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Suecia 1958: de cuando México jugó a muerte un Mundial… con puros lesionados en la cancha

México aterrizó en Suecia con un historial de pesadumbre en Copas del Mundo, pero ánimo de carnaval. A diferencia de otras selecciones, adustas y recontra concentradas ante los flashes como si el destino de la humanidad dependiera de esos 20 días de competencia, el equipo dirigido por la dupla Antonio López Herranz- Ignacio Trelles pisó Estocolmo con ánimo de jugar no solo en el campo.

En un paseo por las calles los vio Rafael García, reportero de ‘Ovaciones’ que lanzó una crítica impresa en grandes letras en ese diario: “Mexicanos causan admiración en Suecia… por nuestras extravagancias. No tendremos gran futbol, pero en cuanto a exhibicionismo, seguro no tenemos rival”.

¿Qué había sucedido? Nada grave. La prensa mexicana estaba sensible porque en vísperas de aquella sexta Copa del Mundo, los mexicanos sólo sumaban derrotas: desde Uruguay 1930 hasta Suiza 1954, ni un solo puntito. Y en un rato en que el plantel había ido a pasear, Manuel Camacho, arquero suplente, cargó como mascota un enorme tigre de peluche, delicia de los periodistas suecos que perseguían curiosidades del primer adversario de su equipo en la competencia. Sus compañeros de Selección se reían con la puntada, a diferencia de aquel reportero sin piedad: “Ni en el extranjero se le quita lo payaso”.

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En ese relajado ambiente callejero, los periodistas suecos rodearon al delantero Carlos Calderón de la Barca. Para un país con un alto grado de lectura les atraía, más que su puntería frente al arco, su apellido. ¿Era pariente del autor español del siglo 17, autor de La Vida es Sueño, Pedro Calderón de la Barca? El ariete del Atlante, divertido por el cuestionamiento, dijo que desde luego y que incluso era escritor además de futbolista. “Sólo me falta publicar”.

La sede de concentración del equipo, Lidingö, sí que hubiera sido el sueño de cualquier escritor: una hermosa isla boscosa frente al Mar Báltico, con canchas, piscinas, gimnasios. “Los cisnes han venido al campo de futbol y se han retirado hacia el agua donde se mecen contemplando con curiosidad y cierta altivez cómo los hombres juegan con una pelota -narró Ovaciones-. Faisanes se pasean dulcemente y conejos se acercan a los jugadores a comer hierba fresca”.

Los futbolistas ocupaban un pequeño edificio. El piso superior con cuartos para los jugadores decorados con pintura sueca, y la planta inferior con una sala de proyección para el análisis táctico. Hasta ahí, todo ideal.

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Sin embargo, existía una preocupación: ¿los jugadores serían capaces de desayunar el típico Knäckebröd, pan crujiente con caviar? ¿Podrían comer un Gravlax, salmón marinado en eneldo y en salsa de mostaza? ¿Cenarían Smörgåsbord, arenque en escabeche con cebolla, ajo, eneldo y mostaza, crema agria y huevos duros? Al técnico López Herranz le angustiaba que, con tantas extravagancias, sus futbolistas sufrieran terribles diarreas.

Por eso, confió en la orden que dio al doctor Cervantes, responsable de la salud del equipo. “Él visita la cocina antes de cada comida para cerciorarse que todo sea adecuado y condimentado como lo necesitan mis muchachos”, aclaró.

Y hubo más: el tesorero de la Federación Mexicana de Futbol, Antonio Obregón, se olvidó del control monetario y declaró que había solicitado al cocinero sueco lo siguiente: “dar al almuerzo sabores mexicanos”. Quién sabe cómo le hizo el chef sueco, quizá algo logró.

Ya resuelto eso, otro problema. Y complejo. Los dirigentes estaban preocupados por la cantidad de jovencitas suecas que merodeaban el lugar, muy interesadas en conocer a los jugadores.

