Ego, temor y dinero: así se encendió el detonador de la inteligencia artificial
SAN FRANCISCO — Elon Musk celebró su cumpleaños número 44 en julio de 2015 con una fiesta de tres días organizada por su esposa en un resort del área vitivinícola de California integrado por varias cabañas. En esta fiesta a la que solo invitaron a familiares y amigos, se veía correr a los niños por el lujoso centro de Napa Valley.
Esto ocurrió muchos años antes de que Twitter se convirtiera en X y Tesla tuviera un año redituable. Fue un año antes de que Musk y su esposa, Talulah Riley, dieran por perdido su segundo matrimonio. Larry Page, uno de los invitados, todavía era director ejecutivo de Google. En cuanto a la inteligencia artificial, apenas había aparecido en la conciencia pública unos años antes, cuando se utilizó para identificar gatos (con una precisión del 16 por ciento) en YouTube.
Musk y Page se sentaron cerca de una fogata, al lado de una alberca, después de la cena la primera noche. La IA se convirtió en el tema central de conversación entre estos dos multimillonarios, cuya amistad ya llevaba más de una década.
Por desgracia, esa clara noche, el tono de la plática no tardó en tornarse conflictivo cuando ambos comenzaron a debatir si la IA terminaría por elevar o destruir a la humanidad.
La discusión, que se extendió hasta las frías horas de la madrugada, se hizo cada vez más acalorada, por lo que algunos de los más de 30 invitados se acercaron a escuchar. Page, que desde hacía más de una década padecía un problema inusual en las cuerdas vocales, describió su visión de una utopía digital con un suspiro. En su opinión, los seres humanos terminarían por fusionarse con máquinas dotadas de inteligencia artificial. Llegaría el día en que muchos tipos de inteligencia competirían por los recursos y solo los mejores triunfarían.
En ese caso, respondió Musk, estamos condenados. Las máquinas destruirán a la humanidad.
Con un dejo de frustración, Page insistió en que la meta debía ser su utopía. Cansado, tildó a Musk de “especista”, una persona que considera a los seres humanos superiores a las formas de vida digital del futuro.
Más tarde, Musk señaló que ese insulto fue “la gota que derramó el vaso”.
Ocho años después, esa discusión entre estos dos hombres parece haber sido profética. La interrogante sobre los efectos de la IA, si elevará o destruirá el mundo (o por lo menos le causará daños graves), ha motivado un debate continuo entre los fundadores de Silicon Valley, los usuarios de chatbots, así como académicos, legisladores y reguladores, con el propósito de determinar si lo más adecuado es controlar o darle rienda suelta a esta tecnología.
Ese debate ha puesto a algunos de los hombres más ricos del mundo en bandos contrarios: Musk, Page, Mark Zuckerberg de Meta, el inversionista tecnológico Peter Thiel, Satya Nadella de Microsoft y Sam Altman de OpenAI. Todos ellos han luchado por tener una tajada de este sector de negocios y el poder para moldearlo.
Al centro de esta competencia se encuentra una paradoja incomprensible. Quienes dicen estar más preocupados por la IA son los más decididos a crearla y disfrutar sus riquezas. Justifican su ambición porque creen firmemente que solo ellos pueden evitar que la IA ponga en peligro al planeta.
Musk y Page dejaron de hablarse poco después de la fiesta de ese verano. Unas semanas más tarde, Musk cenó con Altman (que en ese entonces dirigía una incubadora tecnológica) y varios investigadores en un salón privado del hotel Rosewood en Menlo Park, California.
Esa cena llevó a la creación de una empresa emergente llamada OpenAI ese mismo año. Con el respaldo de cientos de millones de dólares de Musk y otros inversionistas, el laboratorio se comprometió a proteger al mundo de la visión de Page.
Gracias a su chatbot ChatGPT, OpenAI ha cambiado desde la raíz la industria tecnológica y le ha presentado al mundo los riesgos y el potencial de la inteligencia artificial. La valuación de OpenAI es de más de 80.000 millones de dólares, según dos personas familiarizadas con la ronda de financiación más reciente de la empresa, aunque la alianza de Musk y Altman no sobrevivió, pues ya dejaron de hablarse.
“El problema son los desacuerdos, la desconfianza, los egos”, explicó Altman. “Mientras más cerca están las personas de ir en la misma dirección, más conflictivos se hacen los desacuerdos. Este fenómeno se observa en sectas y órdenes religiosas. Las personas más cercanas tienen enfrentamientos amargos”.
