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¿Podríamos tener citas sin odio, por favor?

Una pareja universitaria asiaticoestadounidense intenta hacer que florezca su amor juvenil, pero los incidentes racistas siguen irrumpiendo su etapa de luna de miel. (Brian Rea/The New York Times)
Una pareja universitaria asiaticoestadounidense intenta hacer que florezca su amor juvenil, pero los incidentes racistas siguen irrumpiendo su etapa de luna de miel. (Brian Rea/The New York Times)

UNA PAREJA UNIVERSITARIA ASIATICOESTADOUNIDENSE INTENTA HACER QUE FLOREZCA SU AMOR JUVENIL, PERO LOS INCIDENTES RACISTAS SIGUEN IRRUMPIENDO SU ETAPA DE LUNA DE MIEL.

Hay una foto de cuando nos conocimos en persona por primera vez en el segundo piso de la Terminal de Autobuses de la Autoridad Portuaria, tomada con el temporizador en Snapchat. Fue en septiembre de 2020. Se puede percibir el incómodo nerviosismo que sentíamos, él con su brazo cuidadosamente colocado detrás de la parte baja de mi espalda y yo dando a la cámara un gran pulgar hacia arriba.

Estamos vestidos con el clásico atuendo de la primera cita: yo con un mono azul marino que compré frenéticamente días antes y él luciendo una camisa de botones a rayas con bermudas. Nuestros cubrebocas tapan la mitad de nuestros rostros, pero puedes imaginar las amplias sonrisas que hay debajo mientras posamos en el que posiblemente sea el lugar menos romántico para encontrarse en toda la ciudad de Nueva York. Él acababa de regresar a la ciudad y a su residencia universitaria en Fordham; yo había tomado el autobús desde la casa de mis padres en Tenafly, Nueva Jersey.

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Dos meses antes, en julio —seis días después de mi cumpleaños 19 y en plena pandemia— había descargado Hinge por aburrimiento y curiosidad. Siempre ponía los ojos en blanco ante los amigos que descargaban aplicaciones de citas “solo por diversión”, pero a la deriva en el insoportable abismo de la cuarentena, me permití hacer lo mismo.

Para mi sorpresa, recibí de inmediato un mensaje de Bryce, cuya foto de perfil, por suerte, no era una selfi en el espejo sin camiseta. Estaba en su casa de Virginia Occidental, pero en otoño se mudaría a su residencia cerca del Lincoln Center, a pocas paradas del metro de mi universidad, la NYU. A partir de esa primera conexión, las cosas avanzaron a paso veloz: los mensajes de Hinge se convirtieron en conversaciones por mensaje de texto que se convirtieron en buenos días/buenas noches y horas de llamadas por FaceTime llenas de risas.

Todos los días, Bryce y yo hablábamos de nuestras familias (cada uno tiene un hermano menor y nuestros padres son médicos), de si queríamos tener hijos en el futuro (sí) y de nuestras experiencias al crecer como asiaticoestadounidenses (mi familia es coreana; la suya es vietnamita y filipina). Él era el único estudiante asiático en su escuela de los Apalaches, mientras que yo veía gente que se parecía a mí en casi todos los lugares a los que iba en Jersey. También me advirtió que medía 1,65 m, y yo (con casi tres centímetros menos) respondí que no importaba en absoluto. Pero más que nada, hablábamos de lo que queríamos hacer una vez que estuviéramos de vuelta en la ciudad.

“¿Has comido alguna vez dim sum?”, preguntó.

“Solo una vez”, respondí, avergonzada por mi falta de orientación culinaria.

“Muy bien, tenemos que ir a Jing Fong en Chinatown. Su salón de banquetes es enorme; tienes que verlo”.

Yo llevaba una lista de “cosas por hacer” de nuestras futuras aventuras en persona: dim sum en Jing Fong, paseo por Central Park, visita a la zona de NYU/Washington Square Park, cocinar juntos comida coreana, ¡el primer abrazo!

Después de tanta anticipación y espera, por fin estábamos aquí, en persona, ya podía tachar el “¡primer abrazo!” de la lista. A pesar de no haber estado nunca en su presencia, su abrazo me resultó reconfortante y familiar, y agradecí a Dios que oliera a fragancia elegante y no a desodorante Axe. Junto con el inicio de un nuevo semestre, septiembre de 2020 marcó el comienzo oficial de nuestra relación.

Sin embargo, la euforia de nuestro primer encuentro duró poco. La ciudad no era exactamente como la recordábamos. Hubo algunas diferencias menores que se notaron de inmediato, como que el tren A del centro estaba mucho menos lleno. O que el dim sum en Jing Fong venía en recipientes de plástico para llevar en lugar de cestas de bambú para cocinar al vapor. Y cómo ya no había que apretujarse entre un mar de gente en las estrechas aceras de Chinatown.

Pero otros cambios fueron más inquietantes e indicaron un peligroso cambio de actitud durante los meses que estuvimos fuera.

Cuando iba a reunirme con Bryce para nuestra tercera cita, un desconocido en la acera me murmuró: “Oye, asiática, te juro que tú y los tuyos volverán pronto a China”.

