave por el piso del área penal que parecía que le iba a quedar ligeramente corto al delantero. La apariencia fue engañosa: la pelota invitó a Giroud a alejarse de su marca, y le dio suficiente tiempo y espacio para elegir su lugar. Su disparo venció al portero.

Mientras corría para celebrar el gol, Giroud buscó al hombre que lo había hecho posible. Özil no se había sentido bien de salud en la previa al juego. Sin embargo, ya había logrado causar una gran impresión. Su mera presencia había motivado a sus compañeros de equipo. En línea, sus nuevos aficionados cayeron rendidos a sus pies. “Si así es Özil decaído y casi sin conocer a ninguno de sus compañeros, no puedo esperar a verlo cuando esté a toda máquina”, escribió Arseblog. Hasta ese momento, Özil solo había jugado 11 minutos con el Arsenal.

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En realidad, ni siquiera necesitó tanto tiempo. La misma noche que firmó —en el día límite de traspasos en septiembre de 2013— una multitud de aficionados se congregaron afuera del Emirates Stadium, y acosaron al reportero de Sky Sports News que estaba allí brindando actualizaciones sobre cómo avanzaban las complejas negociaciones. Cuando se completó el trato, celebraron con el mismo entusiasmo con el que reaccionarían ante un gol ganador en el minuto 90.

Özil se había ganado al Arsenal desde el hola. Incluso en aquel momento, su llegada se sintió un poco como otro hito en la floreciente cultura de los traspasos en el fútbol, una era en la que la adquisición en sí misma es un éxito, una expresión de poder, influencia y virilidad que torna lo que sucede después —como que el jugador sea bueno para el equipo o no— si bien no irrelevante, al menos bastante secundario.

Esa lectura de la época de Özil en Londres —que el aspecto más significativo de su carrera en el Arsenal fue el mero hecho de que sucedió— no es del todo inválida, pero es un poco engañosa.

La sensación de regocijo de la noche en la que firmó su contrato era comprensible. Los siete años anteriores habían sido difíciles para el Arsenal: no “difíciles” en algún sentido real, no “difíciles” de una manera que reconocerían los aficionados de Rochdale, Torquay o York City, pero “difíciles” sin duda para los estándares de los superclubes modernos.

Maniatado por la necesidad de pagar los préstamos solicitados para poder construir el Emirates Stadium, Arsène Wenger se había visto obligado a trabajar con un relativo bajo presupuesto. Los casos de jugadores que abandonaban el Arsenal en busca de más dinero y mejores oportunidades en el Manchester City se habían vuelto comunes. Un año antes, el equipo había permitido que su talismán, Robin van Persie, firmara con el Manchester United, un gesto que se interpretó como una rendición simbólica. Un Arsenal que siempre se había visto a sí mismo como un equipo aspirante al título parecía haber rebajado sus ambiciones a simplemente clasificar para la Liga de Campeones.

La llegada de Özil fue recibida como una señal de que los días oscuros habían terminado. Esta era una auténtica superestrella, atraída desde nada más y nada menos que el Real Madrid, por una tarifa récord. Era el símbolo de un nuevo amanecer: con la deuda saldada y el calvario completado, el club ahora podría volver a ocupar su lugar como una de las verdaderas superpotencias del deporte, armado con un equipo digno de su sede.

Por supuesto, las cosas no resultaron exactamente así. La estancia de Özil terminó esta semana, cuando voló rumbo a Estambul para unirse a su equipo de la infancia, el Fenerbahçe, en un traspaso sin tarifa, varios meses después de que el Arsenal lo envolviera y lo dejara prácticamente listo para ser recogido en el muelle de carga.

En el transcurso de siete años y medio en el Arsenal, Özil ganó tres Copas FA y jugó un papel central en una sola oportunidad genuina por el título, en 2016. Sin embargo, no se puede afirmar que haya marcado un cambio en la suerte del club. (También ganó la Copa del Mundo con Alemania durante este periodo, por supuesto).

