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Opinión: La guerra de Putin es un crimen contra del planeta

No es que hubiera un buen momento para la invasión inmerecida e idiota de Vladimir Putin a Ucrania. Pero este es un momento especialmente malo. Porque desvía la atención y los recursos que se necesitan de la comunidad internacional para mitigar el cambio climático, durante la que quizá sea la última década en que tengamos la oportunidad de controlar los fenómenos meteorológicos extremos que ya son inevitables y evitar los que podrían volverse incontrolables.

Desafortunadamente, lo que sucede entre Ucrania y Rusia no se queda entre Ucrania y Rusia. Y es que la Tierra es más plana que nunca.

Hemos conectado a tantas personas, lugares y mercados con tantas otras personas, lugares y mercados —y luego hemos eliminado tantos de los viejos amortiguadores que nos protegían de los excesos ajenos y los hemos remplazado con aceite— que la inestabilidad en un nodo ahora puede llegar muy lejos y muy rápido a lo ancho y largo.

Por eso he dicho que el ataque de Rusia contra Ucrania es la verdadera Primera Guerra Mundial. Dos tercios de las personas del planeta ahora pueden verla en sus teléfonos, y prácticamente todos han sido o serán afectados por esta guerra en términos económicos, geopolíticos y, quizá lo más importante, ecológicos.

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La mejor manera de apreciar lo anterior es hablando con gente que vive en alguno de los ecosistemas más remotos del mundo. Estoy hablando de las comunidades indígenas que viven en lugares recónditos y protegen las selvas o los bosques que quedan en el mundo, sobre todo las megaselvas libres de carreteras, líneas eléctricas, minas, ciudades y agricultura industrial. Estas selvas vírgenes —desde las que están en las cuencas del Amazonas y el Congo hasta las de Canadá, Rusia y Ecuador— son el sistema de soporte vital del mundo. Absorben miles de millones de toneladas de dióxido de carbono de la atmósfera, generan oxígeno, filtran agua dulce para beber y, en general, refuerzan nuestra capacidad de resistencia frente a las presiones del cambio climático.

Estas selvas y sus pueblos indígenas ya estaban bajo la presión de las fuerzas económicas globales, pero la guerra de Putin detonó una cascada de efectos negativos: Rusia es uno de los productores de fertilizantes más grandes del mundo. El mayor exportador de petróleo para los mercados globales. Y más de una cuarta parte del trigo del mundo lo suelen exportar Rusia y Ucrania, proporcionando pan a miles de millones de personas, así como cebada, aceite de girasol y maíz. Debido a la guerra y a las sanciones impuestas a Rusia, la escasez y los precios de estos productos básicos se han disparado, lo que ha incrementado las presiones en todo el planeta para desbrozar más bosques intactos con el fin de extraer petróleo, plantar cultivos para la agroindustria y crear tierras para el pastoreo.

La semana pasada, Nia Tero, una organización mundial sin fines de lucro que apoya a los pueblos indígenas que son guardianes de estas selvas en peligro, me invitó a moderar un debate público de líderes indígenas que visitaban la ciudad de Nueva York con motivo de la Semana del Clima. Nia Tero señaló las estadísticas que muestran que los territorios indígenas abarcan más de un tercio de los bosques intactos de la Tierra, así como porciones similares de otros ecosistemas vitales, con lo que salvaguardan una parte importante de la biodiversidad mundial. El carbono almacenado en las selvas indígenas de la Amazonia, por ejemplo, tiene muchas menos probabilidades de desperdigarse por la atmósfera que el de las tierras privadas y otras no protegidas.

Por desgracia, cuanto más destruyamos estos bosques, turberas y manglares, menos probable será que nos acerquemos al objetivo del acuerdo climático de París de limitar el calentamiento global a los 1,5 grados Celsius por encima de los niveles preindustriales.

Nemonte Nenquimo ganó el Premio Medioambiental Goldman en 2020 por liderar una lucha legal en nombre de las comunidades indígenas de Ecuador —uno de los 10 países con mayor biodiversidad en la Tierra— “esto dio lugar a una sentencia judicial que protege a 202.342 hectáreas de selva tropical amazónica y al territorio huaorani de la extracción petrolífera”, decía la citación. “El liderazgo de Nenquimo y la demanda sentaron un precedente legal para los derechos indígenas en Ecuador, y otras comunidades están siguiendo sus pasos para proteger más tramos de selva tropical de la extracción de petróleo”.

Un gran honor. Pero ella me comentó la semana pasada que, pese a su victoria legal, la subida de los precios del petróleo a raíz de la guerra de Ucrania ha vuelto a ejercer presión sobre los bosques de su comunidad indígena. Como dijo: “El petróleo está en la selva y creen que nuestro hogar es la solución”.

