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El lado oscuro de la digitalización que la cuarentena puso en evidencia

Hace unas semanas planteé en esta columna cuánto más graves serían los efectos de la pandemia, si no contáramos con computadoras de bajo costo (y de bolsillo, en gran parte de los casos) e Internet.

Hay dos cuestiones, sin embargo, que quedaron en el tintero. Por un lado, la situación no solo tiene a todos los críticos de las nuevas tecnologías recalculando sus augurios apocalípticos, sino que además nos obliga a repensar avances que hoy son mal vistos y que, en las actuales circunstancias, serían una bendición. Un par de ejemplos.

La inteligencia artificial (IA) está ayudando ahora a encontrar alguna forma de vacuna, cura, paliativo o algo que nos permita superar la crisis. De otro modo, en cinco o seis meses no podríamos estar tan avanzados en el conocimiento del SARS-CoV-2. Otro tanto ocurre con la ingeniería genética, que como la IA es vista con recelo, y que, como la IA, plantea dilemas éticos inmensos. Pero el hecho es que sin esas tecnologías estaríamos en problemas mucho más serios. Vuelvo a decirlo, aunque suene redundante: estamos hablando de un virus, no de un vaso de agua (y hasta el agua tiene sus complejidades).

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Y después están los robots. Si esto nos hubiera encontrado con robots más avanzados y, sobre todo, bien integrados al entramado social, habríamos podido evitar muchos padecimientos y muertes, sobre todo (aunque no solo) entre los trabajadores de la salud.

No termino de entender este sesgo mental: si vemos a una médica o a un enfermero con barbijo y máscara, entonces damos por sentado que esa persona es de alguna forma inmune al coronavirus. Lo mismo pasa con el delivery, el personal de seguridad, los choferes de diversos transportes, y sigue la lista. Bueno, no es así, y los robots podrían intervenir en miles de situaciones en las que hoy, porque no queda otra opción, exponemos a personas que son exactamente igual de propensas a contraer Covid-19 que el resto de nosotros; este virus no discrimina y es extremadamente infeccioso.

Cuando digo que la situación funcionaría solo si los robots estuvieran bien integrados al entramado social me refiero a una economía capaz de funcionar con los autómatas ocupando millones de puestos de trabajo que hoy emplean a humanos, sin que estos humanos sufran en absoluto. Es un tema que sigue por completo ausente en la agenda política de la mayoría de las naciones, que en este aspecto atrasa, digamos, casi un siglo.

De nuevo, en lugar de Terminator, hoy tendríamos robots, por definición inmunes a los virus biológicos e incapaces de contagiarnos (podrían auto desinfectarse muy fácilmente), ahí donde ahora se expone a seres humanos. Espero que la pandemia nos enseñe, como mínimo, que toda la cháchara antitecnológica que queda tan bien en la sobremesa es en realidad una fuerte alergia a los cambios. Y ya saben lo que dijo Darwin al respecto.

Otra lección es el tema de los móviles. Veníamos con una fuerte mobile fixation, pronosticando (cuándo no) la extinción de las computadoras personales, y, de pronto, en estos 60 días, recibí una montaña de consultas sobre cuál notebook comprar, "por lo del teletrabajo, ¿viste?". Y sí, claro. Salvo que la compañía te provea un equipo, lo que debería ser de rigor, pero no siempre ocurre, andá a trabajar con una docena de planillas de Excel por día o tipeá 50 carillas de texto por semana en un smartphone.

Aunque nadie quiere una pandemia y aunque ha dejado más de 330.000 muertos y va a violentar a la economía con consecuencias que todavía no son claras, pero que no van a ser (ya no son) buenas, ha quedado demostrado que la fijación obsesiva en la movilidad le había quitado a muchas personas una herramienta que sigue siendo clave para que este planeta funcione y para producir en general. Una conquista de la computación personal que se estaba perdiendo, transformándonos otra vez en meros espectadores, consumidores, actores pasivos de la construcción social. Mal visto, un smartphone es el viejo control remoto, pero con la pantalla integrada. Mal visto, repito, porque, con las herramientas adecuadas, permiten producir ciertos contenidos que son notables, aunque limitados, y que no podrían crearse tan fácilmente con una notebook. Las Stories de Instagram, sin ir más lejos. Ahora, el mundo es mucho más complejo que las Stories y para todo lo demás tuvimos que recurrir de nuevo a la vapuleada PC.

Nada es tan simple

Sin embargo, la tecnología ha mostrado su lado oscuro durante el aislamiento. Lo descubrí hace unas 72 horas, cuando, alarmado por la aritmética, empecé una rutina simple de ejercicios. Digo aritmética porque en estos 60 días (para redondear) caminé un 92% menos de lo que lo hacía antes, incluso sin ejercitarme. Lo sé porque el teléfono cuenta mis pasos. Dicho más claro, me pasaba el 92% de las 16 o 17 horas que estoy despierto sentado. Eso no iba a terminar bien, así que arranqué con un programa de ejercicios sencillos. Quince minutos, para no abusar. Eso fue el miércoles. Al día siguiente, no podía bajar las escaleras por el dolor en mis cuádriceps. No pain, no gain, dicen, pero bueno, en todo caso, este es un problema de la cuarentena y del proverbial sedentarismo de esta profesión.

