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¿Sabes dónde están tus recuerdos?

La hermana y el padre de Kashmir Hill en una fiesta antes de un partido de hockey sobre hielo en Tampa en noviembre de 2007. (Kashmir Hill vía The New York Times)
La hermana y el padre de Kashmir Hill en una fiesta antes de un partido de hockey sobre hielo en Tampa en noviembre de 2007. (Kashmir Hill vía The New York Times)

Tengo muchos miedos como madre. Mi hija en edad de prescolar aprendió hace poco un juego en el autobús escolar llamado “Verdad o fuerza”. Mi hija menor se niega a comer casi cualquier cosa que no sean macarrones con queso Kraft. Este año se ha añadido a la lista, junto a las influencias externas y los problemas de salud, la posibilidad de que mis hijas me dejen fuera de mi vida digital sin querer.

Eso es lo que le ocurrió a una madre de Colorado cuyo hijo de 9 años utilizó su viejo celular para retransmitirse desnudo en YouTube, y a un padre de San Francisco cuya cuenta de Google fue inhabilitada y eliminada porque tomó fotografías de su hijo pequeño desnudo para el médico.

Informé sobre sus experiencias para The New York Times, y al hablar con estos padres, que estaban atónitos y desolados por la pérdida de sus correos electrónicos, fotos, videos, contactos y documentos importantes de décadas, me di cuenta de que yo también corría el mismo riesgo.

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Yo soy “complaciente con la nube”, no guardo mi información digital más importante en un disco duro en casa, sino en el enorme sótano digital que me proporcionan los servidores de las empresas tecnológicas. Google ofrece a todos los usuarios quince gigabytes gratuitos, una cuarta parte de lo que viene en un teléfono Android, y no he conseguido agotarlos en 18 años de uso de los numerosos servicios de la empresa.

Los cinco GB gratuitos de Apple sí los he agotado, así que ahora pago 9,99 dólares al mes por espacio de almacenamiento adicional en iCloud. Meta no tiene un máximo; como explorar Instagram, el espacio permitido es infinito.

Si de repente me quedara sin ninguno de estos servicios, la pérdida de datos sería devastadora en términos tanto personales como profesionales.

Como niña de los ochenta, solía tener limitaciones físicas sobre cuántas fotos, diarios, cintas VHS y notas aprobadas en séptimo curso podía conservar de manera razonable. Pero la inmensa extensión y el alquiler relativamente barato de la llamada nube me han convertido en un acaparador de datos. De cara a 2023, me propuse desenterrar todo lo que almacenaba en cada servicio y encontrar un lugar donde guardarlo sobre el que tuviera control. Mientras lidiaba con todos los gigabytes, mi preocupación pasó de perderlo todo a averiguar qué valía la pena guardar.

Kashmir Hill tomó esta foto en una exposición en un museo en 2011 y la conservó durante más de una década. (Kashmir Hill vía The New York Times)
Kashmir Hill tomó esta foto en una exposición en un museo en 2011 y la conservó durante más de una década. (Kashmir Hill vía The New York Times)

Recolección de datos

Encuentro casi cien fotos de una noche de noviembre de hace quince años, con mi familia en un partido de los Tampa Bay Lightning cuando mis hermanas y yo estábamos en casa por vacaciones. Estamos en la cola con un minibarril de Heineken. Mi padre posa junto al auto, haciendo una mueca divertida ante la ridiculez de una fiesta en un estacionamiento. Luego, posamos en el estadio con la pista de hockey de fondo, brindando con un desconocido junto al que nos sentamos. ¿Habíamos estrechado lazos con él durante un tercer cuarto especialmente reñido? Los metadatos del archivo JPG de Google Fotos no lo decían.

Las fotografías me transportaron a una noche muy divertida que casi había olvidado. Sin embargo, me preguntaba cómo podía haber tantas fotos de una sola noche. ¿Cómo decidir cuáles conservar y de cuáles deshacerme?

Ese tipo de explosión de datos es resultado de la economía, afirmó Brewster Kahle, fundador del Archivo de Internet, un grupo sin fines de lucro con sede en San Francisco que guarda copias de sitios web y digitaliza libros y programas de televisión. Tomar una foto solía ser caro porque había que revelar una película.

“Costaba un dólar cada vez que presionabas el obturador”, explicó Kahle. “Ya no es así, así que presionamos el obturador todo el tiempo y guardamos mucho, demasiado...”.”

Yo había capturado la tarde de 2007 en Tampa, Florida, antes de la época de los teléfonos inteligentes, con una cámara digital Canon que tenía una tarjeta de memoria relativamente pequeña que vaciaba regularmente en Google Fotos. Allí encontré más de 4000 fotos, junto con diez gigabytes de datos de Blogger, Gmail, Google Chat y Google Search, cuando solicité una copia de los datos de mi cuenta mediante una herramienta de Google llamada Takeout.