El equipo del Arsenal al que se unió era una presencia fija en la Liga de Campeones; el que dejó estaba luchando para obtener un puesto en la Liga Europa. Özil, en algunos sectores, fue considerado responsable de una parte de ese declive. Una interpretación más amable sería que simplemente no fue el bastión que lo evitara.

De cualquier manera, su estancia en Londres no tuvo el resultado que él o su club hubieran preferido. En cambio, como bien lo expresó The Guardian esta semana, dejó una especie de “legado incompleto” en el Emirates Stadium: uno en el que dominó partidos en vez de temporadas; uno de eterna promesa de que algo más estaba a la vuelta de la esquina; y uno, en sus últimos años, de intensa división entre quienes aprecian al Arsenal, algunos de los cuales lo veían como el problema y otros que todavía creían que podía ser la solución.

Para la mayoría, en conclusión, incluso si no puede ser considerado un fracaso, ciertamente tampoco puede ser considerado un éxito. No hubo título de la Liga Premier, ni copa de la Liga de Campeones, ni siquiera un premio al jugador de la temporada de la Liga Premier. Nunca estuvo a la altura de aquellas expectativas iniciales. En su ocaso, Özil llegó a ser descartado y calificado como un jugador de grandes momentos, y nada más.

Sin embargo, esa parece una extraña razón para condenarlo como una decepción. Es un error común pensar que apoyar a un equipo se trata de trofeos, campeonatos y gloria. No es así. Si así fuera, millones de nosotros ni siquiera nos molestaríamos en apoyar a nuestros equipos. En realidad, se trata de inmortalizar momentos.

Ahí estuvieron los innumerables primeros toques hábiles y los cientos de pases inteligentes, de esos que solo los jugadores con los dones más inusuales pueden hacer. También estuvieron los juegos que de otra manera habrían sido tediosos —ciertamente, por lo general, contra rivales más débiles— que Özil iluminó, en especial durante sus primeras temporadas. Existió lo más importante de todo y, sin embargo, lo menos tangible: la sensación de que con él en el equipo y en el campo, algo podría suceder en cualquier momento.

Nada de eso es insignificante. Özil quizá no pudo marcar una nueva era para el Arsenal, después de todo. Tal vez ni siquiera se quedó con el equipo durante el declive. Cuando se emita el veredicto final sobre su carrera con la perspectiva del tiempo, quizá se sienta como una especie de anticlímax. Pero el viaje es tan importante como el destino, y Özil nos entregó muchos momentos en el camino.

El escudo de una tendencia

En muchos sentidos, la decisión del Inter de Milán de emprender un exhaustivo cambio de imagen debería ser bien recibida por cualquiera que tenga razones para referirse al club en inglés o en español. Resuelve un problema bastante enredado, que tiene sus raíces en el hecho de que el “Inter de Milán”, estrictamente hablando, no existe.

El nombre del club es Internazionale, que puede abreviarse, en italiano, español o inglés, como Inter. Pero no hay mención de Milán. El “Inter de Milán” es un extranjerismo generalizado, de larga data y en última instancia bastante inofensivo, pero técnicamente no es algo real, así como no lo sería el “Arsenal de Londres”.

Así que el supuesto plan del club de cambiar su nombre a Inter Milano (Inter Milán) debería, hasta cierto punto, facilitarnos todo —y es que en última instancia, ¿qué es más importante que la practicidad del mundo de habla inglesa?— del mismo modo que nos beneficiaría que el Sporting Clube de Portugal aceptara lo inevitable y comenzara a llamarse Sporting de Lisboa.

Sin embargo, los planes del Inter van más allá de su nombre. El club también tiene la intención de alterar su escudo, como lo hizo su gran rival, la Juventus, hace un par de años. Eso tampoco debería verse como algo especial: el Inter ha tenido 13 versiones de su escudo en sus 113 años de historia, aunque el estilo básico ha sido el mismo desde 1963 (con la excepción de esa rara década entre 1978 y 1988 donde los adornos de su escudo fueron remplazados por la caricatura de una serpiente).

