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No es la razón, sino la fe ciega en la razón lo que mata a una sociedad

El placer de recibirlos otra vez en este espacio, titulado en honor a Antonio Machado con una frase que, para mí, describe claramente un gran riesgo que amenaza nuestro futuro: la pérdida del más valioso de nuestros recursos, “el recurso humano”.

Simplemente les estamos enseñando a nuestros jóvenes que el futuro no depende de sus propios esfuerzos o méritos, sino de su fe en un par de iluminados, en dirigentes con cargos eternos que se sienten como dioses con la capacidad de decidir por sobre la libertad individual, proclamando un bien colectivo que solo los favorece a ellos mismos. De hecho, la sociedad a la que dicen representar cada vez vive peor, y ellos, cada vez mejor.

Parece que nuestra cultura sostiene un falso dogma: comemos, nos vestimos, gozamos o nos vacunamos gracias a un presidente, o a un partido político del pasado o del presente. Como si fuese una cuestión de fe y no del esfuerzo, de buscar y de construir el futuro que cada uno anhela. De a poco vamos cediendo la libertad de decidir.

Pero no quiero solo detenerme en algo descriptivo, sino que quiero invitar a cuestionarnos y a ver qué vamos a hacer al respecto. ¿Vamos a resignarnos a dejar de ser protagonistas de nuestro destino?

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Con la esperanza de no cansarlos, comparto con ustedes una historia. Durante la Segunda Guerra Mundial, la contienda llegó al Pacífico y las Fuerzas Armadas estadounidenses comenzaron a desembarcar por algunas islas hasta entonces desconocidas del archipiélago de Vanuatu.

Hasta ese entonces, los indígenas que habitaban esos territorios rendían culto a sus antepasados. Sobrevivían como podían con los pocos recursos que la isla les ofrecía. Pero, de pronto, empezaron a escuchar sonidos atronadores en el cielo. Pájaros de hierro (aviones) que sobrevolaban sus cabezas y monstruos marinos (submarinos) que poco a poco se acercaban a la costa. ¿Eran los dioses que tanto esperaban?

Parece ser que en la pequeña isla de Taña desembarcaron miembros de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos; entre ellos, un tal John Frum. No es que se llamara así, sino que probablemente se presentó como “John from America”. Y por acortar parece que en la isla empezó a ser conocido como Frum. Cuenta la leyenda que John era un hombre de poca estatura con el pelo blanco, un tono de voz alto y un abrigo con botones brillantes.

Llegó con riquezas. Les dio tabaco, café, chocolate, jabón, latas de conservas, ropajes lujosos, botas… Los nativos estaban tan sorprendidos que empezaron a rendir culto al americano. Estaban admirados porque ellos, que llevaban siglos trabajando duro, no habían conseguido ni acercarse a la riqueza de esos extraños visitantes. Y empezaron a emularlos y a celebrar ceremonias en su honor. Lo más grave es que dejaron de esforzarse por sí mismos, y se acostumbraron a esperar la dádiva del mandamás.

Pero, con el fin de la guerra, Frum y su comitiva volvieron a Estados Unidos y dejaron a los aborígenes entristecidos, abrumados y tan pobres como antes. Los nativos comenzaron entonces a rendir culto a Frum, esperando que un día volviera a la isla cargado de provisiones.

Han pasado más de 70 años desde ese momento, pero los habitantes de Tanna siguen rindiendo culto a este profeta blanco cada 15 de febrero. Organizan desfiles con aviones de madera y visten ropajes occidentales, porque están convencidos de que volverá y les traerá todas las riquezas y provisiones que en su momento les prometió.

Hoy, la mayoría de los nativos de la isla nunca vivieron esa experiencia, pero mantienen la fe intacta. Como dijo Antonio Machado: “No es la razón, sino la fe ciega en la razón lo que mata a una sociedad”.

Al leer esta historia se puede llegar a la conclusión de que todos los políticos o dirigentes repartidores (no de su dinero, sino el dinero de los contribuyentes) tienen orígenes similares: un ser que vino a salvarnos, porque se siente un iluminado, y el sustento familiar de los ciudadanos no depende del trabajo, ni del esfuerzo, ni del mérito de cada uno, sino de la militancia a la causa de ese líder. ¿Le suena, amigo lector?

Estoy claramente frustrado de ver que mis hijos solo esperan terminar sus estudios para emigrar.

