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Trabajadoras esenciales laboran con el temor del contagio del coronavirus

Para Marta Rodríguez, ayudar a pacientes muy enfermos a entender su diagnóstico se ha convertido en una rutina… pero no se ha hecho nada fácil. (Sol Cotti/The New York Times)
Para Marta Rodríguez, ayudar a pacientes muy enfermos a entender su diagnóstico se ha convertido en una rutina… pero no se ha hecho nada fácil. (Sol Cotti/The New York Times)

Cuando pensamos en los trabajadores esenciales en la vanguardia, a menudo pensamos en los doctores. Y también en las enfermeras. Sin duda.

Sin embargo, hay muchas más mujeres realizando papeles esenciales —algunos más visibles, algunos menos— que están manteniendo en funcionamiento a Estados Unidos. Son vitales mientras el país sortea el caos de la crisis.

Haya una vacuna o no —Anthony Fauci espera que para 2021—, las escuelas abran de verdad o siga habiendo una especie de purgatorio híbrido, haya guarderías o no, abran las oficinas o no, los productos de todos modos se tienen que transportar en camión; las comidas de todos modos se tienen que preparar y los alimentos que entregar. La gente de la tercera edad de cualquier manera necesitará atención. Y los funerales no cesarán.

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Este año, The New York Times realizó un análisis en el que los datos del censo se cotejaron con los lineamientos del gobierno federal y reveló que uno de cada tres empleos a cargo de mujeres es designado como esencial. Y lo más probable es que lo haga una mujer de color.

A continuación presentamos unas cuantas de sus historias. Algunas de estas mujeres han tenido problemas para encontrar equipo de protección que las mantenga a salvo a ellas y a sus seres queridos. Otras han estado cara a cara con gente a la que no le interesa usar mascarilla. Algunas se han encontrado consolando a personas en duelo, tranquilizando a los adultos mayores y apoyando a los enfermos. Todo esto es un trabajo difícil y agotador.

No obstante, a pesar de la angustia y los retos, muchas han observado destellos de bondad cuando las saludan desde el otro lado de un vestíbulo, con una sonrisa, un “gracias”, un simple gesto de generosidad. Casi en su totalidad, estos trabajos vitales no son glamorosos ni bien pagados. Sin embargo, son cruciales. Inclusive, mientras el virus parece no terminar nunca, y la fatiga de la nación aumenta poco a poco, tal vez nunca hayan sido más cruciales.

— FRANCESCA DONNER, editora, In Her Words

Fue testigo del daño de la pandemia desde el interior de una funeraria

Ashley Reynolds es una de los 3,7 millones de alumnos de último año de bachillerato en Estados Unidos que vieron cómo se cancelaban sus celebraciones esta temporada; también es una trabajadora esencial. (Sol Cotti/The New York Times)
Ashley Reynolds es una de los 3,7 millones de alumnos de último año de bachillerato en Estados Unidos que vieron cómo se cancelaban sus celebraciones esta temporada; también es una trabajadora esencial. (Sol Cotti/The New York Times)

Cuando surgieron las noticias sobre un nuevo coronavirus en China, Stephanie García, de 24 años, una directora funeraria del Servicio Funerario Internacional de Nueva York en Brooklyn, no supo qué pensar. Se sintió asustada y confundida, sin comprender del todo cómo una amenaza tan distante e invisible podría afectar a Nueva York.

Sin embargo, el virus llegó a Estados Unidos y la ciudad de Nueva York se convirtió rápidamente en su epicentro.

“Nunca creí que la situación fuera a ponerse tan mala”, comentó García, quien se estaba encargando de hasta catorce funerales en una semana, en comparación con un promedio de cuatro a la semana antes de la pandemia.

La industria de la atención a los muertos recibió un golpe especialmente duro debido al aumento repentino de los decesos, en particular la ciudad de Nueva York, donde ha habido más de 23.000 muertes. En el punto más álgido de la crisis, las funerarias de la ciudad, atrapadas entre los hospitales abarrotados y los panteones saturados, estuvieron a su máxima capacidad, y los casos siguieron llegando a raudales.