Simplemente pulsé un botón y un par de días más tarde recibí mis datos en un trozo de tres archivos, lo cual era estupendo, aunque algunos de ellos, incluyendo todos mis correos electrónicos, no eran legibles por humanos. En lugar de eso, venían en un formato que había que subir a otro servicio o cuenta de Google.

Según un portavoz de la empresa, 50 millones de personas al año utilizan Takeout para descargar sus datos de 80 productos de Google, con 400.000 millones de archivos exportados en 2021. Estas personas quizá hayan tenido planes de trasladarse a un servicio diferente, simplemente querían su propia copia o estaban preservando lo que tenían en Google antes de eliminarlo de los servidores de la compañía.

Takeout fue creado en 2011 por un grupo de ingenieros de Google que se autodenominaron Frente de Liberación de Datos. Brian Fitzpatrick, un antiguo empleado de Google en Chicago que dirigió el equipo, dijo que pensaba que era importante que los usuarios de la compañía tuvieran una “rampa de salida” fácil para abandonar Google y llevarse sus datos a otra parte. Pero Fitzpatrick admitió que le preocupaba que, cuando las personas almacenan sus pertenencias digitales en el servidor de una empresa, “no piensan en ello ni se preocupan”.

Algunos de los arrendadores de mis datos fueron más complacientes que otros. Twitter, Facebook e Instagram ofrecían herramientas similares a Takeout, mientras que Apple tenía un proceso de transferencia de datos más complicado que implicaba instrucciones voluminosas y un cable USB.

La cantidad de datos que finalmente extraje fue asombrosa: más de 30.000 fotos, 2000 videos, 22.000 publicaciones en Twitter, 57.000 correos electrónicos, 15.000 páginas de viejos chats de Google y 16.000 páginas de búsquedas en Google que se remontan a 2011.

Lo faltante

El botín de datos me hizo revivir episodios olvidados de mi vida. Una fotografía borrosa del marido de mi mejor amiga con un bebé pequeño atado al pecho, de pie frente a una cara al estilo Beetlejuice del tamaño de una pared, me hizo recordar una excursión de hace mucho tiempo a una exposición de Tim Burton en un museo de Los Ángeles. No recuerdo lo que aprendí sobre el cineasta gótico, pero sí recuerdo el horror de mis amigos cuando su hijo de semanas, que ahora tiene 11 años, tuvo una emergencia y tuvieron que mendigar a un desconocido un pañal cómicamente extragrande.

La granularidad de lo que había en mi archivo digital acentuó las partes de mi vida que faltaban por completo: correos electrónicos de la universidad en una cuenta proporcionada por la universidad que no se me había ocurrido migrar; fotos y videos que tomé con un teléfono Android y de los que hice una copia de seguridad en un disco duro externo que desapareció; e historias que había escrito en la escuela de periodismo para publicaciones que ya no existen. Para mí estaban tan perdidos como el diario confesional que una vez dejé en el respaldo de un avión. La idea de que la información, una vez digitalizada, permanecerá para siempre es errónea.

Margot Note, archivera, afirma que los miembros de su profesión reflexionan mucho sobre la accesibilidad del soporte en el que se almacenan los datos, dado el reto que supone recuperar videos de formatos antiguos como DVD, cintas VHS y películas de carrete. Note se hace el tipo de preguntas que la mayoría de nosotros no nos hacemos: ¿existirá el software o hardware adecuado para abrir todos nuestros archivos digitales dentro de muchos años? Con algo llamado “putrefacción de bits” —la degradación de un archivo digital con el paso del tiempo— es posible que los archivos no estén en buen estado.

Los particulares y las instituciones piensan que, cuando digitalizan material, este se encontrará a salvo, afirmó. “Pero los archivos digitales pueden ser más frágiles que los físicos”.

Dónde poner los datos

Una vez montado mi Frankenstein de datos, tenía que decidir dónde ponerlo. Hace más de una década, antes de la complacencia de la nube, solía hacer copias de seguridad de mis cosas en un disco duro que quizá había comprado en Best Buy. El autoalmacenamiento digital se ha vuelto más complejo, como lo descubrí cuando visité el subreddit DataHoarder. Las publicaciones con consejos técnicos para la mejor configuración doméstica estaban llenas de jerga hasta el punto de resultar incomprensibles para un novato. Un ejemplo: “Empecé con una sola bahía Synology Nas y hace poco construí un servidor unRAID de 16TB en un xeon 1230. Muy contento con el resultado”.

Me sentía como si hubiera llegado a un planeta extraterrestre, así que recurrí a archiveros profesionales y amigos expertos en tecnología. Me recomendaron dos discos duros de 12 terabytes y 299 dólares, uno de los cuales debería tener espacio de sobra para lo que tengo ahora y lo que cree en el futuro, y otro para duplicar el primero, así como un NAS, o sistema de almacenamiento conectado a la red, de 249 dólares para conectarlo al router de mi casa, de modo que pudiera acceder a los archivos a distancia y controlar el estado de las unidades.