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Católico, López Herranz buscó contrarrestar la atención llevando al plantel a la cercana Parroquia de Santa Eugenia, y prohibió terminantemente que personas ajenas ingresaran a la concentración. Ya veremos que ni la fe en Jesús ni el búnker sirvieron de gran cosa.

Por esos días, ambos entrenadores se enteraron que la Selección de Suecia, primer rival mundialista, jugaría un partido de práctica contra el equipo local del pueblo de Gustavsberg.

Allá fueron, creyendo que pasarían incógnitos. Ingenuos: eran los únicos no rubios que vieron el partido; el periódico Expressen los detectó e hizo público su proceder: “México espía al equipo sueco”.

Aunque la opinión pública estaba molesta, nuestra delegación sacó una buena conclusión: había que vigilar al veterano y porfiado goleador Bror Mellberg, figura en la League 1 de Francia, y a otros cuatro delanteros con experiencia en ese país e Italia. Aunque de poca filigrana, eran potentes.

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¿Y los verdes no necesitaban un partido de práctica? No, juró López Herranz: “Jugaron en México todo lo que necesitaban”.

“¡Estalla la guerra!”, tituló el Ovaciones del 8 de junio de 1958, día del debut de la Selección.

El cuadro azteca salió a la cancha del estadio Rassunda con mucha seguridad e incluso asumiendo una decisión riesgosísima: poner como titular al mediocampista Alfredo Hernández, que desde hacía días estaba lesionado.

Ante unas gradas repletas con 53 mil fanáticos, el rey Gustavo VI Adolfo proclamó la apertura, se cantaron los himnos, el príncipe Bertil dio la mano a todos los jugadores y bailarines ejecutaron la polska, la danza folklórica de la nación báltica.

Aunque eran los anfitriones y México no levantaba grandes expectativas, los suecos tuvieron una rara cortesía: disfrazaron a los vendedores de refrescos con sombrero charro y ¡jorongo!, algo cruel con una temperatura cercana a los 30 grados. Los rubios vestidos de mexicanos sudaban chorros bajo el sol. Antes del pitazo inicial, un fanático mexicano saltó al césped con sombrero y sarape tricolor para organizar un chiquitibum entre los fanáticos que habían cruzado el Océano Atlántico. Y ahora sí, México movió la bola.

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Alrededor de 150 cronistas de radio y televisión seguidos por 100 millones de personas en el planeta transmitían las acciones del partido. Mientras que otros mil periodistas de agencias noticiosas y diarios tomaban apuntes.

En el primer tiempo solo hubo un gol que gritar, el de Agne Simonsson con un toquecito en el área chica. México no agarró en ese lapso la pelota, y el segundo tiempo fue peor: a los 11 minutos el zaguero Niels Liedholm marcó un penal tras una violenta zancadilla de Jorge Romo.

Antonio La Tota Carbajal fue a buscar la bola a las redes con llamativa lentitud, como si interiormente dijera: “otro gol”, luego de 20 recibidos ya en tres Copas del Mundo. El 3-0 llegó cuando Lennart Skoglund burló a varios contrarios y cedió a Simonsson, que batió al guardameta mexicano.

Para golear ni siquiera había sido necesario que Mellberg anotara. El defensa Alfredo Hernández, lesionado desde antes del juego, fue una calamidad. Humillante, la derrota dejó secuelas más allá de los 90 minutos: José Jamaicón Villegas recayó de un derrame sinovial de la rodilla, y Calderón de la Barca y Alfonso Portugal estaban lesionados. No pintaba muy bien el partido que se jugaría en tres días ante Gales.

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López Herranz y Trelles volvieron a viajar hasta donde esa Selección jugaría un duelo amistoso contra un equipo de la Cuarta División sueca, obreros de una fábrica papelera.

Los técnicos se colocaron atrás de cada portería, y al concluir el cotejo tenían muy claro al nuevo peligro: John Charles, comandante de la Juventus y nombrado Futbolista Europeo de 1958. El periodista Flavio Zavala Millet lo describió así: “Tipo fornido, gigantesco, de impetuosas entradas que remata fuertemente con ambas piernas. Salta muy bien cazando los centros. Sufrió un encontronazo con el portero del equipo enemigo, con voltereta y golpe en la rodilla. Así y todo se hartó de hacer goles”. Un titán.