Los empleados en la industria de la atención a los muertos son parte del último servicio de emergencia en las primeras líneas. A García y sus colegas les asignaron turnos de doce horas… mínimo. Y, a pesar de todo, había días en los que García manejaba hasta el trabajo y observaba destellos de la vida que avanzaba como si una pandemia no estuviera destrozando la ciudad.

“Veo a toda esta gente que no se lo toma en serio”, comentó García. “Es una locura porque en este momento yo estoy viviendo una pesadilla”.

García es directora de una funeraria en una industria dominada por hombres blancos. De acuerdo con la Asociación Nacional de Directores de Funerarias, la industria está conformada por casi un 80 por ciento de hombres, aunque en Estados Unidos el 70 por ciento de la gente que se gradúa de los programas para formar directores de funerarias son mujeres.

García ha estado en el negocio de los funerales desde hace unos cuatro años. Como directora, guía a las familias por el proceso de cuidar a alguien que ha muerto: recuperar el cuerpo; llenar los formularios; hacer los arreglos para los funerales; organizar las cremaciones y los entierros. El trabajo está tan relacionado con llevarles dignidad a los fallecidos como con cuidar a los vivos.

A medida que aumentaba el número de muertos en la ciudad de Nueva York, su funeraria atendió cientos de cuerpos: cerca de 200, según cálculos de García. Los cementerios y los crematorios de la zona estuvieron llenos durante semanas, incluso García y sus colegas tuvieron que prohibirles la entrada a las familias. Pero el teléfono seguía sonando.

Para satisfacer la demanda, su jefe rentó un camión refrigerado que zumbaba sobre la acera al lado de la funeraria. Sus colegas sufrían de estrés y estaban al borde del agotamiento. García se preguntaba cómo lograrían salir adelante.

“He llorado porque hemos rechazado familias, pues no somos capaces de encargarnos de sus seres queridos”, comentó.

Cuando García llegaba a casa del trabajo, se desnudaba en la puerta y se metía a la ducha inmediatamente.

Su rutina de cuidado personal incluye armar rompecabezas, algo que la ha mantenido cuerda mientras intenta distraerse del dolor de su trabajo.

“Si tan solo vieras lo que veo, querrías irte a casa”, comentó Garcia.

— ALEXANDRA E. PETRI

“¿Nunca has tenido ganas de renunciar a todo?”, último año de bachillerato en la vanguardia

Cuando era pequeña, Ashley Reynolds se acostumbró a marcar los ritos de paso bajo la sombra del fantasma de su hermano mayor.

Jeff Jr., nombrado así en honor a su padre, recibió un disparo en una fiesta casera cuando tenía 18 años y Reynolds tenía 3. Desde entonces, en todas las fiestas de cumpleaños y navideñas, ha tenido una sensación de dolor mezclada con alegría, porque sabe que sus padres desearían que Jeff Jr. también pudiera estar ahí para celebrar (ahora tendría 33 años).

No obstante, se suponía que la graduación del bachillerato iba a ser su día. Iba a ser el primer retoño de su madre en cruzar esa etapa. Comenzó a contar los días. Luego el coronavirus llegó a Birmingham, Alabama.

“¿Nunca has tenido ganas de renunciar a todo?”, preguntó Reynolds, de 18 años, en una entrevista celebrada a inicios de mayo. “Siento que estoy decepcionando a mi familia al no caminar por ese escenario, ya que mi hermano nunca tuvo la oportunidad de hacerlo”.

Reynolds es una de los 3,7 millones de miembros de la generación del COVID-19. Durante los primeros meses de la pandemia, también fue una de los 24 millones de trabajadores del país en la vanguardia. Más de la mitad de la fuerza laboral esencial está compuesta de mujeres, y más de una tercera parte es afroestadounidense, como Reynolds. Aunque el último año de Reynolds cambió drásticamente, se mantuvo su turno diario como trabajadora de comida rápida en McDonald’s, con 30 horas de trabajo a la semana.

Cuando la orden de permanecer en casa entró en vigor en Alabama, vio con decepción cómo cancelaban los eventos de su calendario. La escuela recurrió al aprendizaje remoto. El baile de graduación quedó volando en el aire. El curso que estaba tomando para convertirse en asistente de enfermería certificada fue suspendido.

Sin embargo, al ser considerada trabajadora esencial, no podía estar en cuarentena, como la mayoría de sus amigos. Viajaba diario al trabajo para cumplir su turno en McDonald’s.