El mes pasado, esos enfrentamientos alcanzaron la sala del consejo de OpenAI. Algunos consejeros rebeldes intentaron sacar a la fuerza a Altman porque estaban convencidos de que ya no podían confiar en que lograra construir una IA capaz de beneficiar a la humanidad. Durante cinco días caóticos, pareció que OpenAI se derrumbaría, hasta que el consejo dio marcha atrás, presionado por grandes inversionistas y empleados que amenazaron con irse con Altman.
El drama al interior de OpenAI le dio al mundo un primer vistazo de las amargas contiendas suscitadas entre quienes determinarán el futuro de la IA.
Pero años antes de que OpenAI estuviera al borde del colapso, en Silicon Valley ya se había librado una feroz competencia, de la que no se habló mucho, por el control de la tecnología que ahora transforma rápidamente al mundo. The New York Times habló con más de 80 ejecutivos, científicos y empresarios, incluidas dos personas que asistieron a la fiesta de cumpleaños de Musk en 2015, para poder relatar esa historia de ambición, temor y dinero.
El origen de DeepMind
Cinco años antes de la fiesta en Napa Valley y dos antes del avance con los gatos en YouTube, Demis Hassabis, neurocientífico de 34 años, llegó a un coctel en la mansión de Thiel en San Francisco y se percató de que se había topado con una mina de oro. En la sala de Thiel había un tablero de ajedrez. Hassabis en cierta época llegó a ser el segundo mejor jugador del mundo en la categoría de menores de 14 años.
“Me preparé un año para esa reunión”, comentó Hassabis. “Me pareció que esa sería mi entrada muy particular: sabía que le encantaba el ajedrez”.
En 2010, Hassabis y dos colegas que también vivían en el Reino Unido querían conseguir dinero para comenzar a construir una “inteligencia artificial general” (AGI, por su sigla en inglés), una máquina capaz de hacer todo lo que hace el cerebro. En esa época, pocas personas estaban interesadas en la IA.
No obstante, algunos científicos e intelectuales estaban obsesionados con las desventajas de la IA. Muchos, como los tres jóvenes del Reino Unido, tenían conexiones con Eliezer Yudkowsky, un filósofo de internet e investigador autodidacta de IA. Yudkowsky era líder de una comunidad de personas que se identificaban como racionalistas, que más adelante adoptaron la designación de altruistas efectivos.
Thiel tenía enormes recursos gracias a una inversión temprana en Facebook y a su trabajo con Musk en las primeras épocas de PayPal. Había desarrollado cierta fascinación por la singularidad, un tema de ciencia ficción que se refiere al momento en que la humanidad ya no podrá controlar la tecnología inteligente.
Con dinero de Thiel, Yudkowsky había ampliado su laboratorio de IA y creado una conferencia anual en torno a la singularidad. Años antes, uno de los dos colegas de Hassabis había conocido a Yudkowsky, así que les consiguió la oportunidad de dar ponencias en la conferencia, lo que les garantizó una invitación a la fiesta de Thiel.
Yudkowsky presentó a Hassabis y Thiel.
Encantado, Thiel invitó al grupo de nuevo al día siguiente. Los tres expusieron sus planes y pronto Thiel y su firma de inversión en primeras fases convinieron en asignarle 1,4 millones de libras esterlinas (aproximadamente 2,25 millones de dólares) a su empresa emergente. Fue su primer inversionista importante.
Bautizaron a su empresa DeepMind, en referencia al “deep learning” (aprendizaje profundo), una forma en que los sistemas de IA pueden adquirir habilidades a partir del análisis de grandes cantidades de datos, así como a la neurociencia y a la supercomputadora Deep Thought (Pensamiento Profundo) de la novela de ciencia ficción “Guía del autoestopista galáctico”. Para el otoño de 2010 ya estaban construyendo la máquina de sus sueños. Estaban totalmente convencidos de que, como comprendían los riesgos involucrados, estaban en la posición ideal para proteger al mundo.
“No me parece que sea una postura contradictoria”, afirmó Mustafa Suleyman, uno de los tres fundadores de DeepMind. “Estas tecnologías traerán enormes beneficios. La meta no es eliminarlas ni detener su desarrollo, sino mitigar sus desventajas”.
Ya que convenció a Thiel, Hassabis intentó alcanzar la órbita de Musk. Unos dos años más tarde, se conocieron en una conferencia organizada por el fondo de inversión de Thiel, que también había invertido en la empresa de Musk llamada SpaceX. Hassabis consiguió que lo invitara a un recorrido por las oficinas centrales de SpaceX. Después, almorzó con Musk en la cafetería y hablaron.
Musk explicó que su plan era colonizar Marte para escapar de la sobrepoblación y otros peligros de la Tierra. Hassabis le respondió que ese plan funcionaría, siempre y cuando las máquinas superinteligentes no los siguieran y destruyeran a la humanidad también en Marte.
