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Mi madre, su épica

Un abrazo a las madres en su día
Un abrazo a las madres en su día

Cuando liberaron Birkenau, mi madre tenía 20 años, pesaba 40 kg, llevaba a cuestas su orfandad y el doloroso recuerdo del campo de exterminio, adheridas en su mirada las densas columnas de humo e impregnado en su piel el olor penetrante de carne quemada.

Ella sobrevivió no solo por azar. Ideó un mundo fantástico. En él, su madre le susurraba melodías familiares y le ofrecía las ansiadas hogazas de pan que saciarían el hambre que acicateaba sus vísceras, la añoraba.

En 1945, la catástrofe había terminado, prisionera del horror que aún poblaba sus noches, asomó una libertad desconocida que habitaba sus días, y súbitamente encontró sentido al sinsentido, y confió en el renacimiento de un nuevo humanismo.

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Su resiliencia le permitió construir sobre las cenizas un futuro posible. Transcurrieron 75 años, la pandemia exhibió nuestra vulnerabilidad e imprevisibilidad. Nos acordonó la incertidumbre, nos acorraló la certeza de una guerra bacteriológica, el coronavirus. Tan poderoso, tan invencible y tan invisible. Nos confinaron. El encierro fue cruel e insensato y la atmósfera de terror, infundada.

El tiempo inclemente transcurrió y la plaga siguió extendiéndose como el magma de un volcán en erupción, irrumpieron los contagiados y con ellos, los fallecidos. Nuevamente el Infierno, y el Minotauro en su cueva alimentándose de nuevas víctimas. ¿Cómo recuperar normalidad, cómo pausar la anormalidad?

Y así como mi madre fue socorrida por la suya, yo recurrí a la mía en busca de las fortalezas que amorosamente me legó. Plena de gratitud, brindo por mi madre, pasado y presente, y por todas las madres que nos han inspirado y nos han ofrecido en don, las alas para volar.