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El pueblo francés olvidado por la cumbre del clima

Una pancarta de protesta contra una planta de reciclaje productora de metano en el campo donde se planea construir en las afueras de Montargis, Francia, el 2 de noviembre de 2021. (Andrea Mantovani/The New York Times)
Una pancarta de protesta contra una planta de reciclaje productora de metano en el campo donde se planea construir en las afueras de Montargis, Francia, el 2 de noviembre de 2021. (Andrea Mantovani/The New York Times)

MONTARGIS, Francia — Solo 120 kilómetros separan a esta ciudad provincial de París, pero si en la capital se habla de una revolución de la energía renovable, aquí se habla que le cuesta demasiado a la gente.

“Queremos ir demasiado rápido”, señaló Jean-Pierre Door, un legislador conservador con muchos electores enfadados. “Se está llevando a la gente al límite”.

Hace tres años, Montargis se convirtió en el centro de la revuelta social de los Chalecos Amarillos, un movimiento de protesta indignado por un aumento de los impuestos sobre la gasolina que se mantuvo, a veces de forma violenta, durante más de un año por un sentimiento mucho más amplio de alienación que sienten los habitantes de las zonas alejadas de la capital que Francia llama su “periferia”.

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La revuelta tuvo su origen en una división de clases que puso de manifiesto el resentimiento de muchas personas de la clase trabajadora, cuyos medios de vida se ven amenazados por la transición a la energía limpia, contra las élites metropolitanas, en especial de París, que pueden permitirse comprar autos eléctricos y pueden ir al trabajo en bicicleta, a diferencia de los habitantes del campo.

Ahora, mientras Door y otros observan las conversaciones mundiales sobre el clima que se están celebrando en Glasgow, en las que expertos y funcionarios advierten de que hay que tomar medidas inmediatas ante la inminente catástrofe medioambiental, la desconexión económica y política que estuvo a punto de destrozar a Francia hace tres años sigue latente.

Hay mucha gente en la “periferia” que entiende la necesidad de la transición a la energía limpia y ya está tratando de poner su granito de arena. Pero si el tema principal de la COP26, como se conoce la cumbre de Glasgow, es cómo se está acabando el tiempo para salvar el planeta, la preocupación inmediata aquí es cómo se está acabando el dinero antes de que acabe el mes.

El precio del gas para consumo doméstico aumentó un 12,6 por ciento tan solo en el último mes, en parte como consecuencia de la escasez relacionada con la pandemia de coronavirus. Los autos eléctricos parecen estar fuera del alcance de las personas a las que no hace mucho se les animaba a comprar automóviles de diésel de bajo consumo. Un aerogenerador que reducirá el valor de las propiedades no es lo que quiere una pareja de jubilados más adelante.

Magalie Pasquet, quien dirige una asociación local opuesta a la energía eólica llamada Aire 45, en Griselles, Francia, el 2 de noviembre de 2021.(Andrea Mantovani/The New York Times)
Magalie Pasquet, quien dirige una asociación local opuesta a la energía eólica llamada Aire 45, en Griselles, Francia, el 2 de noviembre de 2021.(Andrea Mantovani/The New York Times)

“Si a los parisinos les gustan tanto los aerogeneradores, ¿por qué no arrasan con el Parque de Vincennes y los ponen ahí para convertirlos en una atracción?”, se pregunta Magali Cannault, quien vive cerca de Montargis, en alusión al vasto parque situado al este de París.

Para el presidente Emmanuel Macron, quien se enfrenta a las elecciones de abril, la transición a las energías limpias se ha convertido en un tema delicado. Dice ser un guerrero ecológico, aunque pragmático, pero sabe que cualquier retorno a las barricadas de los Chalecos Amarillos sería desastroso para su futuro electoral.

Todas las mañanas, en su granja, a pocos kilómetros de la ciudad, Cannault contempla desde la puerta de su casa un mástil de 118,8 metros construido hace poco para medir los niveles de viento de las turbinas propuestas. “Nadie nos consultó sobre su instalación”.

Los únicos sonidos que se escuchaban mientras hablaba una mañana húmeda y brumosa eran el graznido de los gansos y el canto de los gallos. Claude Madec-Cleï, alcalde del cercano pueblo de Griselles, asintió. “No nos consideran”, dijo. “El presidente Macron quiere quedar bien con los Verdes”.

El presidente pregona el realismo de sus propuestas energéticas. Éstas combinan el desarrollo de nuevas centrales nucleares pequeñas con la adopción de la energía eólica y otras energías renovables.

Desde la izquierda, el movimiento de los Verdes quiere que la energía nuclear, que representa el 67,1 por ciento de las necesidades de electricidad de Francia, se elimine poco a poco, lo cual representa un ajuste tan enorme que los conservadores lo ridiculizan como el anuncio de “un retorno a la era de alumbrarse con velas”.

Desde la derecha, Marine Le Pen está a favor del desmantelamiento de los más de 9000 aerogeneradores del país, que suponen el 7,9 por ciento de la producción eléctrica de Francia.

En medio, millones de franceses, que se debaten entre la preocupación por el planeta y sus necesidades inmediatas, luchan por adaptarse.

Christine Gobet conduce su pequeño coche de diésel unos 145 kilómetros al día desde la zona de Montargis hasta su trabajo en un almacén de Amazon en las afueras de Orleans, donde prepara paquetes y gana unos 1600 dólares al mes.

Sentada al volante frente a un taller mecánico en el que le acaban de cambiar el motor diésel, por unos 3000 dólares, se mofa de la idea de cambiar a un auto eléctrico.

“Para la gente como yo, la electricidad está por completo descartada”, dijo. “Todo sube, ¡incluso se habla de baguettes más caras! Nos empujaron al diésel, nos dijeron que era menos contaminante. Ahora nos dicen lo contrario”.

En la actualidad, cree que poco ha cambiado. En París, dice, “tienen de todo”. Anne Hidalgo, alcaldesa de París y candidata socialista a la presidencia, quiere que “no haya más vehículos en la ciudad y no tiene paciencia con la gente de provincia que va allí a trabajar”.

Para personas de clase trabajadora como Gobet, mencionada en una reciente serie de 100 artículos titulada “Fragmentos de Francia” en el periódico Le Monde, los llamamientos en Glasgow para dejar de utilizar combustibles fósiles y cerrar las centrales nucleares parecen muy alejados de su vida cotidiana.

A sus 58 años, es un ejemplo de abismo generacional. De un lado está la juventud mundial liderada por Greta Thunberg, convencida de que ninguna prioridad puede ser más urgente que salvar el planeta. En el otro están las personas mayores que, como dice Door, “no quieren que los últimos 20 años de su vida se arruinen con medidas medioambientales que hagan subir el precio de la energía y bajar el valor de la casa en la que invierten su dinero”.

Magalie Pasquet, un ama de casa que encabeza una asociación local contra la energía eólica llamada Aire 45, dijo que su oposición a unas 75 nuevas turbinas previstas en la zona no tiene nada que ver con despreciar las preocupaciones medioambientales.

Ella recicla. Tiene cuidado al viajar. Elabora composta con los desechos orgánicos. Usa dos suéteres para no subir la calefacción. El idealismo medioambiental de los jóvenes le parece inspirador. Pero cree que el mundo está poniendo el carro delante de los bueyes.

“¿Por qué destruir un paisaje que atrae a la gente a esta zona cuando el verdadero problema energético es el exceso de consumo? No se consulta a la población local y ni siquiera los alcaldes pueden detener la instalación de estas turbinas horribles”, se pregunta.

© 2021 The New York Times Company