En palabras de John Reid, economista principal de Nia Tero, “los shocks de oferta procedentes de Ucrania y Rusia se convierten en shocks de demanda en todo el mundo, incluso en los bosques intactos, porque los bosques intactos son todos grandes proveedores potenciales de productos agrícolas, oro, petróleo, gas y madera”. (Reid y Thomas E. Lovejoy escribieron “Ever Green: Saving Big Forests to Save the Planet”, un excelente manual sobre el papel vital que desempeñan los bosques intactos en el mantenimiento de la biosfera).

Hindou Oumarou Ibrahim es una de las líderes del pueblo pastoril mbororo de Chad. Ya es bastante malo, me dijo, que el lago Chad haya perdido cerca del 90 por ciento de su caudal y muchas de sus especies pero, además, la gente de su comunidad le está preguntando: “¿Por qué subió el precio de la harina y el combustible? Rusia y Ucrania están muy lejos, ¿por qué nos afecta a nosotros?”. No entienden cómo los efectos de una guerra en Ucrania pueden extenderse lo suficientemente lejos como para aquejar incluso al Chad subsahariano que no tiene salida al mar.

“Cuando la guerra comenzó”, añadió Ibrahim, “a los países africanos se les pidió que eligieran un bando. Pero lo único en lo que pensábamos era que necesitábamos comida. Esta guerra se ha convertido en un problema grave para todos nosotros”. Ahora, a donde sea que mire, añadió, las empresas chinas están buscando tierra para la agricultura industrial, lo cual es un gran problema para su pueblo ganadero.

“Para la gente indígena, la tierra lo es todo”, escribió Ibrahim en un ensayo la semana pasada en The Mail & Guardian, un periódico de Sudáfrica. “Es la fuente de nuestros alimentos, refugio y medicina, así como el manantial de nuestra cultura e historia. A lo largo de innumerables generaciones, hemos aprendido a vivir bien en nuestra tierra. Sabemos cómo protegerla, cómo restaurarla y cómo ser sus ingenieros y cuidadores en lugar de sus destructores”.

Desgraciadamente, a algunos líderes codiciosos, como el presidente de Brasil Jair Bolsonaro, les molesta el hecho de que los pueblos indígenas controlen recursos preciosos (en el caso de Brasil, más del 13 por ciento de su territorio, gran parte de él con bosques intactos). El año pasado, Brasil compró a Rusia fertilizantes por un valor de 3500 millones de dólares, un flujo que ahora está restringido debido a las sanciones occidentales. Así que tan pronto como la guerra empezó a crear escasez de fertilizantes, Bolsonaro declaró: “Esta crisis es una buena oportunidad para nosotros”, informó The Washington Post. “Donde hay tierra indígena, hay riquezas debajo de ella”.

Después de eso, se movilizó para que se aprobara una legislación que permitiera a las empresas extraer potasio de las selvas de los pueblos indígenas con el fin de que Brasil pudiera fabricar más de su propio fertilizante.

Luego está Ucrania. Antes de la guerra, tenía bastantes bosques antiguos, “que han permanecido incólumes al impacto humano”, según el Fondo Mundial para la Naturaleza. Desde la invasión, la actividad militar rusa ha dañado “900 áreas naturales protegidas”, de acuerdo con un reporte de la OCDE publicado en julio, “y aproximadamente 1,2 millones de hectáreas, o cerca del 30 por cciento de todas las áreas protegidas de Ucrania”.

Además, Rusia, Bielorrusia y Ucrania representaron una cuarta parte del comercio mundial de madera el año pasado. Debido a la guerra y a las sanciones impuestas a Rusia, otros países productores y exportadores de madera están redoblando sus esfuerzos para compensar el déficit flexibilizando las protecciones medioambientales, informó The Financial Times: “Poco después de la invasión de febrero, Kiev derogó una norma que prohíbe la tala en bosques protegidos durante la primavera y principios del verano” con el objetivo de recaudar fondos para la guerra. “Los grupos ecologistas temen que la decisión provoque pérdidas a gran escala en zonas donde la tala ilegal y la mala gestión de los bosques ya son habituales”.

En el último medio siglo, señaló Reid, “los países han dado pasos importantes de colaboración en la protección del medioambiente y sus guardianes, ya sea la Ley de Aire Limpio de 1970 en Estados Unidos o la Constitución de 1988 de Brasil, que reconoce los derechos de sus pueblos indígenas a controlar las tierras que han protegido durante milenios. Las tierras protegidas se han duplicado en todo el mundo desde 1990”. Y ahora, de la nada, un hombre desata una guerra asesina en el corazón del granero del mundo y, de repente, todos los avances que se habían logrado en materia de normas y leyes corren el riesgo de desaparecer, junto con los bosques.

Por eso la guerra de Putin no es solo un crimen contra Ucrania y la humanidad. También es un crimen contra el hogar que todos compartimos: el planeta Tierra.

© 2022 The New York Times Company