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Inteligencia política artificial (o el mundo que viene y del que no queremos hablar)

Mientras gran parte de la política sigue discutiendo las relaciones sociales y laborales como si estuviéramos en 1950 (o en 1850, para el caso), la marea tecnológica va modificando el mundo de maneras que, todo indica, son irreversibles. Para ponerlo brutalmente simple: es muy improbable que volvamos a pedir turno para hablar por teléfono con alguien en el extranjero y que, además de pagar una fortuna, debamos esperar sentados durante dos horas al lado del aparato. Las relaciones sociales y laborales (y otras, pero limitémonos a estas por hoy) cambian según las épocas. Alcanza imaginar el debate actual de la política trasladado a la democracia ateniense, a Babilonia, a un feudo europeo en el año 1100 o a una ciudad azteca antes de la llegada de los españoles. No es ideología. Es el calendario.

Uno de nuestros peores problemas (locales y globales) es que salvo honrosas excepciones, el debate de la política atrasa un siglo, como mínimo. En relación con los avances técnicos objetivos (no con su adopción por parte del público, que siempre es un poco más lenta y heterogénea), atrasa 500 años. ¿Exagero? Es más bien al revés y estos son algunos ejemplos de puntos calientes en los que el mundo va a cambiar (o ya está cambiando) de forma irreversible y cada vez más rápida, y sobre los que no se dice ni una palabra en los ámbitos en los que se toman las grandes decisiones.

Mi coche es parte de mi patrimonio. Es propiedad privada. Está casi sin uso, estacionado en el garaje de casa desde hace más de dos años. Pero incluso antes de la pandemia era un bien muy costoso que envejecía rápidamente y que solo usaba durante unos 80 minutos por día. ¿Tiene sentido que tenga auto? En la Argentina hay que añadir que comprar, vender o cambiar el coche supone un trámite más complejo (mucho más complejo) que, por ejemplo, casarse .

De todos modos, iba a otro lado. Más tarde o más temprano, tecnologías que en este momento están madurando nos permitirán llamar un coche autónomo (es decir, sin conductor) con una app en el móvil, y ya, adiós coche propio y todos los gastos y problemas que trae aparejados. Cuando a mi padre, ya anciano, le robaron el auto, el registro automotor me obligó a llevar en persona a ese señor viejito y en silla de ruedas a firmar un papel. Parafraseando, no tienen padre. Literalmente.

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Pero hay todavía otra vuelta de tuerca, si me permiten el chistonto. ¿Por qué ir en coche (o en transporte público) a la oficina? La pandemia nos sometió a un gran experimento global de teletrabajo, con consecuencias mayormente inesperadas. A algunos (es mi caso) nos permitió ser objetivamente más productivos. Pero no sin costo. El no ir venir a la Redacción del diario ha sido una de las experiencias más enajenantes que me ha tocado vivir. Más productivo, sí, ¿pero cuánto tiempo más podía trabajar así? Otro dato: el ahorro en combustible fue sustancial. ¿Pero fue de verdad ahorro o a la larga el aislamiento laboral habría tenido consecuencias mucho mas onerosas? No, el metaverso no cuenta en este caso.

A otros, el teletrabajo simplemente no les resultó. Y en ciertos casos no tiene sentido; al menos por ahora (me refiero, por ejemplo, a dictar clases de anatomía). Pero es un hecho que se trata de una opción que hasta ahora no habíamos tomado en serio –salvo en las empresas tecnológicamente más avanzadas– y que pone en tela de juicio un montón de conceptos y prejuicios que han estado entre nosotros desde que dejamos de ser cazadores recolectores. Ups.

Todavía queda mucho por digerir en este asunto, sobre el que volveré enseguida.

Objetos evanescentes

Más ejemplos. Hubo una época en la que tenía discos. Ahora los oigo en una plataforma online con calidad de CD. Muy práctico, y nunca tuve acceso a tan desmesurada variedad de obras como en este momento. Pero, cada tanto, la plataforma me ofrece el distópico disgusto de borrar alguno de mis álbumes. El mensaje es tan escueto como inapelable. “Este contenido ya no está disponible”. Y adiós. Me lo han hecho Spotify, y Tidal. Pasa también en Netflix y otros sitios de esa clase. A veces el contenido (léase el álbum) vuelve. A veces, no. Ocurrió con Amazon, por primera vez, con un libro, 1984 (justo con Orwell tenía que ocurrir algo así). Eso fue en 2009; o sea, hace rato .