Estaba demasiado aturdida para voltear y verle la cara, pero aún recuerdo el áspero tono de su voz. Me molestó aún más que no me gritara, sino que hablara a un volumen que solo yo podía oír: lo sentí como algo personal, dirigido a mí.

No pude evitar mencionar el incidente a Bryce cuando lo vi. Como no quería preocuparlo demasiado, lo mencioné casualmente en nuestra conversación mientras comíamos sushi: “Había olvidado las locuras que ocurren aquí con tanta frecuencia” y le conté el insulto que me habían dicho en el camino.

Forcé una risa y tomé un trozo de nigiri de salmón.

Bryce parecía más sorprendido que preocupado y correspondió a mi tono despreocupado: “¿Qué? Bueno, eso no está bien”.

Aparté de mi mente el comentario racista del desconocido y continuamos nuestra cita como de costumbre, nos dirigimos a Central Park para asistir a un espectáculo de comedia al aire libre.

Pero las acusaciones de ser los responsables del COVID y los insultos racistas no cesaron. Poco después de nuestra cita, volvió a ocurrir, en la tienda de exquisiteces al lado de mi departamento, donde un hombre mayor empezó a gritarme que me fuera, utilizando el mismo insulto punzante que el desconocido.

Nerviosa, salí corriendo sin mis compras, esforzándome para no llorar. Ya fuera un comentario descaradamente xenófobo dirigido a mí en público o una broma ignorante de un compañero de trabajo en mis prácticas, no podía escapar de la impresión de que no era bienvenida en esta ciudad.

La primera persona en la que pensé inmediatamente y con la que quise hablar después de estos incidentes fue Bryce, pero se suponía que esta era nuestra fase de luna de miel, libre de negatividad y de complicaciones del mundo real. ¿No causaría una preocupación innecesaria contarle cada vez que pasara algo así?

Decidí dar un salto de fe y contárselo de todos modos. Con los auriculares puestos, me metí en el armario para no molestar a mi compañero de departamento e inicié una llamada de FaceTime que duraría más de una hora.

La respuesta empática de Bryce me hizo desear haberle contado mis experiencias antes. La seriedad de su voz contrastaba con su habitual carácter bobo y despreocupado, y afirmó que se preocupaba profundamente por todo lo que ocurría en mi vida, fuera bueno o malo. Aunque él no había sufrido el mismo acoso, empezó a expresar su preocupación por mi seguridad.

La siguiente vez que nos vimos, Bryce me dio su spray de pimienta y, como sabía que nunca había tenido uno, me enseñó a usarlo. Luego, activamos el uso compartido de la ubicación en mi teléfono por si ocurría algo y él necesitaba saber dónde estaba. Y aunque pensé que eso era suficiente, insistió en poner su tarjeta de crédito en mi aplicación Lyft para que no tuviera que preocuparme por el costo de los viajes nocturnos de regreso a mi dormitorio.

“Cuentas conmigo, eh”, dijo. “Te quiero”.

Sus palabras se sintieron como aloe vera fresco en una quemadura de sol reciente. Aprecié el spray de pimienta y los consejos de seguridad, pero era su cálido consuelo lo que más necesitaba. Saber que no estaba sola y que podíamos navegar juntos por esta ciudad cambiada me trajo mucha tranquilidad.

Meses después, algunos aspectos de la ciudad regresaron a la normalidad previa a la pandemia; al menos, las canastas de vapor de bambú habían regresado.

“¿Realmente han sido solo un año y medio juntos?”, le pregunté a Bryce, mientras un mesero de dim sum nos ofrecía más Har Gow de su carrito.

Él sonrió y plantó un beso en mi mejilla.

Pero mientras más personas comenzaron a viajar en metro e ir a restaurantes en Chinatown, el odio a los asiáticos solo empeoró. Michelle Alyssa Go fue empujada frente a un tren en Times Square. Christina Yuna Lee fue asesinada en su departamento en Chrystie Street, a solo diez minutos a pie de donde vivo.

La idea de que yo podría ser la siguiente víctima de un ataque puede colarse en mi mente en cualquier momento, durante una conferencia en Zoom o cuando estoy lavando la ropa. Pero trato de recordar el sentimiento de ese primer abrazo que compartí con Bryce hace más de dieciocho meses; esta ciudad es el lugar donde nuestro amor se hizo real.

Y estamos aquí para quedarnos, disfrutando de la mejor sopa wonton en Noodle Village, paseando por Washington Square Park y yendo de compras al Deluxe Food Market los domingos por la tarde. Después de todo, esta también es nuestra ciudad.

Cuando pienso en Bryce y en mí, las representaciones típicas del amor juvenil y despreocupado no parecen aplicarse. Somos más cautelosos, decididos y reales que nunca.

Recientemente, se han lanzado muchas campañas locales para tratar de combatir el odio hacia las personas asiáticas. Lo que más me atrae es el mensaje de la campaña “Aún creo en nuestra ciudad”, que destaca la belleza y la fortaleza de las comunidades locales de asiáticos e isleños del Pacífico. Curiosamente, a través de toda esta locura, Bryce y yo nunca quisimos irnos. Hay algo innegablemente mágico en estar enamorados en la ciudad de Nueva York. Y no vamos a dejar que ningún racismo u odio nos lo arrebate.

© 2022 The New York Times Company