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Hablemos de corrupción las veces que sea necesario

La corrupción es por lejos el principal problema de nuestro país y está tan incorporada en el día a día de todo lo que nos pasa, que la mayoría de los actos corruptos ya no son advertidos.

La "anomia boba", como denominó el gran constitucionalista y filósofo del Derecho Carlos Nino en su obra "Un país al margen de la ley", es una de las causas principales de nuestro subdesarrollo.

Nino, muy crítico de la sociedad, explicaba que en Argentina nadie puede tirar la primera piedra en su relación con la ley, porque todos estamos inmersos en una dinámica social en la que, sin darnos cuenta del perjuicio que nos provoca, violamos alguna dimensión de ella. Por más pequeña que sea, en lo más cotidiano y pequeño, como en los casos más graves de corrupción, nos perjudica a todos.

Terminamos sumergidos en una serie de resultados demasiado problemáticos para el país. Nuestra expectativa sobre el comportamiento del otro es muy negativa. Resulta muy triste advertir que, muchas veces, existe un contexto cultural en el que es más costoso cumplir la ley que violarla. En algunos aspectos basta incluso con un ejercicio numérico para advertirlo (aunque lejos estoy de justificarlo).

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La corrupción se lleva el 5% del producto bruto interno a nivel mundial. Según cálculos de muchos economistas expertos, bastaría con eso para desterrar el hambre de la humanidad, proveer de salud y educación a quienes no la tienen.

Aunque muchos ponen por sobre la corrupción los problemas de inflación, pobreza, inseguridad, falta de trabajo, educación, sabemos que la corrupción potencia todos los males que están más a la vista. La corrupción profundiza la pobreza, incrementa la desigualdad y erosiona la seguridad jurídica y física. De las encuestas que se vienen haciendo desde hace años, si bien la corrupción suele estar entre los primeros problemas reconocidos, el 75% de la gente la ve pasar con indiferencia, sin alarmarse.

La corrupción no es un problema coyuntural, está fuertemente arraigada. Tiene raíces históricas, sistémicas y culturales. La buena noticia: la corrupción no tiene raigambres genéticas. Lo que sí ocurre es que se trasmite desde temprana edad y hay muchos niños que la aprenden con sus primeros pasos. Esta es una de nuestras más grandes preocupaciones.

Filosóficamente podemos asociar la corrupción con la libertad para cometerla. Las ciencias del comportamiento (disciplina relativamente nueva), estudia empíricamente los motivos de este accionar. Aquí hay varias corrientes. Hay quienes manifiestan que las condiciones personales (factores del individuo) son las que modelan la propensión al comportamiento indebido, aunque la corriente más aceptada es que el contexto social en el cual se desenvuelve la persona marcará su "apetito" para la corrupción. Entonces pareciera ser más ajustado a la realidad hablar de "actos corruptos" que "personas corruptas".

Las neurociencias por su lado demuestran que a la mayoría de las personas se nos activan ciertos mecanismos cerebrales que nos provocan un dolor similar al físico cuando presenciamos un acto de corrupción (se activan la amígdala, la ínsula, cortezas prefrontales ventrales, cortezas temporales).

Todos lo hacen ¿hacen qué?

Los hechos de corrupción llaman mucho la atención. Como hemos mencionado, producen indignación. Y muchas veces esta indignación funciona como excusa para justificar los propios comportamientos: "y, si todos lo hacen …". Pero hay otras formas de comportarse.

Está quien recibe la indirecta del policía para arreglar con unos pesos y dice "si infringí la norma, hágame la boleta". Quien devuelve el vuelto que ha recibido en exceso por error. Quien retorna la billetera del prójimo luego de encontrarla, sin revisar más que la identidad que permita localizar al dueño.

Quien defiende a una persona agredida, bajo riesgo de sufrir también agresión. Quién prefiere vivir más modestamente sin quedarse con lo ajeno. Quien prefiere trabajar duro si necesita algo más. Quien sabe que las cosas no son "sea como sea" y que "el fin no justifica los medios".

Cuando estas cosas buenas suceden y se ponen en evidencia, crean lo que llamamos "clima ético positivo" que contribuye más aún al buen comportamiento general que el efecto de las necesarias penas que deben aplicarse necesariamente al comisor de delitos. Es una especia de círculo virtuoso que, hoy más que nunca, no debemos parar de alimentar.

¿Tiene que ser así? ¿Qué podemos hacer para revertirla?

Hace décadas que frecuento grupos responsables que se preguntan esto. Mientras muchos dicen "no podemos hacer nada", "esto ya está podrido", "todos lo hacen", y otras frases por el estilo, yo me niego y me negaré a claudicar. A decir que no podemos. También me niego a esperar. Suelo decir que no debemos dejar pasar este tren, porque podría ser el último.

Lo primero que deberíamos hacer es recuperar la indignación, hablar del tema. ¿Ustedes se han dado cuenta lo que la humanidad ha logrado con determinados temas que hacen al respeto? Respondemos hoy que no nos gustan bromas que en otro momento hubiéramos dejado pasar. Indignémonos cuando sucede un acto de corrupción.

También deberíamos considerar altamente relevante educar. Formar una familia en la cual pregonemos la integridad, que eso ocurra en los colegios, y hacerlo también entre nuestros colaboradores en las organizaciones.

A los empresarios podríamos recomendar que se agrupen y se hagan fuertes, tanto para rechazar y denunciar intentos de corrupción, mejorar continuamente sus prácticas y programas anticorrupción, como también exigir integridad en su cadena de valor (proveedores, representantes, socios de negocios).