Antes, si guardabas un juego de mesa en un armario, seguiría allí para siempre. Ahora ya no. Ubisoft acaba de anunciar que apagará el soporte vital (la posibilidad de instalarlos en otro equipo o de jugar online) de una docena de títulos ya algo añejos. ¿Y si alguno de esos era mi favorito? A llorar al templo de la obsolescencia programada. ¿O no es obsolescencia? Quizás es algo peor.

Bienvenidos al mundo en el que hay objetos cuya propiedad se ha vuelto semi-privada o, si lo quieren, compartida o transitoria. ¿Qué derechos asisten a un ciudadano en este caso? ¿Qué significa que –vaya casualidad– se trate de objetos culturales? Ni idea. La política sigue hablando de la propiedad privada (un derecho constitucional) con conceptos que apestan a naftalina.

Ponete un vinilo

Pero esperen, esto de poseer objetos culturales es algo relativamente nuevo. Hace poco más de un siglo, antes de que a Emile Berliner se le ocurrieran los discos de pasta, bisabuelos de los hoy resucitados vinilos , uno tenía que ir al teatro a escuchar música. O contratarlo a Beethoven, para que anime tu reunión; en serio, Beethoven ganaba parte de su salario tocando el piano. En la Argentina, desde 1920 podías oír música en la radio. Si tenías una, claro. Transmitía desde el Teatro Coliseo. No, no era con calidad de CD.

Los libros tienen un poco más de currículum, pero tampoco es que esa propiedad nos acompañó desde siempre; hasta 1455, los libros se hacían a mano y eran accesibles solo a una elite. Así que pasamos de no poseer objetos culturales del todo, a atesorarlos y, ahora, a depender de plataformas lejanas, casi abstractas, y de una buena conexión con internet, todo en los últimos cinco siglos.

Los que tenemos la fortuna de contar con unos cuantos cientos de discos todavía podemos oír música cuando la plataforma o la conexión fallan. Pero en nuestro país, fuera de los centros urbanos el ancho de banda no alcanza para oír música en calidad de CD. El nuevo Flight Simulator no puede jugarse bien con las conexiones con internet que se consiguen a unos pocos kilómetros de los grandes centros urbanos. Así que ahora sumamos a la falta de trenes, que ya es grave en un país de las dimensiones de la Argentina, una conectividad muy desigual. De eso tampoco se habla. Ni siquiera cuando se desgañitan con la palabra federalismo.

Es automático

Vuelvo al trabajo, porque lo prometido es deuda. Pasamos un tercio de nuestra vida adulta (usualmente, más) trabajando. Así que el trabajo es un asunto mucho más importante que eso que hacemos para pagar las cuentas. Forma parte de una estructura, de un sistema, de una sintaxis mucho mayor. En gran medida, nos define. El problema es que creemos que las nuevas tecnologías van a cambiarlo todo, menos el trabajo.

Es al revés. El trabajo viene cambiando por la automatización desde hace medio siglo. Solo que siempre sostuvimos, sin que existiera una demostración científica de tal afirmación, que las nuevas tecnologías creaban más empleos que los que destruían. ¿Pero qué pasaría si no fuera así? Insisto. No es una ley universal. ¿Qué vamos a hacer si un día deja de haber trabajos para todos?

No me refiero a lo que pasa en la Argentina, donde hay desempleo a la antigua, pobreza estructural y una imparable fabricación de pobreza. Me pregunto qué vamos a hacer si casi todos los empleos que existen hoy en el mundo empiezan a ser tomados por máquinas. Puede sonar como algo lejano. La historia enseña que cuando el futuro suena lejano es porque es inminente. Si no, no suena del todo.

Ejemplo. La burocracia no ha cambiado casi nada en 5000 años. Está por todas partes. La mayoría de nosotros ha pasado por la experiencia de depender del humor de un funcionario insignificante con un sello de goma no menos innecesario. ¿Tiene sentido algo así hoy? No, ya no. Pero el sustento de millones de personas depende de que esa burocracia mórbida siga funcionando. De paso, una burocracia sana (no una desquiciada y fuera de control) cumple una función clave en una sociedad organizada. Hola, ¿qué hacemos con todo esto?

Se puede hacer mucho. Hace seis meses completamos el trámite para casarnos en una página del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. O sea, por internet. Desde casa. En 45 minutos. Un domingo. Después hubo una jueza, firmas y libreta de papel. Y está bien que haya sido así, por una larga serie de motivos (incluido el valor simbólico del rito). Pero algo es seguro: la burocracia hace siglos que se excedió en sus funciones, y la mala noticia (para la burocracia) es que si una función no es necesaria, la tecnología termina por eliminarla. No importa cuánta presión haga el dirigente, el sindicalista o la clase política. El poder cambia de manos con las revoluciones tecnológicas, les guste o no a los que tienen poder. ¿Por qué de pronto se flexibilizaron tanto los medios de pago? Ah, cierto, la pandemia.

