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El fin de una era, y por qué nos resistimos tanto a aceptarlo

Con los años, los detalles se van desvaneciendo. Se instalan nuevas realidades. Las generaciones cambian. Como resultado, solemos tropezar varias veces con la misma piedra. Al menos, en lo que concierne a las nuevas tecnologías. Por eso, me gustaría contarles una historia. Será, para los más veteranos, un viaje emocionante. No, no, perdón. Nada de nostalgia; todo lo contrario, ya verán. Para los más jóvenes, sonará a una ciencia ficción distópica con toques vintage, como la película Brazil. Y para las generaciones que están enfrentando una situación como la que narraré en unos instantes será -esa es mi humilde esperanza- un relato aleccionador.

Hace muchos años, cuando los videos se filmaban en casetes y los televisores tenían el tamaño de un horno de barro, cortesía de sus enormes tubos de rayos catódicos de baja resolución, los periodistas, los escritores y cuantos tuvieran que redactar textos se veían obligados a usar algo llamado máquina de escribir.

Todos han visto estos aparatos, en películas y documentales. Se las tiene por románticas y queribles. Pero ese equívoco, que es solo el principio de la historia, puede despacharse fácilmente. Eran románticas y queribles hasta que te pasabas tipeando durante doce o quince horas por día. Ahí es cuando empezabas a detestarlas. Basadas en varillas y resortes, exigían un esfuerzo físico semejante al de sostener un bidón con cinco litros de agua con el brazo estirado hacia adelante. Durante los primeros 30 segundos está todo bien. Luego de un minuto, el brazo nos manda un fax quejándose. Cinco minutos más tarde sentimos que no podemos más. Ese era el primero (aunque, en el fondo, el menos grave) de los problemas de esas máquinas: cuando metías centenares de miles de caracteres por año, las manos y los brazos sufrían las consecuencias.

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Hoy la máquina de escribir (aunque en ciertos ámbitos sigue usándose) es solo una pintoresca antigüedad. Tengo tres, y una es realmente antigua; se trata de una Remington Portable de 1930. Está en el hall de entrada a mi estudio, de modo que no puedo dejar de verla antes de ponerme a trabajar, y de nuevo agradezco que esas cosas se hayan convertido en adornos, y ya. Parque al final del día terminabas con los tendones doloridos desde la punta de los dedos hasta los codos. Y al día siguiente había que seguir. Lo mismo que los fines de semana, si eras freelance.

Así fue mi vida profesional durante los primeros once años. Escribía hasta que no daba más, dormía un par de horas, y después seguía. Mi capacidad de producir pagaba las cuentas y además me hizo un nombre en las redacciones, y fue así que un día me llamaron para entrar en una editorial grande. Ese era el plan.

El obstáculo se llamaba máquina de escribir. Mi primera inversión, antes de que llegaran las computadoras, fue reemplazar el agotador equipo mecánico por uno eléctrico. Fue un avance. Ahora no hacía falta aporrear las teclas para sacar notas. ¡Pero el ruido que hacía esa cosa! Escribir con mi primera máquina eléctrica (cuya marca he olvidado) era como operar una ametralladora antiaérea, y pocas cosas odio más que el ruido. Así que en cuanto pude ahorrar (por entonces esta palabra todavía tenía algún sentido), la cambié por una Brother electrónica; amé esa máquina, suave, silenciosa y liviana: pesaba casi 5 kilos. Era una AX-10 que todavía conservo, todavía funciona y forma parte de mi museo de recordatorios tecno. Porque, electrónica o no, seguíamos en el mismo paradigma: un dispositivo diseñado para una sola tarea, escribir. Eso fue en 1985 o cerca. Ya existía la PC, pero era una rareza demasiado costosa.

Con la AX-10 no podías guardar los textos en, digamos, un diskette (eso llegaría pronto, aunque tarde). Sus capacidades de edición era ridículamente limitadas, y no ofrecía la posibilidad de copiar, cortar, pegar o hacer múltiples copias, excepto con papel carbónico (no es broma). Dato: la AX-10 disponía de una cinta que funcionaba como el líquido corrector, pero en rollo. Había una tecla especial que tapaba las letras mal tipeadas por las mismas letras, pero en blanco, ofuscándolas. Después escribías las letras correctas encima. Modernidad pura.

Cambia el viento

En este punto:

Los más jóvenes están pensando que habremos sentido una alegría extática cuando llegaron las computadoras.Los veteranos sabemos que, en la mayoría de los casos, no fue así.Y los que están en medio saben que en la mayoría de los casos no fue así, pero no pueden entender muy bien por qué.

De buena fuente sé que en un diario estadounidense (si mi memoria no falla, The New York Times) le regalaban su máquina de escribir, la que estaba en su escritorio de la redacción, a todo periodista que aceptara cambiarla por una computadora. Solo así lograron dejar atrás ese artilugio nacido en el siglo XIX. Correcto: se llevaban a su casa, felices, un aparato que, dicho simple, se había convertido en una pieza de museo.

