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Solo en un nuevo mundo con grandes espacios abiertos y ovejas

Ovejas pastan en una cuenca de gran altitud en las montañas San Juan al oeste de Colorado, el 23 de agosto de 2022. (William Woody/The New York Times)
Ovejas pastan en una cuenca de gran altitud en las montañas San Juan al oeste de Colorado, el 23 de agosto de 2022. (William Woody/The New York Times)

ENGINEER PASS, Colorado — Los balidos y campanas parecían desvanecerse y el oído entrenado del pastor detectó que su rebaño se desviaba del camino a casa, pues aquella era la banda sonora de su vida en las montañas Rocosas. “Hay que pastorear al rebaño”, dijo en español, mientras se apresuraba a subir a una colina a cuyas faldas había un prado.

Entonces el pastor, Ricardo Mendoza, silbó con fuerza y les ordenó a sus dos perros que arrearan a sus 1700 ovejas para que se acercaran a su campito, una cabaña pequeña con una sola palabra, “HOME”, descolorida por el sol, sobre la puerta. Su patrón la había construido al final de una carretera sinuosa de terracería, utilizada por los mineros del siglo XIX, que lleva hasta este paso ubicado a casi 4000 metros de altura poco antes de que Mendoza llegara con su caballo, su mula de carga, sus perros y sus ovejas, dispuesto a instalarse en el último puesto de su viaje nómada estacional, unos 104 kilómetros al norte de Durango, en el oeste de Colorado.

Mendoza, de 46 años, ha pasado la mayor parte de la última década viviendo en estas montañas escarpadas y remotas de la primavera al otoño, pastoreando ovejas criadas para obtener lana y carne. “Vives en completa soledad, solo tú, tus animales y tus pensamientos”, dice, con la mirada fija en la tundra barrida por el viento bajo los elevados picos Uncompahgre y Wetterhorn.

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Él es uno de los 2000 pastores, la mayoría de Perú, de los que depende la industria ovina estadounidense, traídos a Estados Unidos con visas temporales que se le otorgan a quienes realizan un trabajo agrícola agotador que muchos estadounidenses evitan.

En los elevados desiertos y montañas del Oeste, hombres como Mendoza viven en tiendas de campaña y diminutas casas rodantes durante meses sin agua corriente, baños ni otras comodidades básicas. A menudo van peregrinando a pie con sus rebaños, tal como las anteriores generaciones de pastores inmigrantes, realizando un trabajo que ha perdurado desde los tiempos bíblicos.

“El pastoreo no ha cambiado. No ha cambiado nada”, afirma Dominic Inda, el jefe de Mendoza, cuyo padre y dos tíos llegaron a Colorado desde España a principios de los años sesenta para pastorear ovejas.

En la mayoría de los estados, los pastores ganan 1807,23 dólares mensuales, el salario mínimo estipulado por el Departamento de Trabajo basado en una semana laboral de 48 horas.

Ovejas pastan en una cuenca de gran altitud en las montañas San Juan al oeste de Colorado, el 23 de agosto de 2022. (William Woody/The New York Times)
Ovejas pastan en una cuenca de gran altitud en las montañas San Juan al oeste de Colorado, el 23 de agosto de 2022. (William Woody/The New York Times)

En junio, un grupo de activistas presentó una demanda ante un tribunal federal de Nevada contra la Western Range Association, en la cual acusan a sus miembros ganaderos de confabularse para suprimir los salarios de los pastores al coordinarse para pagarles “el mínimo o casi el mínimo legal”. La asociación, que trae trabajadores a Estados Unidos con visas H-2A para que laboren en los ranchos de 13 estados, pidió al tribunal que desestime el caso.

Mendoza dijo que ganaba 2231 dólares al mes.

“Aquí no hay día libre, ni fines de semana, ni tiempo de ocio”, dijo Mendoza, quien llevaba un suéter de cuello de tortuga y un overol verde bajo una chamarra gruesa de camuflaje, un día reciente de finales de verano, en el que la temperatura cambia con el más mínimo movimiento del sol. Comentó que siempre estaba de guardia, las 24 horas del día, porque había que proteger a las ovejas en todo momento.

Las dóciles criaturas son presa fácil de los depredadores. El pastor lleva consigo un rifle calibre .30-06 con el que dice haber ultimado a ocho osos y casi a la misma cantidad de coyotes.

Mencionó que, aunque no estuviera viendo a las ovejas, estaba muy atento. El sombrero de fieltro sobre su gorro de lana le daba un aire regio.

La última vez que Mendoza estuvo con su familia, conforme a los términos de su visa, fue hace casi tres años por tres meses. Luego, partió de su casa en Huancayo, en la sierra central de Perú, para trabajar durante otros tres años para la familia Inda; las estancias de tres años de los pastores también han sido objeto de una demanda.

Si no fuera por los senderistas y los que suben en cuatrimoto o bicicleta la montaña, cualquiera que visitara su campamento pensaría que ha hecho un viaje al pasado.

Hace más de un siglo, migrantes procedentes de las escarpadas islas griegas y de los Pirineos de España y Francia recorrieron por primera vez estas mismas tierras federales, pastoreando a las ovejas voraces. Como los titulares de las visas de hoy, la mayoría aprendió el oficio en la práctica.

Para John Bieter, profesor de historia vasca de la Universidad Estatal de Boise, “estas personas tenían poca educación y oportunidades en el Viejo Mundo. La meta principal era ganar todo el dinero que fuera posible. La mayoría tenía la intención de regresar”.