El lado oscuro está en otro lado. Para los ejercicios usé el smartphone, y ahí advertí que un personal trainer digital no alcanza y hasta puede ser pernicioso. Por suerte, cuento con ayuda presencial calificada y, gracias a esto, descubrí que estaba haciendo casi todos los ejercicios mal, y que en ciertos casos podría haberme causado una lesión. Tal vez un día el teléfono pueda, mediante la cámara e inteligencia artificial, indicarnos que estamos haciendo mal cierto movimiento o adoptando una postura incorrecta. Pero incluso en ese caso, no será capaz de sujetar nuestra pierna y decir: "Es así, esa es la posición, si no te vas a dañar tal o cual músculo". Tendemos a creer que podemos solucionar todo con asistentes digitales y apps. Pero cuidado con algunas formas de solucionismo tecnológico, porque no solo pueden ser inútiles, sino también peligrosas.

La ayuda que nos viene a traer la tecnología tiene otro costado oscuro del que no hablé en su momento, porque no lo había advertido, pero que se hizo evidente en la tercera semana de la cuarentena (o algo así), cuando varios amigos me llamaron al borde del pánico porque alguno de sus equipos había dejado de funcionar. Nunca antes había sido tan obvio el grado de dependencia que tenemos de estos aparatos. Cuando podíamos salir era relativamente fácil y rápido resolver un desperfecto. Ahora un problema impacta directo sobre nuestro soporte vital. Ya conté la historia de mi caldera. Bueno, estos días también falló el aire acondicionado de mi estudio (Murphy, sos mi ídolo), por lo que hubo un par de mañanas en las que trabajé desde un frigorífico. Con Bach de fondo, pero no por eso menos helado. Cuando hablé con el técnico, para ver si podía arreglarlo por las mías (ya me conocen), me dijo: "Ojalá que no sea la electrónica, porque el service de las placas no está trabajando".

Deberíamos prestarle atención a esta otra lección que deja la pandemia. Somos mucho más dependientes de la tecnología de lo que siempre quisimos admitir. No está mal por sí. Hoy nadie podría caminar descalzo por un bosque sin lastimarse los pies; hace 300.000 años, sí. Pero los zapatos no se cuelgan, no se desarman espontáneamente ni se niegan de algún modo a funcionar. Pues bien, deberíamos hacer software y hardware a la altura de esta dependencia. No es que lo que tenemos sea un desastre, pero en estos días resolví conflictos muy serios causados por fallas demasiado triviales. Una actualización de Intel para sus controladores de Bluetooth dejó una máquina sin (adivinen) Bluetooth. Eso no debería pasar. ¿Como lo arreglé? Con el administrador de dispositivos, que me decía que el controlador de Bluetooth (que acababa de actualizar) no estaba presente. Le dije que buscara uno y lo arrancara. Encontró el que acababa de actualizarse y salió andando. Casi seguramente, al crear el upgrade alguien se olvidó de la instrucción para que Windows volviera a cargar el controlador luego de la actualización. Y sí, antes de que lo pregunten, probé todas las opciones obvias antes. Pero no, era un error mucho más elemental, y de fábrica.

Por último, y para no excederme, Internet y la electricidad. Así como el aislamiento nos hizo sufrir en carne propia la pérdida de la libertad de movimiento, también nos hizo saber cómo se siente esa abstracción llamada "confinamiento"; ahora todos somos electrodependientes. Algunos sorteamos el desastre económico con el teletrabajo, la educación a distancia y demás. Eso sí, siempre que haya electricidad. En cada cierre (toco madera) de cada una de las varias instancias de edición que tengo en el diario, me encontré pensando: "¿Qué hago si se corta la luz?". Tomé una serie de recaudos, pero fuera de la breve autonomía que ofrece un UPS, a la mayoría de las personas no les alcanza el presupuesto para manejarse durante mucho tiempo con un grupo electrógeno. O para comprarse uno. O para tener dónde instalarlo. Etcétera. Otra advertencia fuerte sobre la cuestión energética.

Internet, por su parte, se mantuvo firme, como era de esperarse y pese a los numerosos anticipos de que iba a colapsar. Pero, de nuevo, sin electricidad, internet no sirve para nada. Recuerdo algunos de los cortes masivos que hubo en el AMBA. Uno empezaba por perder la conexión cableada y Wi-Fi, luego se iban agotando las baterías de los teléfonos y al final también se quedaban sin energía las antenas celulares, con lo que todo contacto con el exterior quedaba cancelado. Ahora pónganse en el lugar de las personas que no pueden sobrevivir sin electricidad. Empieza a quedar más claro, ¿no?