Todos los estresores normales del trabajo —clientes irritables, compañeros de trabajo desordenados— se amplificaron durante la pandemia, comentó. Y muchos de sus clientes se negaban a seguir los lineamientos de la distancia social. “no entienden la gravedad de la situación”, opinó. “Los clientes no quieren seguir órdenes. No creen en las reglas de los dos metros de distancia”.

Reynolds ha seguido de cerca las noticias sobre la propagación de COVID-19 y su efecto desproporcionado en los adultos mayores y la gente negra. Antes de que cancelaran su curso de enfermería, se ofreció como voluntaria para ir una vez a la semana a un asilo local de ancianos.

Ahora, en un giro afortunado, Reynolds comenzó un nuevo trabajo, en el que gana 10,71 dólares la hora como asistente de enfermería en el mismo asilo. Brinda consuelo a los adultos mayores que no pueden recibir visitas familiares por culpa del COVID-19.

Y en otro giro inesperado: después de todo, sí tuvo una graduación. Cuando Alabama comenzó la reapertura a finales de mayo, su escuela celebró una ceremonia, más pequeña de lo que se había planeado en un principio. “No fue lo mejor, pero fue algo”, admitió.

Reynolds mantiene la mirada fija en un futuro pospandémico, con la esperanza de empezar clases en el otoño en el campus del Colegio de Talladega. No obstante, sabe que su madre está nerviosa de pensar en el día en que se despedirán en el campus. “¿Conoces ese sentimiento de cuando los padres no te quieren dejar ir?”, comentó. “Eso tiene mi mamá”.

— EMMA GOLDBERG

Por qué una intérprete médica se sintió ‘desechable’ en medio de la crisis de COVID-19

Para Marta Rodríguez, una intérprete hospitalaria, ayudar a pacientes muy enfermos a entender su diagnóstico se ha convertido en una rutina… pero no se ha hecho nada fácil. Rodríguez usa un truco cuando piensa que está a punto de llorar: “Me clavo las uñas en la mano”, confesó. “Hago algo para detener las lágrimas porque, si colapso, entonces no haré un buen trabajo”.

Rodríguez ha realizado esta labor durante más de 30 años, ayudando a entre 20 y 30 pacientes cada semana con la interpretación de lo que dicen doctores y enfermeras.

La pandemia del coronavirus le ha demostrado a Rodríguez la urgencia con la que se necesita su trabajo. El número de muertos a causa del coronavirus entre la gente hispana es al menos seis veces mayor que el de los estadounidenses blancos, para los adultos de entre 45 y 54 años. Además, los estudios han demostrado que los pacientes con una competencia limitada en el inglés experimentan resultados de salud adversos en una tasa mucho mayor que la de los angloparlantes, por eso dependen de los intérpretes como Rodríguez para que les ayuden a cerrar la brecha.

La familia de Rodríguez se mudó de Costa Rica al vecindario de Jamaica Plains en Boston cuando ella tenía 10 años. Su padre lavaba platos en un restaurante y su madre trabajaba de niñera. Rodríguez aprendió inglés el primer verano que vivió en Estados Unidos, porque una monja de su escuela católica, la hermana Louise, le dijo que debía asegurarse de hablar de manera fluida para el comienzo del año escolar.

Aunque sus padres llegaron a Estados Unidos en busca de oportunidades económicas para sus hijos, Rodríguez cree que, de haberse quedado en Costa Rica, habría sido doctora, el que fuera el trabajo de sus sueños en un inicio. En Estados Unidos, estudiar para médico era demasiado caro; incluso cuando lo consideró hace décadas, la deuda media de los graduados de la escuela de medicina era de 18.652 dólares, y debía completar al menos tres años más de capacitación después de eso.

Aunque pasó muchos años ocupándose de todo tipo de enfermedades y lesiones, trabajando en diversos departamentos de especialidades en hospitales, los meses recientes se ha enfocado principalmente en la atención de pacientes con COVID-19. Además, claro está, el brote del coronavirus ha provocado que ella y sus colegas se preocupen por su propia salud, así como la de sus pacientes. A inicios de marzo, Rodríguez se enteró de que no había más mascarillas para todos los miembros del personal del hospital; como muchas instituciones en todo el país, el hospital tuvo dificultades para garantizar los niveles adecuados de equipo de protección personal, conocido como EPP.