Los pastores de generaciones pasadas se enfrentaban a largas temporadas de soledad, que quedaban registradas en los álamos con sus nombres y las fechas en las que pasaban por ahí, además de reflexiones sobre su tierra natal y, a veces, imágenes eróticas de mujeres.

Como podían optar por la residencia permanente en Estados Unidos, a la que no tienen derecho por ley los actuales trabajadores con visas temporales, muchos pastores europeos acabaron quedándose y echaron raíces en su país de adopción. Gracias a la constante demanda de lana y carne de cordero, prosperaron.

Los empresarios nómadas más establecidos acumularon vastas extensiones de tierra.

A medida que los productos sintéticos desplazaron a la lana y los estadounidenses optaron cada vez más por la carne de res, pollo y cerdo, algunos decidieron aprovechar la entonces incipiente industria de la recreación al aire libre de Colorado.

Los Jouflas, provenientes de Grecia, pastoreaban ovejas en el valle de Vail, que se convertiría en una meca del esquí, el balsismo, el senderismo y el ciclismo. Los hermanos Aldasoro, un par de emprendedores de la región vasca, invirtieron en inmuebles y turismo en Telluride, otrora un campo minero enclavado en las escarpadas montañas que evolucionaron para atraer a la realeza de Hollywood y a esquiadores adinerados.

Andew Guillford, autor de “The Woolly West”, afirma que algunas de estas familias ahora tienen todo un feudo y se han convertido en la adinerada nobleza terrateniente, justo en partes remotas del Oeste del país en tierras que nadie quería.

Otros, como la familia Inda, no han dejado el pastoreo. Pero, en los ochenta, ante la escasez de estadounidenses deseosos de desempeñar el oficio, comenzaron a reclutar trabajadores de México y después de Sudamérica.

Mendoza, cuya familia en Perú tenía algunas vacas lecheras, ovejas y mulas, se enteró de la oportunidad de pastorear por un amigo. Fue a la Embajada de Estados Unidos en Lima, donde le mostraron un video sobre ser pastor o borreguero.

Firmó su primer contrato en 2014 y así pudo enviarles dinero a su madre y sus tres hijos, lo cual les permitió lo que él nunca pudo hacer: estudiar. En el invierno, cuando no está solo en las montañas, ayuda con el cuidado de las ovejas en el rancho de la familia Inda.

Habla con su familia más o menos una vez a la semana, dependiendo de si su teléfono celular, que carga con una batería solar, tiene cobertura. Dice que los extraña y que tiene ganas de comer papaya, piña y quinoa, un alimento básico peruano.

Pero, la mayor parte del tiempo, su hogar son las montañas de San Juan, donde cascadas plateadas descienden por la roca, arcoíris dobles adornan el cielo y su familia, dice, son sus dos perros pastores blanco y negro, Lacey y Rayo.

“Hablo con ellos como si fueran personas y me escuchan. Me conocen mejor que nadie. Conocen mis secretos”, comenta.

Mendoza ha recorrido algunos de los mismos caminos que el padre y los tíos de Dominic Inda, de 38 años, el ganadero de ovejas que es su patrón. Juan Inda, de 77 años, era el más joven de los tres hermanos vascos que llegaron a Colorado hace 60 años. Pero, a diferencia de ellos, Mendoza no cree obtener la ciudadanía estadounidense en el futuro.

Las personas con visados H-2A no califican para obtener una green card, el primer paso para conseguir la ciudadanía. Para convertirse en residentes permanentes, los pastores deben ser auspiciados por sus empleadores, algo que Mendoza y otros pastores dicen que los ganaderos no están dispuestos a hacer.

“Le he pedido a mi jefe que me arregle los papeles”, dijo, refiriéndose a su estatus migratorio, “pero no creo que lo haga”.

Contó que los únicos pastores de ovejas que conoce que acabaron consiguiendo la residencia en Estados Unidos eran mojados, es decir, indocumentados. Dejaron de pastorear, trabajaron sin papeles en otra cosa y acabaron por casarse con estadounidenses, con lo cual obtuvieron la ciudadanía.

Inda, quien da trabajo a seis pastores con visas temporales, afirmó que había iniciado el proceso de solicitud de green card para Mendoza y otro, pero tuvo que interrumpirlo porque la demanda de corderos y lana disminuyó.

“Ha sido un año duro y es difícil hacer las cosas que tengo que hacer con el abogado”, explicó.

Desde que está en el extranjero, Mendoza se ha perdido los años de formación de sus tres hijos. Una green card le permitiría visitar Perú en la Navidad, las celebraciones familiares y los funerales.

A veces pasa semanas sin ver a nadie. Pero ahora, muy por encima de la línea de los árboles, podía ver otro rebaño en la distancia y la tienda blanca de un amigo al que Mendoza dijo que esperaba ver en unos días. Intercambian historias de encuentros con osos y coyotes y otros pormenores.

Cada año, cuando las primeras nevadas pintan de blanco las praderas, Mendoza conduce a las ovejas cuesta abajo hasta el rancho, donde las esquilan y aparean, para que den a luz antes de regresar a las montañas.

Una tarde reciente, seguía pastoreando al rebaño de un campo a otro con Lacey y Rayo. Cuando los perros ladraron y empezaron a corretearlas, las ovejas sentadas se pusieron de pie y pronto el rebaño se agrupó, moviéndose al unísono.

Después, Mendoza subió a la montaña en busca de ovejas descarriadas. En un santiamén, estaba en lo alto de un risco, con el rifle sobre los hombros y los binoculares colgándole del cuello. Su cuerpo delgado se perdía en la inmensidad, con los perros a sus pies.

© 2022 The New York Times Company