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Opinión | El espectáculo de la política

Mario Vargas Llosa en un espléndido artículo publicado que publicó la revista “Letras Libres”, hace diez años, analiza lo que llama “La Civilización del Espectáculo”. Revisa la banalización del arte y la literatura, el amarillismo en la prensa; además la frivolidad de la política. Estos y otros signos muestran la enfermedad de nuestro tiempo y de nuestras sociedades. Es momento dar la medicina adecuada. El suero de la educación y la cultura es la preparación para atender la enfermedad. La enferma muestra síntomas de un mal mayor: el empoderamiento de lo efímero, irresponsabilidad, o como lo señala Vargas Llosa, la decadente idea: pasársela bien.

Espectáculo es un montaje para entretener, divertir, dejar el aburrimiento, no le veo problema, es solo una de las opciones que debe ofrecer una sociedad democrática. Hacer el espectáculo eje de la convivencia ha conducido al cinismo, a una cultura sin valores, comportamientos frívolos, ceguera ante la realidad, interpretaciones irresponsables, al chisme, al escándalo. Lo más vendido es el bullicio de la vida de los famosos. Como olvidar que la muerte casi 90 mil personas por coronavirus refrenda la impunidad; en cambio el espectáculo discursivo del Dr. López-Gatell ocupa la atención del colectivo y peor aún de la autoridad. La industria del entretenimiento crece en proporción exponencial, merced a la magia de la publicidad, eje y esencia de nuestro tiempo. La diversión es la preocupación del consiente social; condenar el aburrimiento es lo de hoy.

Hoy el discurso político no se hace a partir de ideas que empaten problemas y soluciones; no considera, esperanza, aspiraciones, sinergias sociales. El “logos” político toma el espectáculo y la frivolidad. Señala lo intrascendente, lo vigente y lleno de morbo, para manipular simpatía y reflectores para contender por el poder público. Los políticos de todas las ideologías, recuerde, condenaron las muertes de niños de la guardería en Hermosillo, emplearon sus mejores frases, las elevaron a los espectaculares, llenaron las “ocho columnas”, hablaron desde su celular a las cabinas radiofónicas, se hicieron entrevistar en la televisión. Lamentablemente el caso infame dejó de ser un espectáculo, extravió su interés político, ya no da rendimientos.

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La democratización de la cultura es uno de los fenómenos más interesantes de la humanidad, sólo que actualmente la lectura ha sido cancelada por la comodidad audiovisual, la analogía fue sustituida por lo digital. La cultura no puede ser patrimonio de nadie, ni de pocos, debe estar al alcance del pueblo, precisamente a través de la educación, las artes, las letras, la imaginación, la creatividad. Esta es una de los pilares de la política, un torrente inextinguible para esculpir las formas de la convivencia solidaria; en ella la ética, es decir, el carácter, se avitualla de lo necesario para crear valores de tendencia, se atreve a hacer y ser lo que quiere el colectivo, que: la política sea un esquema de mejor vida social; que la cultura sea todas las manifestaciones del ser humano: lenguas, creencias, usos, costumbres…, todo, no solamente las manifestaciones estéticas. Los haberes del político no pueden estar sustentados en el mundo “light”, pues todo se torna leve, sin importancia. Pero lo más anémico es su propio discurso.

La crítica es esencia del discurso político, no es un tema reservado para la academia y sus universidades; la crítica camina las avenidas del periodismo, en general de los medios de comunicación, que requieren del empuje político para que se haga a fondo y de frente al público. En ese periplo el fortalecimiento de la obra editorial, las manifestaciones de culturas populares son fundamentales para empoderar el discurso del político. El vacío dejado por la desaparición de la crítica dejó la puerta abierta a la propaganda y la publicidad. Sin duda, la publicidad ejerce una influencia decisiva en los gustos, la sensibilidad, la imaginación y las costumbres, precisamente por ello requiere un renacimiento humanizado de la política. No puede pasar de moda la preocupante tarea de pensar, y para su refinamiento leer, escribir, recuperar la fuerza de la razón cordial, la acción argumentativa, la ética del discurso. No es sano dejar en manos de las agencias publicitarias la imaginación política. En “la civilización del espectáculo” la política ha experimentado una banalización, lo mismo que la literatura, el cine y las artes plásticas, lo que significa que la publicidad y sus eslóganes, lugares comunes, frivolidades, ocupan casi enteramente el quehacer que antes estaba dedicado a razones, programas, ideas y doctrinas. El político de nuestros días, si quiere conservar su popularidad, está obligado a dar una atención primordial al gesto y a la forma de sus presentaciones, a sus valores, convicciones y principios. La política no es un juego de ingenio, es el juego mismo, no depende de la circunstancia, es la circunstancia misma. Es el ciudadano quien deberá demandar un nuevo rostro político.