Llamame

Como dije al principio, hubo una época en la que para llamar por teléfono con el extranjero había que pedir turno y esperar dos horas sentado al lado del aparato. Además, costaba una locura. Ahora ya saben cómo es: WhatsApp, FaceTime, los mensajeros de Facebook e Instagram, Skype, o lo que más les guste: Telegram, Signal, Threema y hasta teléfono de línea. Pasaron solo 50 años. (Menos, en rigor, porque internet empezó a llegar al público en general en 1990.)

A la vez, es no menos cierto que hubo un tiempo en el que el teléfono no existía. Con o sin turno. Con o sin ventanas de dos horas. Pasamos 5000 años sin teléfono. Si toda la historia escrita se redujera a un día, el teléfono ha estado con nosotros solo durante los últimos 42 minutos. Y en los últimos 14 y monedas pasamos del teléfono de línea al smartphone, Zoom y WhatsApp.

Traducido: sabemos que las nuevas tecnologías tienden a causar cambios en cascada . Sobre todo las tecnologías relacionadas con el lenguaje, el cálculo y las comunicaciones. ¿Cuál es problema con las cascadas? La velocidad. Eso es todo. No te dan tiempo a adaptarte. Hace más un cuarto de siglo, afirmaba que había que reformar la educación e incorporar la programación a la lecto-escritura. Me tacharon de loco en varios idiomas. Pero no fui ningún pionero. Antonio Battro me dijo estas mismas cosas en un reportaje que le hice hace casi 40 años. Ahora, de pronto, aprender a programar es cool. De mínima, desperdiciamos 25 años. De máxima, 40. En un mundo donde todo puede cambiar en un semestre.

Los temas urgentes que deberían estar en la agenda política son interminables: la educación en tiempos en los que todo parece estar online, pero en el que los niveles de ignorancia trepan a valores estratosféricos; la libertad de expresión en un mundo que podría volverse orwelliano; el diseño de medicamentos; la biotecnología; la privacidad; la rampante inseguridad informática; la guerra electrónica. ¿Puede la inteligencia artificial patentar un invento? Gran Bretaña acaba de decidir que no . ¿Y con las criptomonedas, qué hacemos? Intel suspendió hace unos días la inauguración de una planta en Ohio, Estados Unidos, porque el Congreso de ese país no votó una ley que subsidia la fabricación de semiconductores (llamada CHIPS), al tiempo que España se dio cuenta de que la soberanía del silicio es fundamental. Podría seguir así durante horas. E incluir, de paso, el cambio climático, que salvo honrosas excepciones, sigue siendo algo de lo que tampoco se habla. O, como ocurre con los algoritmos, el poder de cómputo e internet, se habla con eslóganes y lemas.

En equipo

Hace poco, en la radio, un experto aconsejaba dejar las decisiones de gobierno a los algoritmos. Por supuesto, no estoy de acuerdo, por una larga lista de motivos; el primero es que la inteligencia artificial no es generalista y carece de consciencia. Pero si hay argumentos, entonces es algo que podríamos debatir. Debatir es bueno, te abre la cabeza, ves muchos puntos de vista. La verdad es sinfónica.

Lo dramático es que la dirigencia ni siquiera esté enterada de que los algoritmos podrían ayudarla a prever problemas, a formular en segundos miles de posibles soluciones, a volverse más eficiente y a ser más transparente. A ahorrar energía. A evaluar en tiempo real la gestión. A prosperar, en suma. Quiero decir, a que prospere la Nación.

Después de perder el campeonato mundial de ajedrez a manos de una computadora, Garry Kasparov entendió algo fundamental, algo que un cuarto de siglo después sigue siendo un misterio para muchos de los que toman las grandes decisiones: las máquinas y los humanos tienen destrezas complementarias y deben trabajar en equipo. Estoy persuadido de que ese es el futuro, aunque también es cierto que esta idea tranquilizadora no podrá implementarse sin cambios tectónicos en la sociedad. Durante milenios los humanos nos vimos obligados a hacer trabajos propios de robots. Ahora tenemos robots. ¿En serio es tan difícil ver que hay que tomarse el asunto en serio?

Pero antes, mucho antes de que empecemos a pensar qué hacer, la política tiene primero que anoticiarse de qué está pasando en un mundo donde las computadoras cuestan centavos, están en todos lados (su número se cuenta en decenas de miles de millones) y se encuentran interconectadas por una red sin fronteras, imposible de apagar y que funciona mediante protocolos libres y públicos. Parafraseando de nuevo, esta vez a John Lennon, la vida es eso que pasa mientras la política está ocupada en otra cosa.