Conseguir todos tus datos y averiguar cómo almacenarlos de forma segura es engorroso, complicado y costoso. Hay una razón por la que la mayoría de la gente ignora todas sus cosas en la nube.

Qué guardar

Observé una división filosófica entre los archiveros con los que hablé. Los archiveros digitales se comprometían a mantener todo con la idea de que nunca se sabe lo que se puede querer algún día, mientras que los archiveros profesionales que trabajaban con fondos familiares e institucionales afirmaban que era importante reducirlos para que el archivo fuera manejable para las personas que lo consultaran en el futuro.

Bob Clark, director de archivos del Rockefeller Archive Center, dijo que la regla general en su profesión era que menos del cinco por ciento del material de una colección merecía ser conservado. Culpó a las empresas tecnológicas de ofrecer demasiado espacio de almacenamiento, eliminando la necesidad de deliberar sobre lo que guardamos.

“Nos lo han puesto tan fácil que nos han convertido en acaparadores de datos involuntarios”, afirmó.

Las empresas intentan, en ocasiones, jugar el papel de mineros de la memoria, sacando a la luz momentos que creen que deberían ser significativos, quizá con el objetivo de aumentar mi compromiso con su plataforma o inspirar lealtad a la marca. Pero sin querer sus archivistas algorítmicos ponen de relieve el valor de la selección humana.

“No creo que podamos confiar simplemente en que los algoritmos nos ayuden a decidir qué es importante o no”, afirmó Clark. “Tiene que haber puntos de intervención y juicio humanos implicados”.

El proceso de reducción

En lugar de guardar una copia digital completa de todo, decidí seguir el consejo de los archiveros y reducirlo un poco, un proceso que los profesionales llaman valoración. Empecé por las capturas de pantalla: los códigos QR de vuelos embarcados hace tiempo, los acuerdos de privacidad en los que tenía que hacer clic para usar una aplicación, los correos electrónicos que era mejor reenviar a mi marido por SMS y un mensaje de Words With Friends que decía que “chiflado” no era una palabra aceptable.

También había un montón de “agotamiento de datos”, como lo llama el tecnólogo de seguridad Matt Mitchell, un término cortés para referirse al registro de mi vida en las búsquedas de Google, desde una consulta de 2011 para bares de karaoke en Washington a una búsqueda más reciente para el Chuck E. Cheese más cercano. No los guardaré en mi disco duro personal, y tal vez dé el paso de borrarlos de los servidores de Google, lo que la empresa hace posible, porque su potencial de avergonzarme es mayor que su valor de archivo. Mitchell afirmó que los superacaparadores debían reducirlos, no para que los recuerdos sean más fáciles de encontrar, sino para eliminar datos que podrían afectarlos después.

“Tienes que desprenderte porque no te pueden hackear si no hay nada que hackear”, explicó Mitchell, fundador de CryptoHarlem, una organización sin fines de lucro dedicada a la educación en ciberseguridad. “Solo cuando almacenas demasiado te encuentras con el peor de estos problemas”.

Cuentas inactivas

Ahora mismo, resulta barato atesorar todos estos datos en la nube.

“El costo del almacenamiento a largo plazo sigue bajando”, afirmó George Blood, que dirige una empresa a las afueras de Filadelfia dedicada a digitalizar información de soportes obsoletos, creando en promedio diez terabytes de datos al día. “Te pueden cobrar más por el costo de la electricidad —hacer girar el disco en el que están los datos— que por el almacenamiento en sí”.

Las grandes empresas tecnológicas no suelen incitar a la gente a minimizar su huella de datos, hasta que se acercan al final de su espacio de almacenamiento gratuito. Es entonces cuando las empresas los obligan a decidir si se pasan a los planes de pago. Sin embargo, hay indicios de que las empresas no quieren retener nuestros datos para siempre: la mayoría tienen políticas que les permiten eliminar las cuentas inactivas durante un año o más.

Consciente del valor potencial de los datos que dejan atrás quienes eufemísticamente se vuelven “inactivos”, Apple introdujo hace poco una función de contacto heredado, para designar a una persona que pueda acceder a una cuenta de Apple tras la muerte del propietario. Google dispone desde hace tiempo de una herramienta similar, denominada prosaicamente gestor de cuentas inactivas. Facebook creó los contactos de legado en 2015 para ocuparse de las cuentas que han sido conmemoradas.

Y esa es realmente la cuestión definitiva en torno a los archivos personales: ¿qué será de ellos después de nuestra muerte? Al guardar tanto, más de lo que queremos clasificar, que es casi seguro más de lo que nadie quiere clasificar en nuestro nombre, es posible que dejemos menos que las generaciones anteriores porque nuestras cuentas quedarán inactivas y se eliminarán. Nuestras nubes personales pueden llegar a ser tan grandes que nadie las revisará nunca, y todos los bits y bytes podrían acabar volando por los aires.

© 2022 The New York Times Company