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Sorpresas en el arcón de los recuerdos, y un hallazgo providencial

Con esto del confinamiento terminás sintiéndote como en una de esas películas de ciencia ficción (a veces no tan ciencia ficción) en las que los protagonistas tienen que arreglárselas con lo que tienen en la nave espacial. Porque, digamos, la casa de electrónica más cercana está a 50 años luz. Por poner un número.

Problema (o más bien desafío; problemas tienen las personas que a causa de la pandemia y el aislamiento no pueden trabajar). Voy de nuevo.

Desafío: tener música todo el día en mi estudio, sin usar cables, con calidad aceptable y con solo apretar un botón.

Me explico. Escribo todos los días con uno de esos teclados retroiluminados, robusto como un búnker y pesado como tres buques tanqueros. Dada la cantidad de caracteres que salen de esta máquina, los tecladitos normales no me duran mucho más de dos años. Terminé de escribir mi último libro, por ejemplo, con uno en el que las letras más usadas ya no se leían. Como además aprendí mecanografía en la Two Finger School, me dio un poco de vergüenza estar trabajando con una herramienta en esa condiciones. Así que me compré esta bestia de carga mucho más apta para mi nivel de exigencia (y de torpeza). Además, ya saben quién recibe los puñetazos cuando algo no sale bien.

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El teclado está, a su vez, conectado a una computadora de escritorio con dos pantallas. Una de las pantallas es para el estudio MIDI, que funciona también en este equipo, con sintetizadores externos e internos, consola de seis canales y audio a la altura. A la altura significa que los altavoces pueden fácilmente tirar abajo una pared de concreto, si uno elije la frecuencia correcta y pone el volumen al máximo. No, en serio. Recuerdo que en mi adolescencia, cuando, como era de rigor, tenía mi banda de rock, nos pusimos a jugar con un Vocoder (un VC-10 de Korg, para los conocedores) en la casa de uno de los miembros de la agrupación, por llamarla de alguna manera. Bueno, en un momento la cosa se fue un poquito de control y estallaron varios vidrios. Eso era ser revoltoso y no pavadas. En fin, aquí hay también un sintetizador vintage, de los que emiten lo que le pidas, sin filtro, de modo que algunos califican este set como estudio MIDI y otros, como arma de destrucción masiva.

Además, los altavoces están dispuestos de tal modo que me den buen sonido cuando toco el piano. Pero mi mesa de trabajo (enorme y siempre desordenada) está dispuesta de manera perpendicular respecto de esos altavoces. No es capricho. En mi estudio entra mucha luz, y para que la vista no termine destruida hay que poner siempre las pantallas perpendiculares a la ventana.

De modo que me venía haciendo falta un equipo de audio algo más modesto para poner música mientras trabajo. Se me ocurrió una idea que me pareció genial y que, obviamente, fracasaría de manera lamentable.

Reliquias de anteayer

Como tengo varios smartphones de repuesto (nunca se sabe), me hice este planteo: ¿por qué no revivir uno de estos teléfonos, instalarle Spotify y vincularlo a un equipo de audio menos potente, pero de calidad aceptable? El plan era, claro, emplear la función de control remoto de Spotify desde mi computadora de trabajo. Si funcionaba, entonces tendría buen audio justo de frente y a la distancia correcta, con lo que la imagen estéreo sería la adecuada. Dirán que soy un obsesivo. Tienen razón.

Funcionó. Podía manejar el teléfono desde mi computadora para poner música, pausarla, y así. Diré mejor: funcionó hasta que, cuando me ausenté por un par de horas, el teléfono se puso en modo de bajo consumo y desapareció de la lista de dispositivos conectados de Spotify. Lógico. Si los smartphones no hicieran estas cosas, sus baterías durarían doce minutos. Máximo.

Sí, claro, toqué todo lo que se podía en las opciones de energía, pero invariablemente, incluso enchufado (mala idea, pero estaba experimentando), el sujeto se ponía a dormir y desaparecía del radar. OK, de nuevo al tablero de dibujo.

Recordaba vagamente un equipo que alguien me había regalado hacía muchísimos años y que nunca había sacado de la caja. Tal vez fuera la solución. No fue fácil encontrarlo. Primero, porque todavía no he tenido tiempo de desembalar todo, luego de la mudanza. Lleva años, anoten. Segundo, porque en el camino me encontré con algo que fue un poquito chocante.

