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México después del 68

México después del 68
México después del 68

La primera vez que llegué al Distrito Federal, (hoy Ciudad de México) Irene mi novia de juventud, me estaba esperando en la Central del Norte. Al bajar le pedí que fuéramos a la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.
Sábado al mediodía, el lugar estaba solo o casi solo, el silbido del viento parece acompañarse de los gritos de dolor de los asesinados por el régimen de Gustavo Díaz Ordaz. La rabia y la rebeldía corren y se entrelazan, el corazón se acelera y la garganta se hace nudo. Estoy en el lugar de la impotencia y el coraje que marcó a mi generación. Después del 68, México no fue ni será el mismo.
Recorrimos en silencio el lugar emblemático del movimiento estudiantil de 1968, año de las olimpiadas y de la represión brutal en contra de los estudiantes.
Al atardecer del 2 de octubre de 1968 ciudadanos inermes cayeron ante balas asesinas en la plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Se cortó así, de tajo y de manera brutal, un incipiente movimiento social de amplia base popular. Este evento aún retumba en la conciencia mexicana y el hecho forma parte de los momentos traumáticos que marcan la historia de las sociedades.
La acción del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz fue minimizada y ocultada por la mayor parte de los medios de comunicación de ese entonces, lo cual es natural en una sociedad permeada por la cultura del autoritarismo. De entonces a la fecha, muchas cosas han cambiado en el país, gracias a aquel movimiento social que cimbró las estructuras institucionales de México.
La ciudad es nostalgia, empuje, incertidumbre. El centro está lleno de gente, movimiento y trabajo. A mitad de la calle una señora con su anafre nos deleita con unas quesadillas de hongos, unos tlacoyos de queso con frijoles y una chaparrita de piña. Con el hambre te chupas hasta los dedos. El sillón de la sala donde vivía Irene me sirvió de cama y cobijo durante algunos meses.
En esos tiempos me incorporé como oyente a las clases y talleres que, en la escuela de Arquitectura del Autogobierno de la UNAM, impartían brillantes maestros de esa época. Carlos González Lobo, Germinal Pérez Plaja, Carlos Pradilla Cobos, Rodolfo Gómez Arias, Isaac Sigal, Ernesto de Alba, me compartieron sus conocimientos, para tener una nueva visión no solo de la Arquitectura y el Urbanismo, sino también del mundo y de la vida.

La UNAM es escuela y vida, debate y rebate, amor y pasión, es como una segunda casa o una casa siempre dispuesta a recibirte. Hay de todo y para todos, locos, cuerdos y relocos, poetas, troskos, maos, priistas, marxistas, formales, e informales, fresas y pesados, motos, remotos y rockeros, sindicalistas, anarquistas y comunistas.
Solo en un lugar como la UNAM es capaz de cobijar en su seno tan disímbolo coctel ciudadano. Las películas de los cines club estudiantiles jalan la atención de los estudiantes críticos, hay conferencias de todo tipo de temas y para todos los gustos y en Copilco nos reunimos con los miembros de los comités de lucha, para organizarnos, preparar volantes y planificar acciones de solidaridad, con todas las causas habidas y por haber.
De Lindavista a la UNAM, viajaba en el trolebús a un costo de 60 centavos y 2 horas de viaje, el cual lo aprovechaba para leer periódicos, revistas, libros de Urbanismo y panfletos libertarios. Nunca me he acostumbrado al smog, me afecta en los ojos y la respiración. De todos modos, cada viaje es una nueva experiencia, nuevas caras, nuevos ojos, nuevos gestos y de nuevo cada día es en el DF un nuevo comienzo.
Los domingos en la mañana son de antología en el DF, la pancita, los tacos de barbacoa, el champurrado, en los puestos ambulantes en plazas públicas o los desayunadores en los mercados donde todo el que entra para el vendedor se vuelve “güerito o güerita”, según sea el caso. El afecto es casi carnal, es el cariño de una población que ha sido satanizada en las provincias mexicanas, donde los “pinches chilangos” son la raza más a toda dar. Valedores, ingeniosos y chambeadores son los que yo conozco, también los hay cuentachiles y gandallas, pero son los menos y proporcionalmente el mismo porcentaje que existe en cualquier parte del país.

La tragedia del 2 de octubre dio lugar a otros momentos igualmente despreciables, como cuando muchos mexicanos, que consideraron bloqueados los métodos institucionales de participación política, se vieron forzados a enfrentar un sistema que los reprimió criminalmente y que segó la vida de cientos de compatriotas.
Honrar a los caídos en Tlatelolco representa un acto de dignidad y de reconocimiento tardío, ya que, si no es posible castigar los delitos, por lo menos admitir públicamente su monstruosidad será el camino más seguro para empezar a hacer justicia a los martirizados héroes anónimos.
Con la represión del 2 de octubre, el sistema retrasó la democratización nacional, pero no pudo impedirla. El terror, la desesperanza, la impotencia y el furor generalizados por el régimen retrasaron la gestación de una necesaria cultura participativa democrática en México.
Discrepemos abiertamente de la megalómana razón de Estado para "explicar" los hechos del 2 de octubre. Evitemos seguir siendo cómplices en el silencio cómodo de la amnesia histórica.
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