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La responsabilidad fiscal: condición necesaria para la competitividad

La alta presión impositiva necesaria para hacer frente al déficit fiscal impacta en la competitividad de las empresas argentinas
Shutterstock

Una de las mayores restricciones que tiene la Argentina en materia de competitividad es el déficit fiscal y su composición. Si bien el déficit es donde generalmente se pone la mirada, tanto o más dañino para la competitividad del país es el nivel de presión tributaria y gasto público que lo componen.

A lo largo de las últimas dos décadas el gasto público fue ganando pisos cada vez más altos, con breves descensos en épocas de ajustes macroeconómicos o de licuaciones nominales para luego retomar la senda alcista, siendo del orden de 45% del PIB en 2020, en la estimación del gasto público consolidado Nación-provincias-municipios. Por su parte, los impuestos, aunque siempre corriendo por detrás, han acompañado la misma tendencia. Esto arrojó como resultado niveles récord de peso del sector público en relación al tamaño de la economía para nuestra propia historia.

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Si bien existen muchos países desarrollados y algunos emergentes con niveles similares de peso del Estado en la economía, estos se pueden dar el lujo ya que pueden aportar otros factores para ser competitivos (infraestructura, financiamiento, estabilidad macroeconómica, etc.) Es más, la propensión a un mayor déficit fiscal no es una particularidad de la Argentina, sino que es más bien la regla.

Este comportamiento se identifica en la literatura económica con el término “sesgo hacia el déficit”. Las decisiones de magnitudes relevantes en política fiscal se debaten entre los incentivos a gastar y los contrapesos institucionales que cada país haya definido para contrarrestarlos.

Los incentivos y las instituciones

Si no hubiera ninguna motivación a gastar por encima de lo posible, los estados sólo podrían encontrarse en problemas financieros por razones imprevisibles o por un error de planificación. Lo cierto, es que los estados que entran en dificultades financieras lo hacen en general por políticas fiscales inconsistentes. Esto sucede porque mientras en un mundo ideal los gobernantes tendrían como objetivo la mejora del bienestar, en el mundo real ese objetivo puede verse diluido.

En concreto, los gobernantes pueden verse tentados a prometer políticas de gasto insostenibles en el largo plazo con la intención de incrementar su caudal de votos o direccionar su política fiscal a determinados sectores económicos. A esto se le suma un sesgo al corto plazo, ya que al momento de tomar decisiones que en lo inmediato parecen ser favorables para la población, no se valoran los efectos que tendrán a futuro. En general, la cosecha política llega mucho más rápido que la evidencia de que determinada medida ha sido dañina para el bienestar general.

Es por este comportamiento y las consecuencias que conlleva, que los países han implementado sistemas de controles y contrapesos institucionales para limitar este sesgo y conservar la sostenibilidad.

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En cuanto al punto de vista institucional, se puede ver que el diseño actual de las instituciones en la Argentina no ha podido limitar el sesgo al déficit. En términos generales, la política fiscal en la Argentina tiene su contrapeso principal en el Poder Legislativo que es quien puede crear nuevos impuestos, y es responsable de aprobar presupuestos de gastos y la magnitud del endeudamiento.

Si bien no se han creado y aumentado todos los impuestos que el Ejecutivo podría requerir para cubrir las crecientes necesidades de gasto, se ha aumentado la deuda mientras se gestó una presión tributaria excesivamente alta, que a fines de 2020 era de 30.6 por ciento.

En términos del Producto Interno Bruto, se llegó a un nivel de presión impositiva alto, pero comparable con otros países vecinos. Sin embargo, cuando se lo analiza en términos de competitividad para la inversión, sin dudas y por lejos se verifica una presión tributaria “efectiva” excesiva que ahuyenta al capital. No sólo es el problema del nivel de carga impositiva, sino también la cantidad de impuestos que hacen muy costoso estar al día con los mismos y lo económicamente distorsivos que son muchos de ellos. Es decir, la magnitud elevada se ha combinado con un pobre diseño integral.

En la Argentina además coexiste una distorsión adicional que nos hace muy difícil competir con el mundo: la inflación. Y ésta juega un rol clave a la hora del costo que se paga por producir en el país.

El Ejecutivo se vale del impuesto inflacionario, que no existe en términos formales ni requiere autorización del parlamento, para el financiamiento del Tesoro a costas de la depreciación de la moneda, el ahorro y el poder adquisitivo de la población más vulnerable. A la vez, la inflación genera distorsiones e incrementos sobre otros impuestos existentes, como el conocido caso del impuesto a las ganancias de cuarta categoría con escalas no automáticas o la imposibilidad de ajustar los balances por inflación.

Tanto la elevada presión tributaria, focalizada sobre el sector formal de la economía, sean empresas o personas humanas, como el impacto del impuesto inflacionario, que es sufrido principalmente por la población más carenciada, generan efectos negativos sobre la equidad. La alta presión tributaria promueve la informalidad laboral, que se encuentra entre 35% y 40%, y esta, sin dudas, contribuye a incrementar la pobreza, que en la última medición del Indec registró un 42 por ciento.

