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Teatro Colón: la Filarmónica de Lieja sorprendió y deleitó con un programa tan exigente como inesperado

Orquesta Filarmónica de Lieja, su director, Gergely Madaras y el pianista Nikolay Lungansky, anoche en el Teatro Colón
Orquesta Filarmónica de Lieja, su director, Gergely Madaras y el pianista Nikolay Lungansky, anoche en el Teatro Colón - Créditos: @Liliana Morsia

Orquesta Filarmónica Real de Lieja. Solista: Nicolay Lugansky, piano. Director: Gergely Madaras. Programa: Guillaume Lekeu: Las flores pálidas de la memoria; Chopin: Concierto para piano y orquesta Nº1, op.11; Brahms: Sinfonía Nº2 en Re mayor, op.73. Mozarteum Argentino. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente

En contra de lo que cierta rutina de buenos resultados indica en cuanto a impactar en el comienzo de un concierto con una obra robusta y de final estimulante –más aún si la orquesta en cuestión es desconocida en el lugar al cual está llegando–, la Orquesta Filarmónica Real de Lieja se presentó en sociedad con Las flores pálidas de la memoria, un adagio para orquesta de cuerdas de Guillaume Lekeu, un talentosísimo compositor belga fallecido a los veinticuatro años y, por lo tanto, de una creación muy acotada. Sin embargo, el resultado, artísticamente hablando, fue insuperable.

La obra, cuyo título fue extraído de un poema de su coterráneo Georges Vanor, es una elegía dedicada a la memoria de César Franck, quien fuera su maestro. A lo largo de poco más de diez minutos, los cuerdistas de la orquesta fueron tejiendo y elaborando un clima sereno y tenso a la vez, profundamente elegíaco y que se va extendiendo lentamente sin dejar de despertar interés a través de melodías muy bellas, de escasos y muy intensos pasajes dramáticos, de armonías cromáticas inesperadas y de entramados texturales sorprendentes. Por supuesto, la interpretación plena de sugerencias, matices y sutilezas provinieron de la mano experta de Gergely Madaras, un joven director húngaro que condujo a los músicos por caminos de poesía y emociones. Cuando el do menor final, mínimo y apenas audible se extinguió, el prólogo supuestamente poco apropiado había sido excelente y dejó un contexto inmejorable para que, después de los aplausos, ingresara Nicolai Lugansky para fascinar con una interpretación superlativa del primer concierto para piano y orquesta de Chopin.

Lugansky tiene por delante una carrera prodigiosa, sobre la base de una técnica inapelable y una gran capacidad expresiva
Lugansky tiene por delante una carrera prodigiosa, sobre la base de una técnica inapelable y una gran capacidad expresiva - Créditos: @Liliana Morsia


Lugansky tiene por delante una carrera prodigiosa, sobre la base de una técnica inapelable y una gran capacidad expresiva (Liliana Morsia/)

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Sobre la base de una técnica inapelable y una gran capacidad expresiva muy bien atenida a las peculiaridades de cada obra, Lugansky está desarrollando una carrera prodigiosa, sobre todo, navegando por los pasionales y poéticos entramados el romanticismo. Tras la inmejorable exposición orquestal del primer movimiento, Lugansky arrancó con solvencia y firmeza. Y apenas unos segundos después, presentó el celebérrimo primer tema del primer concierto de Chopin con una delicadeza y con la aplicación de mínimas inflexiones que lo apartaron de cualquier rutina. Con la imponente serie de acordes iniciales y con esas pequeñísimas respiraciones e intenciones, Lugansky anticipó su arte y dejó en claro sus calidades y su autoridad. Conocido y muy transitado, el Concierto para piano y orquesta Nº1 de Chopin estuvo lejísimo de cualquier reiteración, de cualquier inercia repetitiva. El gran pianista ruso, los músicos belgas y el director húngaro se confabularon para ofrecer una interpretación maravillosa. De principio a fin, Lugansky se paseó con una claridad admirable por los pasajes más endemoniados y, a puro lirismo, cantó con una sensibilidad exquisita cada una de esas melodías que hacen de este concierto una obra extraordinaria. Después de todos los aplausos y las ovaciones, el gran pianista interpretó, con una seguridad y musicalidad asombrosas, el Preludio op.23, Nº7, de Rachmaninov. Casi exactamente como lo hizo hace dos años en el Conservatorio de Moscú.

Después del intervalo, Madaras y sus músicos y músicas debían vérselas con la Sinfonía Nº2, de Brahms. Ante una obra conocida es donde afloran las comparaciones frente a modelos paradigmáticos históricos, entre los cuales no es ocioso recordar las brillantes y abrumadoras interpretaciones que, poco antes de la pandemia, ofrecieron Daniel Barenboim y la Staatskapelle Berlin en el Kirchner. Y los belgas salieron indemnes de cualquier confrontación. Prolijos, ajustados y correctísimos pasaron los dos primeros movimientos. Pero el toque personal afloró con los dos últimos. La indicación del tercer movimiento es Allegretto grazioso y, efectivamente, esa fue la tónica que le imprimió Madaras. Pero el final fue descomunal. Brahms prescribió Allegro con spirito, y lo espirituoso se tradujo en tempo más rápido que los habituales sumamente atractivo y que, por lo demás, no implicó ninguna pérdida en cuanto a detalles o precisiones.

Fuera de programa, para demostrar originalidad y capacidad de relectura, Madaras dirigió la archiconocida Danza húngara Nº5 de Brahms a la que le aplicó unos llamativos y contundentes silencios que generaron expectativa y le dieron un aire sumamente sensual. Y así, la Orquesta Filarmónica Real de Lieja completó un concierto en el cual, invicta e inexpugnable, sobrevoló la excelencia.