Musk se quedó mudo. No había pensado en ese peligro en particular. Musk invirtió al poco tiempo en DeepMind, además de Thiel.
Con tanto efectivo, DeepMind contrató investigadores especializados en redes neuronales, algoritmos complejos creados a imagen del cerebro humano. En esencia, una red neuronal es un sistema matemático gigante que se dedica días, semanas o incluso meses a identificar patrones en grandes cantidades de datos digitales. Desarrollados originalmente en la década de 1950, estos sistemas podían aprender a realizar tareas por su cuenta. Por ejemplo, después de analizar nombres y direcciones escritos en cientos de sobres, lograban leer texto escrito a mano.
DeepMind llevó el concepto más allá. Construyó un sistema capaz de jugar juegos clásicos de Atari para mostrar lo que era posible.
Así llamó la atención de otra potencia de Silicon Valley, Google; específicamente, de Page.
La subasta de talento
En el otoño de 2012, Geoffrey Hinton, profesor de 64 años de la Universidad de Toronto, junto con dos estudiantes de posgrado, publicó un artículo de investigación que le demostró al mundo lo que podía hacer la IA. Entrenaron una red neuronal para que reconociera objetos comunes como flores, perros y automóviles.
Los científicos quedaron sorprendidos por la precisión de la tecnología construida por Hinton y sus estudiantes. Quien le puso especial interés fue Yu Kai, investigador de IA que había conocido a Hinton en una conferencia y se había integrado poco tiempo antes a Baidu, una empresa gigante de internet en China. Baidu le ofreció a Hinton y sus estudiantes 12 millones de dólares para integrarse a la empresa en Pekín, según tres personas enteradas de la oferta.
Hinton no aceptó la oferta de Baidu, pero el dinero le llamó la atención.
“No sabíamos cuánto valíamos”, aseveró Hinton. Consultó a abogados y expertos en adquisiciones para elaborar un plan: “Decidimos organizar una subasta para vendernos”. El plan era realizar la subasta durante una conferencia anual de IA en el hotel y casino Harrah’s en Lake Tahoe.
Google hizo una oferta. Microsoft también. DeepMind se retiró rápidamente. Las gigantes de la industria llevaron las pujas primero a 20 millones y luego a 25 millones de dólares. Cuando el precio rebasó los 30 millones de dólares, Microsoft se retiró, pero volvió a pujar a los 37 millones de dólares.
Entonces, Microsoft se retiró por segunda vez. Solo quedaron Baidu y Google, que llevaron las ofertas hasta 42 millones y 43 millones de dólares. Por fin, a los 44 millones de dólares, Hinton y sus estudiantes suspendieron la subasta. Las pujas seguían aumentando, pero querían trabajar con Google… y la cantidad de dinero era abrumadora.
Fue una señal inequívoca de que las empresas con recursos abundantes estaban decididas a comprar a los más talentosos investigadores de IA… algo que no pasó desapercibido para Hassabis en DeepMind. Siempre les había dicho a sus empleados que DeepMind no dejaría de ser una empresa independiente. Estaba convencido de que era la mejor manera de garantizar que su tecnología no se convirtiera en algo peligroso.
Pero cuando las gigantes tecnológicas se sumaron a la carrera por el talento, decidió que no le quedaba de otra: había llegado la hora de vender.
Para finales de 2012, Google y Facebook estaban interesadas en adquirir el laboratorio de Londres, según tres personas enteradas del asunto. Hassabis y sus cofundadores insistieron en dos condiciones: ninguna tecnología de DeepMind podría utilizarse para fines militares y su tecnología AGI debería estar bajo la supervisión de un consejo independiente de tecnólogos y moralistas.
Google ofreció 650 millones de dólares. Zuckerberg de Facebook les ofreció más a los fundadores de DeepMind, pero se rehusó a aceptar las condiciones. DeepMind le vendió a Google.
El consejo de ética perdido
Cuando Musk invirtió en DeepMind, rompió su propia regla informal: nunca invertir en una empresa que no dirigiera. Las desventajas de esta decisión se hicieron evidentes cuando, alrededor de un mes después de su discusión con Page en su cumpleaños, de nuevo se encontró cara a cara con su antiguo amigo y colega multimillonario.
Fue en la primera reunión del consejo de ética de DeepMind, el 14 de agosto de 2015. El consejo se había establecido por insistencia de los fundadores de la empresa emergente para garantizar que su tecnología no causara ningún daño tras su venta. Los miembros se reunieron en un salón de conferencias frente a la oficina de Musk en SpaceX, según tres personas al tanto de la reunión.