Por el lado de los gastos, los proyectos de ley de presupuesto aprobados de cada año durante los últimos quince años, presentaron (a excepción de 2017-2019) un nivel de gasto en términos del PIB superior al nivel que se termina ejecutando en el año que son presentados, lo cual indica el consenso sobre el crecimiento de la intervención económica del sector público. Si bien se establecieron reglas cuantitativas con límites al crecimiento del gasto en la Ley de Responsabilidad Fiscal, lo cierto es que no han servido para detener su crecimiento, ya que el Estado nacional cumplió todos los años con los límites impuestos al crecimiento del gasto, mientras que el mismo se duplicó y el superávit fiscal se transformó en déficit.

La propuesta: reformas fiscales y reglas fiscales

Por las razones mencionadas, una posible solución de política fiscal para recuperar la competitividad debería enfocarse en dos dimensiones. La primera debe consistir en una reforma que solucione el problema en la presión tributaria efectiva a la vez que se busque la eficiencia para bajar el gasto público, pero teniendo en cuenta que la brecha fiscal es ampliamente negativa y las fuentes que podían financiar una transición gradual ya no están disponibles. Así, se podría retomar competitividad en el corto plazo que genere atractivos para la inversión, de manera de sentar las bases de una mejora sostenida en la competitividad.

En presencia de altos niveles de presión tributaria, gasto, déficit y deuda, el equilibrio de la reforma fiscal es muy frágil y se ve condicionado frente a la disponibilidad de fuentes de financiamiento, por lo que pareciera ineludible un ajuste más rápido del gasto que de los impuestos, de manera de crear espacio para una reforma fiscal sostenida.

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Con los resultados de esta reforma debería aplicarse un refuerzo sobre el esquema de reglas fiscales, con la intención y el compromiso de que las mismas no permitan retomar los senderos insostenibles, fomentando la estabilidad macroeconómica y todos los beneficios que eso conlleva.

Si bien la solución mediante reglas fiscales parece muy difícil de alcanzar, existen diversos ejemplos en los que se ha conseguido superar gran parte de los problemas mencionados. Un punto que parece ser común en todos los casos de éxito es que el esfuerzo debe ir más allá que la implementación de una regla. Como ya se ha asentado, el problema es tanto fiscal como institucional. De nada sirve fijar reglas utópicas cuyo cumplimiento sea imposible sobre las magnitudes y composición actual de las finanzas públicas o que dependa de la buena voluntad y la discrecionalidad.

Un ejemplo cercano y particular en esta materia fue Chile. Casi desde principios de siglo implementa el reconocido balance estructural, así como el fondo anticíclico del cobre. La idea es sencilla, Chile buscó definir una senda estable de su política fiscal, a través de reglas. Pero fue más allá, ya que la regla del balance estructural busca no solo limitar, sino ajustar la política fiscal al ciclo económico, de manera de ahorrar en épocas de bonanza para poder realizar política fiscal expansiva en momentos adversos.

Chile creó un fondo anticíclico con las divisas que genera el cobre
Ivan Alvarado


Chile creó un fondo anticíclico con las divisas que genera el cobre (Ivan Alvarado/)

En términos prácticos, lo que hace es estimar el nivel de ingresos que recaudaría teniendo en cuenta un PIB potencial y un precio del cobre. Actualmente la regla es de déficit cero, por lo tanto, el gasto debe igualar los ingresos potenciales. El déficit o superávit efectivo dependerá del comportamiento de las variables cíclicas; si el precio del cobre es menor al estimado, los ingresos serán menores a los ingresos potenciales lo que derivará en un déficit efectivo y viceversa.

Algunos países como Brasil y Uruguay han optado por reglas al endeudamiento y reglas en el gasto primario, pero con cláusulas de escape. Si bien es cierto que la rigidez de la regla hace a la regla, existen situaciones excepcionales en las que no permitir cierta discrecionalidad puede ser contraproducente. Las crisis mundiales (crisis financiera en 2008, Covid-19 en 2020) requieren el incumplimiento temporal de la regla en lugar de su abandono cuando las variables exógenas caen por encima de un determinado nivel que justifiquen el desvío.

Si bien existen factores comunes en los planes exitosos, aún lejos está la posibilidad de poder copiarlos. Los países tienen sus propias características e instituciones, lo que hace que adaptar este tipo de medidas a cada caso concreto represente un desafío en términos de diseño de la propuesta institucional, política y técnica. Por dar un ejemplo, el caso chileno se corresponde con una situación completamente distinta en términos de federalismo fiscal si se lo compara con Argentina.

La multiplicidad de actores con impacto relevante sobre la política fiscal y la afectación de recursos al financiamiento de los fiscos subnacionales, introducen un nivel de complejidad adicional al diseño institucional y a la probabilidad de lograr la aprobación por parte de los actores que perderían discrecionalidad sobre los fondos públicos.

No se debe olvidar que un exceso de presión tributaria sumado a ineficiencias en el gasto público con recurrentes déficit fiscales tienen impactos negativos en el bienestar de la población en el mediano plazo, siendo una consecuencia la mayor informalidad, que incrementa la pobreza y genera un círculo negativo que se retroalimenta.