“Me sentí desechable”, admitió Rodríguez. Dos de sus colegas enfermaron de COVID-19. Aunque ambos sobrevivieron, Rodríguez mencionó que el sentimiento de temor era palpable entre sus compañeros de trabajo, en especial mientras veían cómo se enfermaban sus propios familiares y miembros de la comunidad.

“Estoy haciendo todo lo posible por no contagiarme de COVID-19 pero, si es la voluntad de Dios, es la voluntad de Dios”, comentó Rodríguez. “Pero no quiero llevarlo a casa. Hay mucha gente que depende de mí”.

Sin embargo, la pandemia también ha fortalecido los vínculos en la comunidad de 35 intérpretes a la que pertenece Rodríguez, pues se ofrecen apoyo emocional los unos a los otros. “Hay una licorería en la esquina y los días más difíciles decimos: ‘Vamos a la esquina’”, señaló Rodríguez. “Tenemos miedo, pues no sabemos si nos contagiaremos del virus, pero estamos conteniendo esos sentimientos”.

— EMMA GOLDBERG

¿Cómo diriges una respuesta estatal en contra del coronavirus? Pregúntale

Hace unos pocos meses, los cuatro hijos de la doctora Ngozi Ezike —de 18, 16, 13 y 11— la sentaron para exponer una presentación de PowerPoint que habían creado. Era una evaluación detallada de cómo le estaba yendo en su trabajo como líder del Departamento de Salud Pública de Illinois.

“Sentí que me dijeron: ‘Bien, estamos muy orgullosos de que estés haciendo este trabajo importante. Es increíble que salgas en la televisión’”, recordó Ezike. “‘Pero ya estamos hartos de todo eso’”.

Su queja principal: ya nunca estaba en casa. Aunque los amigos de la familia estaban llenando el vacío, viendo cómo les iba y dejándoles regalos de vez en cuando, sentían que no habían visto a su mamá en semanas. Y cuando sí estaba en casa, se quedaba hablando por teléfono hasta entrada la noche.

“Me lo desglosaron desde su perspectiva”, comentó Ezike en una reciente entrevista telefónica, la cual tuvo el tino de ocurrir el mismo día del cumpleaños de su hijo más pequeño. “Me dolió”.

“Pero espero que con el tiempo entiendan mejor por qué tuve que sacrificar tanto tiempo estando lejos de ellos”.

Como Ezike, las mujeres de todo el país han estado en la vanguardia de las respuestas estatales de emergencia que consumen las 24 horas del día: más del 60 por ciento de los directores estatales de Salud son mujeres, de acuerdo con Barbara Lee Family Foundation.

Al ser funcionarios designados y no electos, los directores estatales de Salud suelen tener un papel tras bambalinas, identificando, monitoreando y planeando intervenciones en torno a los riesgos para la salud pública. No obstante, esta crisis los ha catapultado al centro de la atención, hombro con hombro con gobernadores y alcaldes, para convertirlos de la noche a la mañana en algunos de los rostros más reconocibles del país. Los directores estatales de Salud tienen como labor reunir datos y elaborar propuestas de políticas para asesorar a los gobernadores y al resto del estado en cosas como cuándo realizar un cierre de emergencia, cómo reabrir negocios de manera segura y dónde instalar sitios para hacer pruebas.

Sin embargo, en un entorno inflamable lleno de nerviosismo exaltado y cada vez más choques partidistas sobre las medidas de emergencia que se ponen en vigor, cada uno de sus movimientos y declaraciones es escudriñado y diseccionado desde todos los ángulos.

“Intento simplemente decir cuáles son las medidas correctas y dejar que los políticos hagan lo que tengan que hacer”, comentó Ezike. “Nadie está cien por ciento seguro sobre cuál es el rumbo adecuado: estamos construyendo el avión mientras intentamos volarlo”.

La críticas que recibe su equipo —y hay muchas, en particular por la reapertura de la economía— se equilibran con las “muchas cartas y tarjetas de apoyo y ánimo” que les envían a sus oficinas, agregó.