Confieso que también me sentí algo incómodo de salir de mi área de confort. Eso es normal. Así que, cuando llegó el momento de cambiar mi AX-10, el plan era reemplazarla por una máquina de escribir electrónica más avanzada, capaz de mostrar en una ínfima pantalla de cristal líquido (o sea, esas de color gris, como las de los relojes electrónicos) la línea (línea, sí) de texto sobre la que estabas trabajando. Aparte de eso, podías guardar las notas en un diskette, aunque en un formato que, hasta donde recuerdo, no siempre era compatible con las PC.

Para entonces, los clones estaban por todas partes y el precio de una computadora había bajado muchísimo. Una persona muy inteligente me sugirió que, en lugar de seguir con el viejo paradigma de la máquina de escribir, y por el mismo dinero o un poco más, podía comprarme una PC y una impresora. Habituado a las computadoras desde chico, y aunque sentía que me metía en problemas (porque había que seguir produciendo notas), opté por una PC. Por si acaso, conservé la AX-10.

Luego de un principio accidentado (el monitor explotó a los 10 minutos; me lo cambiaron al día siguiente), la experiencia de escribir en una pantalla fue una revelación. Si lo relato ahora se van a reír. Pero la cuestión es que veías toda la página y podías editar lo que quisieras. Hacías todas las copias que se te diera la gana. ¡Y sin el líquido corrector! Podías tener varias versiones de cada nota. Usar diferentes tipografías (aunque por entonces eso solo se veía cuando imprimías) sin tener que andar cambiando la margarita o la bolita (así se las llamaba, según de qué modelo se tratara) de la máquina de escribir. Trabajabas al doble de velocidad, el resultado era impecable y, cuando llegó Internet, era posible enviar el texto por correo, en lugar de trasladarte físicamente para llevar las páginas o el diskette.

Ya sé. Estas ventajas son de una obviedad imperdonable. Tanto que pueden sonar inverosímiles. Por eso, la pregunta es: ¿por qué nos resistimos tanto, entonces? ¿Por qué tuvimos tanto miedo de dejar atrás ese artilugio infernal, mezcla de telar con instrumento de percusión, que nos dejaba exhaustos e imponía tantas complicaciones?

Sin futuro

La primera respuesta es que lo nuevo mete miedo. O que en aquellos años la palabra computadora sonaba demasiado extravagante para que el resto de nosotros (ese era el slogan de Apple) pudiera usarla sin tropiezos. Pero creo que hay algo más, y tiene que ver con la forma en que se intenta incorporar una tecnología revolucionaria en la vida cotidiana de las personas. De suyo, se divulgan sus ventajas. Es lo que hice arriba. Una PC era el paraíso para un escritor, en todo sentido. Y, sin embargo, se la resistió. ¿Por qué?

Pienso que la principal razón es que se enfocaba la lente en lo nuevo, en lugar de exponer el talón de Aquiles de toda tecnología que está a punto de ser reemplazada. Esto es, que ya no tiene adónde ir, que carece de futuro.

No era mala la máquina de escribir, si la comparabas con las PC de entonces, durante el cierre frenético de un diario. Nunca te iba a dejar de a pie. No se colgaba, andaba sin electricidad y no te obligaba a memorizar comandos herméticos. Pero no podía hacer más que escribir. Por eso la killer application de la PC fueron las hojas de cálculo. Porque hacían evidente que el trabajo aritmético con una calculadora había llegado a un callejón sin salida.

Las máquinas de escribir estaban en idéntica situación, aunque por la naturaleza de la escritura se notara menos. No podían, como lo hace hoy cualquier procesador de texto, ofrecerte autocorrección (eso me salva la vida, porque soy un desastre tipeando), diccionario de sinónimos, notas al pie, índices automáticos, y docenas de funciones más. Tampoco podías usarla para buscar una palabra en el Diccionario de la Real Academia Española, mandar mensajes por WhatsApp u oír música. La máquina de escribir estaba llegando a lo que en política se denomina fin de ciclo. Su lógica era, al mismo tiempo, un corset del que nunca iba a poder salir. Se ve lo nuevo como enemigo, pero el enemigo está en realidad adentro, en el mapa mental de una cierta forma de hacer las cosas.

La fotografía analógica, los vinilos, la máquina de escribir, los proyectores de diapositivas, los casetes, todas esas tecnologías eran valiosas, pero habían llegado al final de su evolución. No necesariamente iban a extinguirse, pero ya no podían dar más de lo que estaban dando, y ya existía otra tecnología capaz de hacer lo mismo, solo que mejor y a un costo mucho más bajo. Y, lo que es crucial en este punto, podían seguir expandiéndose durante todavía mucho tiempo y en sentidos por completo imprevisibles.

Este es el concepto que debe tomarse en consideración para advertir a tiempo cuándo una tecnología ha quedado obsoleta. Tendemos a pensar que los nuevos dispositivos se matan unos a otros, de forma lineal. No es así, y la pandemia vino a demostrar cuánto nos habíamos encandilado con los smartphones. Lo que ocurre es más bien que la lógica de una cierta tecnología (varillas, resortes y tipos metálicos, por ejemplo) impone un límite infranqueable. Entonces su evolución se detiene, ahí empieza el fin y pronto termina convirtiéndose, tal vez, en un lindo adorno.