Hace poco empecé a escribir un documento titulado Cuando mis hijos tengan mi edad, con la ambición de hacerlos pensar en oportunidades de desarrollo que mejoren la calidad de vida. Quiero incentivarlos a que persigan sus sueños.

Algo que seguro ustedes ya saben es que ninguno de nosotros va a poder modificar el pasado. Pero sí podemos cambiar nuestras actitudes presentes para direccionar nuestro futuro a un lugar mejor, o al menos intentarlo.

Como buen marplatense, también aprendí a que si vas a surfear una ola, no tenés que apurarte. Si te anticipás demasiado, vas a perder el impulso. Pero tampoco llegues tarde, porque la caída dura más de lo que podés disfrutar la cresta de la ola. Cuando ya tiene forma, cuando ya comenzó, es el mejor momento.

Y la ola actual nos obliga a pensar en una economía colaborativa, horizontal, descentralizada, especializada. Ya no tiene mucho sentido la autoridad vertical a la fuerza, la imposición de ideas doctrinarias que solo invocan una cuestión de fe. El mérito es un camino y no un problema. Las sociedades que avanzan son aquellas en las cuales los hijos viven mejor que sus padres y no aquellas, como la nuestra, en las que todo tiempo pasado parece que fue mejor.

¿De qué hablamos cuando hablamos de economía colaborativa? El Cippec publicó un interesante informe que describe la economía colaborativa como la conformación de los modelos de producción, consumo o logística (Amazon, Mercado Libre, Alibaba) o financiación (Fintech), que se basan en la desintermediación entre la oferta y la demanda generada en relaciones entre iguales, o entre empresas y consumidores, ya sean minoristas o comerciales a través de plataformas digitales, generando un mayor aprovechamiento de los bienes y recursos existentes.

De esta manera, la economía colaborativa permite utilizar, compartir, intercambiar o invertir recursos o bienes, pudiendo existir o no una contraprestación monetaria entre los usuarios (Wikipedia).

Se consigue hacer más con menos recursos, con un uso más eficiente de estos. Se promulga el principio de que la clave es ser usuario y no propietario de un bien. Se crea mayor abundancia en la sociedad (absoluta cuando los bienes son digitales, y relativa cuando los bienes o servicios son físicos).

Con estas prácticas, la administración pública también puede hacer más con menos y en forma más transparente, pero parece que a nuestros funcionarios eso no les interesa mucho.

Si nuestros hijos están preparados y educados, el mundo que viene será un mar de oportunidades. Si no lo están, surfearán a la deriva.

Claro que existe una limitación importante para el acceso a buenas infraestructuras tecnológicas para un segmento considerable de la población. Esto genera una brecha enorme en la capacidad de captar las oportunidades que aparecen.

La solución no es prohibir o limitar entonces su uso, sino educar y facilitar el camino a los demás, para que puedan incorporarse a esta economía colaborativa. Airbnb, Booking, Despegar, Mercado Libre, Amazon, Spotify, Facebook, Twitter, Linkedin, Instagram, Dropbox, Netflix ya no son una moda, ya son los mayores empleadores y generadores de aumentos de PBI en el mundo. El desarrollo del conocimiento colaborativo ya no es una opción, es una necesidad.

Muchas veces, como docente, intento dar una clase con un gorrito de Disney puesto (con la cara de Mickey) con su precio colgando de una cinta. Cuando los alumnos se cansan de verme con él ya luciendo ridículo, les explico que ese gorrito se hace con un 90% de derivados del petróleo como insumo y 10% de mano de obra. Así se forma su costo. Según el balance de Disney (cotiza en Bolsa y sus números son transparentes), con un barril de petróleo se pueden hacer ocho millones de gorritos. Luego les muestro el precio (10 dólares cada uno), Disney con un barril de petróleo que casualmente le compra por 70 dólares a Pdvsa (Venezuela) factura 80 millones de dólares. La empresa petrolera obtiene por ello 70 dólares. Progresa el que vende conocimiento, valor agregado o el intangible confort que genera un sentimiento de nostalgia o fantasía.

No fabrica bienestar un dirigente iluminado hablando a los gritos, solo invocando la obligación de tenerle fe. No abandonemos nuestros sueños de ser los protagonistas de nuestro destino y no depender de arrogantes que solo pretenden nivelar para abajo, pero con ellos siempre mirando desde arriba.