En Illinois, hasta la fecha, ha habido más de 180.000 casos de coronavirus y más de 7000 muertes, por lo tanto, la tasa de letalidad del estado es de unas 61 muertes por cada 100.000 contagiados.

Sin embargo, Illinois también tiene algunas de las poblaciones negras e hispanas más grandes del país: comunidades que, de acuerdo con los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, corren un mayor riesgo de morir a causa de la enfermedad, en parte por las desigualdades que existen desde hace tiempo y han dificultado el acceso a la atención médica.

“Este virus no creó desigualdades sanitarias”, opinó Ezike. “Simplemente las magnificó”.

— ALISHA HARIDASANI GUPTA

Esta repartidora de comida no dejará que el coronavirus se interponga en su camino

Cuando D’Shea Grant tiene un día difícil, escucha a Mary J. Blige. Últimamente, la ha escuchado mucho.

Grant, de 41 años, tiene dos empleos que se sienten de tiempo completo: durante el día, cuida a su hija, De’Onna, de 20 años, quien tiene parálisis cerebral. De noche, reparte comida por medio de DoorDash, una aplicación de entrega de alimentos. En medio, aprovecha para dormir.

Grant, quien vive en la ciudad de Nueva York, es una de las más o menos 200.000 repartidores de comida a domicilio del país; en las aplicaciones de entrega de alimentos, la mayoría son mujeres. En DoorDash, las mujeres representan más de la mitad de sus “dashers” en las zonas suburbanas y más del 60 por ciento en las ciudades. Grant asegura que le gusta la flexibilidad del trabajo, pues le permite pasar el día con su hija en casa.

No obstante, claro está, la pandemia ha complicado más todo.

Ahora, sus entregas tardan más, debido a la rutina de desinfección que realiza entre cada una de ellas. Sus clientes están con los pelos de punta, y Grant también. Le cuesta que su hija mantenga la concentración durante sus clases virtuales y le preocupa que el cierre de las escuelas pueda retrasar la graduación de De’Onna, programada para el próximo año.

Salir de casa para comenzar su turno en DoorDash no le es sencillo, porque está muy consciente de todas las maneras en las que puede estar expuesta al virus mientras trabaja. Y ahora es uno de los trabajadores de la primera línea en Nueva York: más de un millón de trabajadores esenciales, o el 25 por ciento de la fuerza laboral de la ciudad. Grant se moviliza en auto, un Acura MDX que compró en 2006.

“¿Que si alguna vez he cambiado de rodada? Claro que no”, se rio (“Pero al principio pensé que me habías preguntado que, ¡si alguna vez les había dado una probada! ¡Claro que no!”).

Las noches son largas, así que encuentra motivos para decir chistes durante sus turnos de entrega. Le gusta cantar con Lil Duval: “No iré de aquí para allá contigo / ¡Estoy en mi mejor momento!”.

Las respuestas de la gente cuando entrega sus pedidos (pizza, ensalada, lo mein) le ayudan en esas noches largas. Le gusta hacer contacto visual con sus clientes desde el otro lado del vestíbulo, aunque no puedan interactuar. “Te hacen una señal de ‘gracias’ y por su lenguaje corporal te das cuenta de que están felices de que haya llegado su comida caliente”, comentó Grant.

Esa actitud de agradecer y apreciar va mucho más allá de un billete de dólar”, agregó.

No obstante, por supuesto que las propinas también son importantes. Por fortuna, algunos clientes han aumentado sus propinas. En una buena noche, de su turno de siete horas, Grant se lleva a casa entre 110 y 160 dólares, incluidos sueldo y propinas. Su madre cuida a De’Onna mientras trabaja.

Se supone que De’Onna se va a graduar el próximo junio de la escuela pública 233 en South Jamaica, Queens, una escuela que da servicio a estudiantes con necesidades especiales.

“Espero que podamos regresar a nuestra rutina para que De’Onna pueda tomar el autobús y presuma su nueva silla de ruedas”, comentó.

Llega la noche, y Grant se prepara para salir. Se despide de un beso de su hija. Luego saca su mascarilla y sus guantes, y reza una oración. “No tengo miedo; soy precavida”, dijo. “Porque el miedo nos detiene, y no quiero que nada me detenga para brindarles ayuda a otros”.

— EMMA GOLDBERG

© 2020 The New York Times Company