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Opinión: El poder de la imaginación de Ruth Bader Ginsburg

PUDO IMAGINAR UN MUNDO DONDE LOS HOMBRES Y LAS MUJERES RECIBIRÍAN UN TRATO IGUALITARIO.

En días recientes, me han pedido varias veces que explique el logro de la jueza Ruth Bader Ginsburg: ¿cómo fue que una joven abogada desconocida que comenzó básicamente desde cero persuadió a nueve hombres de la Corte Suprema a que se le unieran para construir una nueva jurisprudencia de igualdad de género?

Yo respondo que ella tenía un proyecto, una meta de la que nunca se desvió durante su larga carrera: no solo la Constitución, sino también la sociedad misma, debían comprender la igualdad entre hombres y mujeres.

Esa explicación es bastante buena. Sin embargo, creo que le falta algo más profundo sobre la jueza Ginsburg, quien murió el viernes pasado a la edad de 87 años. Además de pasión, capacidad y un sentido de estrategia digno de un capitán general, Ginsburg tenía imaginación.

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Concibió un mundo distinto del que la vio crecer, un mundo mejor en el cual el género no era ningún obstáculo para el éxito de las mujeres, para su capacidad de soñar en grande y hacer realidad sus aspiraciones. Luego, se dispuso a usar al derecho para dar lugar a la existencia de ese mundo.

¿Qué detonó su imaginación? Sí, fue el tiempo revelador que pasó en la sorprendentemente igualitaria Suecia de la década de 1950. Sí, fue su incapacidad para obtener puestos de alto nivel, de oficinista o de profesora, a pesar de haberse graduado de la facultad de derecho con el mejor promedio de su generación. Todo eso es verdad pero un tanto reduccionista.

La mejor respuesta podría ser que Ruth Ginsburg simplemente vio cosas que otros no. Comprendió que la ley podía emplearse en servicio de una transformación fundamental. Esa es la diferencia entre imaginación y metas. Todos tenemos metas, grandes o pequeñas, y todos nos encontramos con obstáculos para lograr algunas de ellas. Sin embargo, tan solo unos pocos tienen la inclinación a confrontar sin rodeos los obstáculos que se encuentran en su camino.

Algunos lo hacen con el don de una personalidad enorme que puede inspirar a otros y motivarlos a entrar en acción. Por ejemplo, el representante John Lewis, con su valentía frente a la violencia física y su capacidad para conmover hasta las lágrimas a una multitud y ganarse la adoración de la gente.

Ruth Ginsburg no era así. Como abogada ante la Corte Suprema, se presentaba como una incrementalista modesta. Debía hacerlo. Si se hubiera presentado ante la corte como una revolucionaria social, los jueces —quienes nunca habían considerado que la Constitución tuviera algo que decir sobre las mujeres— habrían reculado. En cambio, se tragaban los pequeños bocados que Ginsburg les servía y, un caso a la vez, fueron desapareciendo las suposiciones sobre los papeles respectivos de los hombres y las mujeres —proveedor principal, cuidadora principal— que se había integrado a la ley durante siglos.

La capacidad de imaginar un mundo diferente es lo que distingue a los líderes de cualquier movimiento social. Pensemos en la igualdad en el matrimonio. Hace no mucho tiempo, la idea de que el matrimonio pudiera ser una opción legal para las personas LGBTQ parecía inverosímil. En 1972, en el caso de Baker contra Nelson, sin dar una opinión la Corte Suprema desestimó la apelación que realizaron dos hombres de Minnesota ante la negativa del estado a permitirles casarse. Los jueces consideraron que el caso era tan frívolo que ni siquiera presentaba una “cuestión federal sustancial” para que la corte ejerciera jurisdicción.

Si fuéramos sinceros, muchos de los que celebramos en 2015 la decisión de Obergefell que tomó la Corte Suprema, la cual reconoció el matrimonio igualitario como un derecho constitucional, admitiríamos que tampoco tomamos en serio la idea cuando escuchamos hablar de ella por primera vez años antes. Sin embargo, un abogado llamado Evan Wolfson imaginó un mundo donde la orientación sexual no determinaba el acceso de una persona a los beneficios legales, financieros y emocionales del matrimonio. En 2001, antes de que la decisión de la Corte Suprema en el caso de Lawrence contra Texas anulara un precedente de diecisiete años y despenalizara la homosexualidad por tratarse de una cuestión de derecho constitucional, Wolfson fundó una organización llamada Freedom to Marry (libertad para casarse) con el fin de crear ese mundo.

Wolfson no estaba solo en su misión, claro está; podría hacer una lista de muchos otros colaboradores. Mi punto es que, durante años particularmente oscuros para los derechos de las personas homosexuales (la política de “prohibido preguntar, prohibido decir” que evitaba que la gente LGBTQ sirviera de forma abierta en el ejército duró hasta 2010), se necesitó imaginación para suponer que el sol saldría algún día en un panorama distinto. Y para citar otro avance significativo de los derechos civiles, se necesitó imaginación para que los autores de la Ley para Estadounidenses con Discapacidades concibieran un mundo al que la gente discapacitada tuviera acceso no por tratarse de una cuestión de decencia, sino de un derecho legal.

Apenas al final de su carrera, cuando la corte dio un giro drástico hacia la derecha y ella comenzó a alzar la voz para expresar su disconformidad, Ginsburg se convirtió en la icónica RBG, apodada con cariño la “infame” y amada por la izquierda y por las mujeres y niñas que no se involucraban en la política de una forma particularmente activa. Confieso que la RBGmanía —los disfraces de Halloween para niñas pequeñas, los cuellos de encaje, las tazas y otros artículos decorados con su rostro— siempre me incomodó un poco. A veces la gente me daba ese tipo de parafernalia; yo les agradecía y con discreción la escondía.

No es que no apreciara sus poderosas opiniones disconformes ni que no me levantara el ánimo la idea de que las niñas pequeñas pudieran tener un modelo así, ya que yo misma nunca conocí a una mujer que fuera abogada sino hasta después de que me titulé. Es que esas cosas y todo el numerito me parecían demasiado cursis para sus verdaderos logros, tan sutiles y sustanciales.

Sin embargo, la noche de su muerte, mientras observaba las imágenes televisadas de miles de personas reunidas de forma espontánea enfrente de la corte, vi el fenómeno de la infame RBG bajo una luz distinta. Su estatus improbable de icono popular decía tanto sobre nosotros como sobre ella, sino es que más sobre nosotros. La necesitábamos. Necesitábamos a esa frágil octogenaria que a pesar de estar enferma podía levantarse una y otra vez de su cama para decirle la verdad al poder. (“No se puede decir la verdad de frente sin tener a Ruth presente”, como rezaba un dicho popular).

La necesitábamos para que llamara “farsante” a Donald Trump, aunque en teoría los jueces no deben decir este tipo de cosas y tuvo que comerse sus palabras. En ella proyectamos nuestros temores sobre el rumbo de los sucesos en la corte y en el derecho, así como nuestras esperanzas de que su disección lúcida y siempre civilizada para determinar dónde se habían equivocado sus colegas de alguna manera los hiciera cambiar de parecer. La necesitábamos.

Aún la necesitamos.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company