Por eso, en la concentración de Lidingö había largas sesiones: México entraba a la sala de proyección para ver películas del rival y ajustar movimientos.

La agencia AFP se coló a una charla y divulgó esta escena al mundo: “Como en una escuela, ante la pizarra, sentados los mexicanos en sus pupitres, las jugadas se plasman en dibujos y López Herranz las explica. Es preciso que cada jugador esté compenetrado con su papel para que en el momento oportuno la jugada ya esté fotografiada en su mente. Tiza en mano, las jugadas más complicadas se trazan geométricamente. López Herranz y Trelles observan a los jugadores para saber si entendieron. Ellos escuchan y asienten”.

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López Herranz fue muy claro con el defensa Raúl Cárdenas, custodio del temible Charles: “su zona es aduana cerrada. No deje pasar a ninguna persona extraña; mejor dicho, a ninguna persona: compréndalo bien”.

La afición mexicana intuía que contra Gales se podría dar una actuación histórica.

Por la radio 660, la Frecuencia de Oro, comenzó una transmisión replicada por 70 estaciones en todo el país, en todos los puntos cardinales. Los oídos estaban puestos lo mismo en Nuevo Laredo por la XEFE, que en Colima a través de la XERL. El narrador sería el español Cristino Lorenzo, antiguo aguador y utilero del Real Madrid.

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Al mediodía del miércoles 11 de junio, la afición mexicana oyó la resistencia de su equipo durante media hora, hasta que al minuto 32 se produjo la decepción eterna: Ivor Allchurch remató un pase de Terry Medwin y venció a Carbajal. Habíamos nulificado a Charles, pero no a su menos célebre acompañante.

Para el segundo tiempo, la historia del futbol mexicano, hasta entonces con puras derrotas en Copas del Mundo (seis), se transformó para siempre: el equipo, embistiendo con el brío de un búfalo, luchó por el empate. El reloj, desalmado, nos decía que el duelo concluía y por más que Carlos Blanco daba con sus tiros a gol espectacularidad a las acciones, no llegaba la igualada. El arquero Jack Kelsey lo detenía todo.

Pero no hay mal que dure 100 años.

A cuatro minutos del final, Blanco cedió a Reyes, que envió un centro a Jaime Belmonte. Con un frentazo, concretó el gol más importante en 78 años de historia del futbol mexicano. El equipo buscó enloquecido la victoria: “Se salvaron los galeses gracias a la providencia divina”, escribió Zavala Millet. Esta vez no importó. Al fin México no perdía. Con un empate ganaba su primer punto en Copas del Mundo, un punto majestuoso.

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De regreso a la concentración, todo era fiesta. Cientos de aficionados mexicanos acudieron a las puertas de Lidingö para pedir fotos, autógrafos y, eufórico, el técnico López Herranz permitió que quien quisiera entrara al búnker a compartir la alegría. Apartado de sus obligaciones, el gobernador de Oaxaca Alfonso Pérez Gasga, poderoso porrista que se tomó unas vacaciones futboleras, repartió abrazos entre jugadores. Después llegaron las famosas y guapas actrices Leticia y Elena Julián. Y no era todo: las bellísimas aficionadas suecas, rubias platinadas, entraron a las instalaciones y se colaron por todos los rincones. Los futbolistas mexicanos, embelesados, se dejaban abrazar, besar, tomar fotos. Lo que fuera.

La prensa nacional, entre molesta y atraída, lo consignó: “Los muchachos mexicanos han roto muchos corazones entre las suecas y continuamente son visitados por ellas”. “Jaime Salazar fue de los avorazados”, indicaba una imagen en la que se veía al necaxista agarrando a una joven. “Sepúlveda se despachó con la cuchara grande, dos chicas para dos grandes brazos”, informaba una fotografía con esos tres protagonistas. “Jaime, muy inquieto, buscaba a las muchachas”. “Sepúlveda, Mellone, Panchito y Reyes no perdían tiempo”, exhibía otra foto, tomadas ellas de la cintura.

