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Los miedos de Cristina Kirchner y la bomba perfecta para la economía argentina

La vicepresidenta argentina Cristina Fernández, a la izquierda, y el presidente Alberto Fernández
La vicepresidenta argentina Cristina Fernández, a la izquierda, y el presidente Alberto Fernández

Fue en una reunión el 14 de agosto de 2003, apenas uno meses después de la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia. Estaban Cristian Folgar, subsecretario de Combustibles del Ministerio de Planificación, que conducía Julio De Vido, y varios empresarios del sector energético. “Es posible que en los próximos 4 o 5 años, a diferencia de lo ocurrido en los últimos 10 años, la demanda supere la oferta, con lo cual se debe administrar la escasez a través de las señales de precios”, les dijo Folgar, según consta en varios expedientes oficiales de aquella época. Incluso, meses después, en enero de 2004, los asesores legales de Folgar, Horacio Ahumada y Laura Haag, presentaron un proyecto con dos decretos, uno de ellos para normalizar precios del gas en los hogares residenciales. Nunca se implementó completamente.

El kirchnerismo siempre supo que congelar las tarifas produciría “signos de escasez y cuellos de botella”, producto de menores inversiones del sector privado, que ya comenzaban a afectar las inversiones en el sector. De hecho, el sostenimiento de esa política derivó en una crisis interna en el Gobierno. “La política tarifaria limitó la posibilidad de propiciar inversiones desde el sector privado y no promovió el consumo responsable y moderado”, escribió Matías Kulfas en su libro Los tres kirchnerismos, publicado en 2016, que le valió la furia de la vicepresidenta. “Hoy tenemos un sistema de subsidios energéticos que es pro-rico. En un país con 57% de pobreza infantil estamos gastando en subsidios de consumo de luz y de gas en una parte de nuestra población que hoy no es prioritario que reciba esos subsidios”, dijo Martín Guzmán sobre el esquema tarifario mantenido por Néstor y Cristina Kirchner durante 12 años.

¿Por qué en sus años de Gobierno no tomó la responsabilidad de dar una respuesta a la Ley de Emergencia Pública que suspendió los contratos, que, a la larga, derivó en la crisis del segundo gobierno de Cristina Kirchner y profundiza la actual?

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El politólogo Alejandro Catterberg ofreció una respuesta basada en datos. Una encuesta de 2020 realizada por Poliarquía preguntó qué impuesto tenía mayor impacto sobre los ingresos y el patrimonio de los argentinos. “El 25% respondió la luz. Cuando sumamos otras respuestas, como el gas o el agua, uno de cada tres argentinos sostiene que el impuesto que más lo afecta es, en realidad, el pago de un servicio público. Dicho de otra forma, un tercio de los argentinos no paga ningún impuesto que sea mayor que su cuenta de luz o gas, o no sabe que lo hace”, explicó Catterberg. De ambas situaciones se desprende que la decisión de congelar tarifas es una decisión política, no técnica.

Un desvío en el camino

Lo único que pudo mover al kirchnerismo de esa decisión política fue el miedo. ¿A qué? Al precio del dólar. Cumplir con el déficit fiscal de 2,5%, entre otras metas, es lo que le asegura el ingreso de dólares del FMI para sostener el “Plan Aguantar” en medio de una dinámica que aún no ha logrado modificar y que tiene en el centro a la brecha cambiaria. Un dato: el exceso de pesos y la falta de dólares -la supuesta restricción externa- son hijos de la política energética K.

Fue casi una ironía. En la presentación de ayer, los nuevos encargados de Energía en el Ministerio de Economía calificaron el nuevo esquema –la segmentación– como tarifas “justas y responsables”. ¿Es que las anteriores eran injustas e irresponsables? Es probable que los ciudadanos argentinos del interior consideraran que sí: ellos pagan mucho más de luz, de gas, y transporte desde hace mucho tiempo. Más que sus pares de AMBA, la zona que representa el 40% del padrón electoral. La decisión siempre fue política y blindó a la provincia de Buenos Aires, el lugar en el mundo de Cristina Kirchner.

Malena Galmarini, presidenta de AySA, ya sugería desde mayo pasado que las actuales tarifas no se sostenían. La factura promedio mensual por servicio, con impuestos incluidos, era en promedio menor al precio de una Coca-Cola de dos litros, sugerían en la empresa. Así lo ilustró ayer abriendo una polémica con relación a lo que se paga en el edificio Kavanagh, en el Chateau de Libertador o en una vivienda en San Isidro. Ese golpe de efecto quedó vinculado a la difusión hoy de listas desactualizadas de privados con tarifas subsidiadas en la que incluso aparecían personas ya fallecidas. En el massismo se despegaron inmediatamente del escrache organizado desde el Estado. “No queremos grieta”, dijeron.

