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Mientras sale el café

Mientras espero sin paciencia que se llene la cafetera para iniciar de forma oficial mi día sigo pensando en él, llevo meses convenciéndome de que no es a él a quien extraño sino lo que teníamos, lo que éramos, pero entonces pequeños detalles como el olor a café en las mañanas, su taza roja en mi repisa o la lata de galletas de mantequilla en la alacena que sigue llena porque él ya no está y eran sus favoritas me regresan de golpe la realidad: si es a él a quien extraño.

Terminamos hace casi un año pero para mí es como si hubiera sido apenas la semana pasada cuando aún éramos los dos, corriendo por la casa preparándonos para salir al trabajo por la mañana, despidiéndonos en la puerta con un beso apresurado. No hemos hablado en meses, las últimas interacciones y mensajes eran meramente transaccionales, quién se queda con qué, quién se lleva lo demás, cómo dividimos lo que compramos juntos, todo eso que se pospone casi de forma inconsciente cuando no se quiere decir adiós pero que se precipita al calor de las peleas intensificando el coraje, ya no recuerdo porqué estábamos tan enojados. He repasado más veces de las que le he comentado a mi terapeuta esa última discusión que tuvimos, la definitiva y ya no le encuentro sentido, hoy creo que pudimos haberlo hecho mejor, no sólo haber terminado en mejores términos sino incluso, quizá, trabajar juntos para salir de aquello que sin duda no era suficiente para que decidiéramos soltarnos, o bueno, al menos no para mí.

Mucho he escuchado en este tiempo acerca de lo necesario que es dejar ir, poner límites entre uno mismo y todo aquello que no sume o nos haga daño. Pero creo que también deberíamos hablar sobre lo opuesto. La importancia de quedarse y de no renunciar, entiendo que inevitablemente al decidir sobre algo estamos haciendo una renuncia activa hacia lo que no elegimos, pero y qué tal que hubiéramos decidido seguir juntos. Avanzar de la mano de alguien que te ama y te impulsa hace que el camino sea mejor, y francamente es que a su lado me sentía invencible, a eso me refiero cuando digo que quizá no es a él a quien extraño sino a quien yo era cuando estaba a mi lado.

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Es increíble como de pronto puede una persona cambiarnos tanto la vida, pasamos de vivir juntos y compartirlo todo a ser casi dos extraños que lo único que tienen en común el día de hoy es el pasado. Lo más extraño es que no lo he visto ni por casualidad, y eso que esta ciudad no es tan grande. No hemos coincidido en ningún lado, debo confesar que he fantaseado muchas veces sobre nuestro reencuentro imaginario, en algunos escenarios el saludo es elocuente y algo incómodo, en otros terminamos compartiendo el resto del día juntos y al final nos decimos adiós desde el corazón y no desde el estómago, y en otros –mis favoritos- sonreímos francamente y nos abrazamos largo y tendido antes de atropellarnos uno al otro con justificaciones y disculpas sinceras, en este hubiera que habitamos en mi imaginación volvemos a intentarlo, nos damos la segunda oportunidad que no supimos construir el año pasado…como si despertara de un sueño regreso entonces a la realidad de su ausencia, a su lado de la cama tendido, al sillón que me dejó aunque era suyo porque hace juego con el resto de la sala, a estar sola y extrañándolo y después sentirme mal por sentir que debería superarlo y entonces me quedo atrapada en ese ciclo varias veces al día.

Me encantaría cortarme el pelo, hacer un posicionamiento en redes y seguir adelante con mi vida como si nada, como hacen muchas, como logran casi todos, pero no puedo, quizá no quiera tampoco, porque sería aceptar que se acabó, que no había más que hacer, que era inevitable, ya saben todo aquello de las diferencias irreconciliables o de cuando se acaba el amor y aceptar eso sería aceptar una mentira. Le he dado vuelta muchas veces y creo que lo que nos pasó se salió de proporción debido a nuestra mala gestión emocional, porque teníamos muchas cosas sucediendo al mismo tiempo y no supimos encontrar la mano del otro para juntos sacar a flote nuestro pequeño bote, así que podría decir que si nos hundimos fue porque no intentamos remar juntos para llegar a salvo a la orilla.

La cafetera ya está llena, me sirvo una gran taza y decido darles una oportunidad a las galletas de mantequilla, tomo una, la sumerjo en el caliente líquido y rápido la meto a mi boca. El azúcar se disuelve y llena de dulzor mi lengua y mis labios. Pienso en él, en sus rituales antes de un gran juego e incluso al ir a la cama. No voy a buscarlo, nos prometimos seguir adelante y dejar todo aquello atrás, dejarnos atrás. Quizá mañana ya no lo extrañe tanto, quizá me acostumbre en algún momento a la idea de no ser con él, de tener que seguir adelante, pero aún no estoy lista, no quiero soltarlo aunque ya lo haya dejado ir. Entiendo que el duelo tiene varias etapas, no lineales, y claro que sigo con mi vida, veo a mis amigas, salgo a la oficina un par de veces a la semana e intento conocer lugares nuevos de la ciudad, no busco encontrarlo de manera activa aunque me gustaría. Busco encontrarme y acompañarme a mí, sin sentir que le necesito tanto.