Pero todo esto es incómodo, por dos razones. Una es la razón de todo esto: la Juventus defendió su cambio en su momento como una señal de su progresión de simple equipo de fútbol triunfador a una marca capaz de “brindar experiencias de estilo de vida”. Pero ¿qué significa eso? ¿Cómo puede la Juventus ofrecer una experiencia de estilo de vida? ¿Y cómo lo hace a través de su escudo?

La otra razón, más importante, es que un escudo es más que un logotipo corporativo. Es un símbolo de toda la historia, la emoción y la experiencia comunitaria que conforman un equipo de fútbol. Los mejores —en los que se podría incluir el del Inter— son inmediatamente identificables: tienen un glamur y un poder que solo se puede obtener a través de la tradición.

Cambiar un escudo por el deseo de volverse más reconocible no solo implica un riesgo de que suceda exactamente lo contrario —en todo caso, un nuevo escudo puede traer connotaciones más precarias— sino que también amenaza con alienar a aquellos fanáticos que sienten afinidad con el escudo actual. Peor aún, sugiere una falta de confianza en su propia historia, tradición e identidad. Parece ser un precio muy alto por los beneficios marginales, y en gran parte hipotéticos, de ser una marca de estilo de vida.

Un cuento sobre moralidad

El aspecto clave que hay que recordar, estrictamente hablando, es que no hay un villano en la historia de Moisés Caicedo. En las últimas dos semanas, he estado tratando de descifrar la razón por la que tantos clubes europeos han recibido la misma advertencia: que, a pesar del inmenso potencial de Caicedo, llegar a un acuerdo por él es demasiado complicado de lograr.

En un nivel, la razón de esto es poco notoria. El mercado de fichajes está saturado de agentes que buscan involucrarse en cualquier posible acuerdo. Se acercan a los jugadores con promesas de que pueden llevarlos a un determinado club o liga. Reciben órdenes de los clubes de vender a un jugador en un territorio específico.

En el caso de Caicedo, se cree que al menos tres agencias diferentes tienen algún tipo de derecho legal sobre su traspaso; lo más probable es que muchos más estén promocionando sus propias conexiones por toda Europa, intentando invocar un fichaje de la nada. Y, para reiterar, todo esto es (en apariencia) perfectamente aceptable en la situación actual.

El hecho de que el debate deba o no ser así es otro asunto. Desde afuera, se siente como si gran parte de esto fuera completamente innecesario, como si las autoridades del fútbol fueran vagamente cómplices en permitir que el mercado de fichajes funcione como una batalla campal. Es difícil ver cómo esto podría ser de ayuda para los jugadores. Los beneficios para los clubes tampoco quedan claros, en el mejor de los casos.

No debería ser difícil regular el proceso con un poco más de eficacia. Ciertamente, no se les debería permitir a los agentes operar para más de una parte en cualquier acuerdo. La práctica de permitir que los clubes designen agentes para que actúen en su nombre tiene sentido —les permite conservar algo de poder de negociación— pero la emisión de múltiples órdenes parece ser proclive a la complicación. Podría ayudar si los acuerdos de representación tuvieran que firmarse mucho antes de que se completaran los acuerdos.

Se espera que Caicedo encuentre su lugar ideal sin importar la disputa sobre su futuro. Brighton, el actual favorito para ficharlo, es un club bien dirigido y con visión para el futuro, muy parecido a su empleador actual, Independiente del Valle. Pero es una pena que se permita que su auge —como el abanderado de una talentosa generación de jugadores jóvenes en Ecuador— se convierta en una oportunidad un tanto de mal gusto para que mucha gente intente ganar dinero rápidamente.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2021 The New York Times Company