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Algo prematura, la fiesta se opacó pronto con dos golpes de realidad.

Uno, el próximo rival, ante el que México pasaría de ronda en caso de vencerlo, era Hungría, nada menos que el subcampeón mundial.

Y dos, el equipo estaba muy afectado físicamente luego del empate ante los británicos: Romo, con esguince de tobillo, tuvo que usar muletas. Carbajal estaba dañado de una mano y usaba una venda. Salvador Reyes tenía una lesión en una pierna. Jesús del Muro padecía el desgarre de un muslo. Villegas también se había desgarrado en un choque. Belmonte sentía una intensa molestia en un tobillo. Y Guillermo Sepúlveda sufría un brutal dolor en una rodilla que ni trotar lo dejaba.

Nada de eso valió, los entrenadores no estaban dispuestos a alinear un cuadro B. Jaime Salazar y Ligorio López, reemplazantes naturales, no jugarían. Punto.

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En el gran partido ante los europeos salieron lastimados a la cancha Carbajal, Del Muro, Reyes y Belmonte, infiltrado. Y jugó también Sepúlveda, que no podía con su alma. México, hecho un camposanto, empezó a derrumbarse al minuto 14, cuando Sepúlveda pidió su cambio. No podía más. En una época en la que no existían las sustituciones, la Selección jugaría 76 minutos con 10 elementos.

En realidad nueve, pues desde el inicio el defensor Del Muro se arrastraba desesperado y jugaba “cargando una pierna sobre el hombro”, ilustró el cronista Zavala. México aguantó heroico el primer tiempo, que solo acabó 0-1 con gol de Lajos Tichy. Pero en la segunda parte, fulminado físicamente, su trinchera fue pulverizada. Tichy repitió, y vinieron dos más de Karoly Sandor y Jozsef Bencsis.

Hungría aplastaba al equipo que amaban las suecas.

Con México eliminado en primera ronda una vez más, López Herranz soltó una declaración absurda: “Hubiéramos podido ganar, pero tuvimos mala suerte”, dijo en la rueda de prensa.

El equipo volvió por última vez a su concentración de Lidingö, donde el técnico repartió unas coronas suecas sobrantes para que los jugadores fueran a comprar recuerdos En la cancha de tenis, Reyes y Calderón jugaron un doble contra Alfredo Hernández y El Jamaicón, y así olvidaron las penas.

El periodista Zavala se lanzó contra López Herranz y Trelles: “Los técnicos tuvieron la culpa. Alinearon inválidos: Del Muro, Carbajal y Sepúlveda, pese a que el defensa dijo antes del partido no sentirse bien. Lamentable: el partido contra Hungría no se perdió, lo entregaron. La Copa del Mundo es la guerra, y ahí no se va herido”.

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A su llegada al aeropuerto de la Ciudad de México, Sepúlveda caminaba en muletas. Horas después se supo la verdad: tenía roto el ligamento lateral de la rodilla derecha y estaría cuatro meses fuera de las canchas. Con esa lesión espantosa había sido forzado a jugar frente a Hungría.

López Herranz fue llevado en la terminal aérea al banquillo de los acusados. ¿Por qué no usó suplentes sanos en vez de titulares heridos? “Eso hubiera desorganizado completamente a nuestra defensa”, justificó. En los pasillos rumbo a la salida, Jaime Salazar y Ligorio López, los hombres sanos que se quedaron en la banca mientras Hungría goleaba, sólo respondieron con gestos mudos los cuestionamientos de los medios. “Disfrazaron su desencanto -publicó el diario ‘La Prensa’– bajo una sonrisa mecánica, y se encogieron de hombros”.

En realidad, un país entero, incrédulo ante las decisiones técnicas en la Copa del Mundo Suecia 1958, se encogía de hombros. ¿Por qué? Se preguntaba.

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