El operativo del kirchnerismo no duró mucho. Pocos pueden creen que el usuario de luz, gas, agua o transporte, sea rico o pobre, tenga la culpa de un sistema de subsidios que entronizó el propio kirchnerismo como política social y proselitista de largo plazo, sin que el propio usuario lo hubiera nunca reclamado. “Te subsidiaban de prepo para ponerte a prueba a ver si te negabas”, ironizó el tuitero Malcom Gomez. La idea de que la culpa es del otro -los productores por los dólares, los empresarios por la inflación y ahora los usuarios por las tarifas- es un leit motiv en el manual del cristinismo.

“No es un aumento de tarifas, es una redistribución de subsidios”, dijo Galmarini, en otra frase que generó una fuerte discordia. “Marche un GPS para que los consumidores entiendan los nuevos criterios”, criticó en una red social Fernando Blanco Muiño, exdirector de Defensa al Consumidor en el gobierno de Mauricio Macri. Luego dio una pista sobre la especial semántica de la presidenta de AySA. “Hasta que no se hagan las audiencias públicas no deberían entrar en vigencia”, dijo. La “redistribución” de Galmarini elude el paso de las audiencias a las que obliga un aumento de tarifas. Eso sí, Galmarini no logró esquivar las ironías en las redes: “No es inseguridad. Es redistribución de bienes a punta de pistola”, retuiteó Javier Milei.

El debate sobre la existencia de un “tarifazo” se volvió ya abstracta. Con la actual inflación, toda suba propuesta oficial de aumento es desopilante. Para aquellos que pierden subsidios, incluidos todos los comercios, los aumentos son en sólo un mes de 21% para el gas (llega al 88% en enero); 55% para la luz y 149% para el agua, siempre según los datos oficiales que fueron difundidos. Para los primeros servicios (gas y luz) es sólo el primer tramo de más alzas. Más cuotas vendrán en el futuro cercano. El traslado a precios de los comerciantes será en varias etapas: llegará primero en el rubro específico y luego dependerá de si el panadero tiene o no margen para un pass through al valor del pan. Se menciona, por lo bajo, hasta un 0,6% mensual o 1% anual. Algunos creen que será mayor, pero se licuará con una inflación de 90%.

El ahorro en subsidios para 2022 luego de los ajustes en la luz, el gas y el agua sería de $47.000 millones, o sea, un 0,1% del PBI (algunos piensan que menos). En un año completo, sería de 0,5% del PBI, remarcaron. Bajaría el costo total de los subsidios de 3 puntos a 2,5 del PBI. El déficit fiscal primario debería ser de 2,5% este año. Ese es el costo macro de la política oficial de subsidios.

Este último es el mayor desafío del ministro de Economía, Sergio Massa, al que le falta todavía mostrar los detalles del plan fiscal para explicar cómo va a cumplir el acuerdo con el FMI (y conseguir dólares). Ayer, extrañamente, la medida más importante de su corta gestión no fue anunciada en su boletín oficial (su cuenta de Twitter). Era, claro, un trago muy difícil para un hombre cuyo latiguillo comienza con “alivio” y que suele apuntar a la clase media como focus group en sus ambiciones electoralistas.

Lo que los expertos dicen

El anuncio del equipo de Energía desconcertó a todos los especialistas. Emilio Apud los calificó como “poco claros”; Jorge Lapeña, otro exsecretario del área, dijo en Twitter: “El Powerpoint que presentó de 37 páginas es tedioso y disperso; y, más que aportar precisiones, hizo una gran contribución a la CONFUSIÓN GENERAL”. Fernando Navajas, reconocido experto de FIEL, dejó tres definiciones: 1) “Es tan poco transparente que verdaderamente no hay nadie que puede simular cuánto va a dar esto. Hay que tratar de creerles”, se resignó; 2) afirmó que se generará una “tremenda” distorsión de precios relativos al interior del sector energético; y 3) la mayor reducción de subsidios se dará en el grupo que se queda sin ningún aporte. Esto quiere decir que los topes de consumos, cree, no generarán un ahorro inicial significativo.

“Juan Domingo” (Joe) Biden acaba de tener unos de sus primeros triunfos en su tierra: se trata de una ley que promueve la mayor inversión en la historia del gobierno federal de Estados Unidos -casi US$370.000 millones de dólares- para combatir el cambio climático y acelerar la transición a una economía sustentable. La norma contempla un menú de créditos fiscales para las familias que inviertan en paneles solares, autos eléctricos y electrodomésticos que ahorren energía. La Casa Blanca, contó hoy LA NACION, espera que aliente la instalación de 950 millones de paneles solares en el país.

Mientras, el Gobierno subsidia el consumo masivo de gas. Lo hace importando barcos cotizados en dólares de Gas Natural Licuado (GNL), porque no pudo aprovechar Vaca Muerta, una de las formaciones –la segunda– de shale gas más importantes del mundo en medio de un contexto internacional –por la guerra– en la que deberían lloverle dólares al Banco Central (BCRA). Ocurre justamente lo contrario. Esa falta de divisas, esa emergencia en la que se halla el kirchnerismo en la actualidad, es la madre del aumento de tarifas anunciado ayer.