Pero ahí concluyó el control de Musk. Cuando Google compró DeepMind, compró todo. Musk estaba fuera.
Estaban ahí tres ejecutivos de Google que ahora tenían un control firme sobre DeepMind: Page; Sergey Brin, cofundador de Google e inversionista de Tesla, y Eric Schmidt, presidente de Google. Entre los otros asistentes estaban Reid Hoffman, otro fundador de PayPal, y Toby Ord, filósofo australiano dedicado al estudio del “riesgo existencial”.
Los fundadores de DeepMind indicaron que procederían con su trabajo, pero estaban conscientes de que la tecnología involucraba serios riesgos.
Ocho meses más tarde, DeepMind logró un descubrimiento que dejó asombrada a la comunidad de IA y al mundo. Una máquina de DeepMind llamada AlphaGo venció a uno de los mejores jugadores del planeta en el juego antiguo de Go. El partido, difundido por internet, tuvo una audiencia mundial de 200 millones de personas. La mayoría de los investigadores habían calculado que la IA tardaría otros 10 años en lograr el ingenio necesario para hacerlo.
El rompimiento
Convencido de que la perspectiva optimista de Page con respecto a la IA era totalmente equivocada y enfadado por haber perdido DeepMind, Musk construyó su propio laboratorio.
OpenAI se fundó a finales de 2015.
A finales de 2017, concibió un plan para quitarle el control del laboratorio a Altman y los otros fundadores, transformarlo en una operación comercial que uniría fuerzas con Tesla y utilizar supercomputadoras que estaba desarrollando la empresa automotriz, según cuatro personas enteradas del asunto.
Cuando Altman y otros se resistieron, Musk claudicó y afirmó que se concentraría en su propio trabajo de IA en Tesla. En febrero de 2018, le anunció su salida al personal de OpenAI en el último piso de las oficinas de la empresa emergente en un espacio convertido en fábrica de camiones, según relataron tres personas que estuvieron presentes en la reunión.
De improviso, OpenAI necesitaba nuevos fondos… y rápido. Altman voló a Sun Valley para una conferencia y se topó con Satya Nadella, director ejecutivo de Microsoft. Unir fuerzas pareció lo más natural. El acuerdo se concretó en 2019.
Altman y OpenAI habían creado una empresa con fines de lucro a partir de la organización sin fines de lucro original, contaban con una inversión fresca de 1000 millones de dólares y Microsoft tenía una nueva manera de integrar IA en su inmenso servicio de computación en la nube.
La revelación
Después de que OpenAI recibió otros 2000 millones de dólares de Microsoft, Altman y otro alto funcionario, Greg Brockman, visitaron a Bill Gates en su enorme mansión a orillas de Lake Washington, a las afueras de Seattle.
Durante la cena, Gates les dijo que dudaba que llegaran a funcionar los grandes modelos de lenguaje. Afirmó que no dejaría de ser escéptico hasta que la tecnología pudiera realizar una tarea que requiriera pensamiento crítico, como, por ejemplo, pasar una prueba de biología de nivel superior.
Cinco meses después, el 24 de agosto de 2022, Altman y Brockman regresaron y llevaron con ellos a una investigadora de OpenAI llamada Chelsea Voss. Voss había sido una de las medallistas en una olimpiada internacional de biología en sus años de bachillerato.
En una enorme pantalla colocada en una base frente a la sala de Gates, el equipo de OpenAI presentó una tecnología llamada GPT-4.
Brockman le dio al sistema un examen de opción múltiple de biología de nivel superior y Voss calificó las respuestas.
El examen tenía 60 preguntas. GPT-4 solo tuvo mal una respuesta.
Gates se quedó sentado en su silla con los ojos bien abiertos. Tuvo una reacción similar en 1980, cuando un grupo de investigadores le mostró la interfaz gráfica de usuario que se convirtió en la base para la computadora personal moderna. GPT le pareció igual de revolucionario.
Para ese octubre, Microsoft estaba en proceso de añadir esa tecnología a sus servicios en línea, incluido su motor de búsqueda Bing. Dos meses después, OpenAI lanzó su chatbot ChatGPT, que ahora utilizan 100 millones de personas cada semana.
OpenAI había vencido a los altruistas efectivos de Anthropic. Los optimistas de Page en Google se apresuraron a lanzar su propio chatbot, Bard, pero la percepción generalizada fue que habían perdido la carrera ante OpenAI. Tres meses después del lanzamiento de ChatGPT, las acciones de Google bajaron un 11 por ciento. Musk no aparecía por ninguna parte.
Pero era solo el principio.
c.2023 The New York Times Company