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No vemos las cosas como son; vemos las cosas como somos

Controles de precios, una política en la que se insiste una y otra vez, aunque no se dan los resultados buscados
Matías Adhemar

Cuando Facebook, Instagram y WhatsApp (las redes sociales que ahora quedaron bajo el paraguas de la empresa Meta, por el concepto de metaverso) se cayeron unas 8 horas, eso desnudó ciertos aspectos de nuestra convivencia actual. Esta red tiene solo 17 años de vida y 2800 millones de usuarios, lo que supone el 60% de las personas conectadas a Internet en el mundo.

“La red” hace evidente que esta nueva forma de comunicarnos nos enfrenta constantemente a conflictos de interés: estamos en microclimas de personas que piensan parecido, generando una visión parcial de los hechos. Ya no es una cuestión objetiva de la ponderación de los sucesos, sino una interpretación subjetiva según intereses creados. Los hechos pasan a ser una cuestión de fe.

El placer de recibirlos en este espacio. Hoy elegí como título una conocida frase para representar el dilema de recorrer un camino sin creer en los datos obtenidos para hacerlo. En nuestra sociedad es más relevante quién plantea los hechos, que los hechos en sí. Es muy extraño lo que nos pasa; estamos chocando una hermosa Ferrari (nuestra Argentina), empecinados en volver a agarrar todos los baches de un camino por el que ya transitamos decenas de veces.

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Perdimos la credibilidad en los pilotos y en quienes deben controlarlos, hasta el extremo de sospechar que cavan los baches a propósito.

Transitamos tantas veces el mismo camino, que todos sabemos lo que va a pasar, actuamos de tal manera en pos de protegernos, que generamos una profecía autocumplida. ¿O acaso usted tiene alguna duda de cómo termina el control de precios, o la brecha cambiaria con el atraso del tipo de cambio del dólar oficial, o el congelamiento de tarifas?

La experiencia nos invita a diagnosticar cómo va a funcionar el país con solo revisar la economía de los países que aplicaron controles de precios (súmele a los 1432 productos el dólar oficial, las tarifas, la medicina prepaga, etcétera.).

Pasamos de ser correligionarios o compañeros a ser “camaradas”. Y en la patria de camaradas, cualquier mercancía importante tiene dos precios: uno virtual y otro real. El Estado fija el primero a través de métodos arbitrarios. Si tienen suerte, tras varias horas de estar en una fila podrán comprar bienes al precio fijado. Sin embargo, debido a la falta crónica de todo para todos, igual producto podrá ser comprado en el mercado negro a un precio mucho más alto, digamos, que el precio real.

Al usar servicios del mercado negro se asume el riesgo del castigo de un regulador estatal y se vive la situación con culpa; esto le da más poder y arbitrariedad al regulador.

Pasa a ser más importante el tener un buen contacto que producir un buen producto, dándose la paradoja de que un regulador gana más dinero que el que se arriesga a producir.

El mercado negro se llena de productos de contrabando procedentes de talleres clandestinos sin controles ambientales ni laborales. Todo al revés de lo que dicen que quieren hacer y a lo que llaman “justicia social”.

Si se firman decretos difíciles de cumplir, que no pueden interpretarse de manera clara y que necesitan la intervención de un funcionario de turno, se crea una sociedad gris.

Es de soberbios querer determinar los costos de una empresa desde una cómoda oficina pública. Solo pensemos lo difícil que es ponderar el costo laboral. La teoría del trabajo de los economistas clásicos establecía que el precio de un bien reflejaba la cantidad de trabajo y recursos necesarios para llevarlo al mercado. A primera vista, esto parece lógico. Pensemos en la construcción de una silla de madera. Un leñador usa una sierra para cortar un árbol. Las piezas de la silla son elaboradas por un carpintero. La mano de obra y las herramientas tienen un costo. Para que esta empresa sea rentable, la silla debe venderse a un precio superior a los costos de producción. En este ejemplo, los costos determinan los precios. Pero súmele a eso el retraso de la cobranza en un país inflacionario, el estrés que significa conseguir los suministros para reponer la mercadería, un repuesto para la sierra que no se consigue y los sucesivos piquetes que impiden trabajar en tiempo y forma, quitando productividad. Además, Ingresos Brutos mal cobrado por una provincia o los costos de la burocracia municipal. ¿En serio creen que el Estado no tiene nada que ver con los costos de una empresa? ¿En serio creen que la culpa es del que produce?

Entonces, la teoría de un burócrata de oficina que nunca produjo nada no contempla muchos problemas.

Muchas veces los costos no impulsan el precio, sino por el contrario, son los precios los que impulsan los costos. La razón por la que un vino es muy caro no es que provenga de un terreno valioso, que sea recogido por trabajadores bien pagados, o que se elabore en una bodega espectacular. Es valioso porque la gente disfruta bebiendo un buen vino, y eso es un valor intangible. Por eso la gente valora subjetivamente al vino, lo que a su vez hace que la tierra de la que procede sea valiosa y que merezca la pena construir una gran bodega. Muchas veces los precios subjetivos determinan los costos.

Un ejemplo moderno de este dilema es la diferencia salarial entre los deportistas profesionales y los maestros. Para una sociedad los educadores son más valiosos y necesarios que los deportistas. Pero mucha gente paga el triple del valor por una camiseta con el nombre de Messi, y nadie usa camisetas con el nombre de los maestros de primaria o secundaria.

Que alguien le explique a quien quiere controlar los precios que China fabrica el 96% de los contenedores, y que por restricción de oferta por la pandemia produce muchos menos de los necesarios y eso aumenta los costos de los fletes por 10. Que alguien le explique a quien quiere regular todo que si hay restricciones para exportar o importar, para amortizar los costos de un envío de un contenedor muchos te esperan en puertos de Brasil para no venir hasta aquí. Que alguien le explique que no hay solo un problema de precios, sino también de abastecimiento.

La contribución más famosa de Joseph Stiglitz es a la teoría de la información asimétrica (le valió compartir el Premio Nobel en 2001 con George A. Akerlof y Michael Spence), sobre “externalidades”: cuando las acciones de un individuo impactan en otros, pero por ellas no se paga o no hay compensación, los mercados no funcionan bien. Nuestros funcionarios no pagan de sus bolsillos los errores que cometen por querer controlar todo. Cualquier empresario paga con su quiebra sus errores.

Es de soberbios querer regular el esfuerzo de intentar hacer los méritos suficientes para aumentar las probabilidades de vivir mejor. Es de soberbio interpretar las discrepancias como una amenaza. Es de soberbio empeñarse en decir que “su propio mapa es la realidad”, sobre todo, si se tiene el poder del Estado.

Llega un momento en el que las ideas se acaban y los argumentos se repiten. Nuestro caso es de diván, tenemos incertidumbre de pasado y, en lugar de discutir lo que viene, perdemos tiempo discutiendo lo que pasó y de quién fue la culpa.

En el medioevo, una ley determinaba que, de haber un homicidio no resuelto en una localidad, el municipio debía pagarle una multa al rey. Cuando los vecinos de un pueblo encontraban un cadáver en la calle con muestras de violencia, en ocasiones trasladaban al fallecido a un pueblo cercano, abandonándolo allí. De ahí viene lo de “echar el muerto” a otro.

Y en pleno siglo XXI los políticos siguen igual: parece que la inflación no es culpa de una emisión descontrolada para cubrir gastos injustificables, sino de los empresarios que quieren cubrirse ante esa emisión.

Los geniales Les Luthiers tienen una frase eterna: “Equivocarse es humano, echarle la culpa a otro por ese error es más humano”.