Dentro de su estuche de cuero, con la pantalla apagada desde hacía no menos de 15 años, encontré mi viejo Nomad Jukebox Zen, de Creative Labs. Lo había comprado en 2003. Recuerdo haber escrito una nota, fascinado por la posibilidad de tener en ese equipo de solo 300 gramos toda una discoteca en MP3. Y era comprensible. En 2003 era comprensible. Pero ahora, cuando lo extraje de la caja, me impresionó su peso. Sin la funda, 270 gramos. El equivalente a dos smartphones, pero con el 2% de lo que ofrece un buen smartphone. El tiempo pasa realmente rápido en esta industria.

Veinte gigabytes, esa es la capacidad de este equipo, que, por supuesto, puse a cargar, lo encendí y arrancó alegremente. Me llevó un rato recordar cómo se operaba, pero al final, con un par de buenos auriculares, se puso a sonar. Magníficamente, debo decir. Pero, sin wifi, no me servía para esto de oír música todo el día sin tener que levantarme de la silla. No es que me fuera a dañar un tendón, pero no me gusta trabajar para las máquinas. Debe ser al revés.

Ahora, lo más alucinante de este equipo de Creative Labs era su interfaz. El iPod había salido un par de años antes, y una de las grandes diferencias con los otros reproductores de la época era, precisamente, su facilidad de uso. La otra, por si se lo preguntan, fue su integración posterior con una disquería online, la iTunes Store, idea genial que convirtió a Apple en el principal minorista de música de Estados Unidos.

En total, el Zen tiene siete botones, pero algunos, como una ruedita (que uno creería que es para el volumen, pero no) sirve también como interruptor; así que son en realidad diez controles. ¡Para oír música! La pantalla no solo es ínfima y en blanco y negro, sino que queda algo hundida en el equipo. Con lupa, zafa. Miré mi smartphone, con su pantalla cristalina y táctil, y así, en perspectiva, el Zen parecía salido de un museo o de una clase acerca de cómo diseñar mal un dispositivo.

Pero no me entiendan mal. La experiencia de usuario en aquellos años, antes del iPhone y todo lo que le siguió, estaba todavía en pañales. Es más, mientras seguía haciendo arqueología electrónica me encontré con otro reproductor de la época, un Olympus m:robe. Un poco más lindo, pequeño y liviano, tenía sin embargo solo 5 GB de capacidad de almacenamiento. Un pendrive promedio tiene hoy casi el doble. La pantalla del m:robe era un poco más legible y tenía controles sensibles al tacto. Un avance. Pero, sin enchufe USB, la única forma de vincularlo a la computadora es por medio de un cradle, que también se usa para cargarlo, y solo por medio de un cable no estándar. Fue.

Las baterías de ambos están ya al borde, así que irán a parar a ese estante de la biblioteca que mis amigos recorren con ojos incrédulos. Incrédulos porque no les entra en la cabeza que junte tantas antiguallas.

Music is in the air

Por fin, luego de este viaje a la prehistoria de la música digital, apareció lo que buscaba. También fue chocante, pero produciría un resultado inesperado.

El equipo en cuestión es un amplificador de X-View con salidas estéreo que se conectan mediante Bluetooth a un reproductor. En dos palabras, sirve para evitar los cables de los altavoces traseros de un home theater. Confieso que no aposté ni cinco centavos por una maquinaria que también parecía salida de un museo. Supuse que la tecnología de transmisión inalámbrica, donde radica toda la cuestión, sería demasiado primitiva.

Pero no perdía nada con probar. Usé los mismos altavoces del minicomponentes, que son de la época en la que sonaban muy bien, e hice las conexiones de rigor. Para mi asombro, el transmisor y el receptor se conectaron de forma instantánea. Y para mi más absoluto asombro, cuando puse esta versión del Stabat Mater, de Vivaldi, sonó sin defectos serios. Para el volumen al que pensaba usarlo estaba perfecto.

No recuerdo exactamente cuándo llegó ese equipo a casa, pero fue hace bastante. De hecho, está discontinuado y, por la poca información que hay en la Red, no parece haber sido demasiado popular. Cierto, su aplicación era muy específica: parlantes traseros de un home theater. No creo que se los hayan sacado de las manos. Sin embargo, estuvo estibado muchos años esperando su oportunidad y, ahora, con buena calidad y sin complicaciones (solo hay que encenderlo, y aquí queda, siempre listo) solucionó este desafío en la nave espacial de la cuarentena. Y después me preguntan por qué guardo todas esas cosas viejas.