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En el mundo, se está perdiendo la guerra contra el lavado de dinero

Shutterstock
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En los próximos días NatWest, uno de los mayores bancos de Gran Bretaña, tendrá que responder ante la Justicia a cargos de que no escudriñó adecuadamente un cliente que opera con oro, y que depositó £365 millones (US$502 millones). NatWest es el último de una larga lista de bancos a los que se acusa de quedarse cortos en la lucha contra el dinero sucio.

En 2020, las multas por temas vinculados al lavado de dinero sumaron US$10.400 millones en el mundo. Eso representa un incremento de más del 80% respecto del año previo, según datos de Fenergo, una firma que desarrolla software para controlar el cumplimiento de las normas. En enero, a Capital One, un banco estadounidense, se le impuso una multa de US$390 millones por no denunciar miles de transacciones sospechosas. Danske Bank sigue enfrentando los efectos de un escándalo de 2018: se lavaron más de US$200 millones de dinero potencialmente sucio a través de su pequeña filial en Estonia.

Estos casos sugieren que los bancos siguen siendo el talón de Aquiles en la guerra contra el lavado de dinero, pese a las muchas regulaciones que apuntan a convertirlos en soldados en la primera línea de batalla.

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Sin embargo, visto el tema con más cuidado, hay claros indicios que sugieren que el sistema global contra el lavado de dinero tiene serias fallas estructurales, en gran medida porque los gobiernos han tercerizado parte de la función de policía. Un estudio publicado Ronald Pol, un experto en crímenes financieros, concluyó que el sistema global podría ser “el experimento menos efectivo de política del mundo”, y que los costos de cumplimiento para los bancos y otras empresas podría ser 100 veces mayores que el monto incautado.

El lavado de dinero ni siquiera era considerado un crimen en la mayor parte del mundo hasta los 80. Desde entonces, países que van desde Afganistán hasta Zambia han sido presionados, en particular por Estados Unidos, para que aprueben leyes. Este esfuerzo se intensificó tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y de la aprobación de la ley Patriota de Estados Unidos.

La ofensiva del sistema global logró acabar con las prácticas más perniciosas, tales como usar bancos que son empresas fantasma sin clientes en lugares asoleados, para lavar valijas llenas de dinero del narcotráfico. Pero a los criminales no se los ha forzado a ser particularmente creativos: no es mucho más difícil que hace 20 años lavar dinero.

Las cifras hablan de una guerra que se está perdiendo. The Global Threat Assessment (La Evaluación de la Amenaza Global), un informe de John Cusack, expresidente del grupo Wolfsberg, una asociación de bancos, estima que en 2018 se perpetraron crímenes financieros por US$5,8 billones, un valor equivalente al 6,7% del PBI global. Las estadísticas acerca de cuánto de esta cifra es interceptada por las autoridades son poco claras. Una estimación de la oficina de las Naciones Unidas para las drogas y el crimen que ya tiene una década, la calculó en tan solo 0,2% del total. En 2016, Europol estimó que la tasa de confiscación en Europa es de nada más que 1,1%.

Algunos expertos creen que la tasa de éxito puede haber caído en los últimos años, por el aumento del “lavado de dinero basado en el comercio”, que traslada fondos sospechosos a la economía legítima haciendo trucos con la papelería del comercio internacional. La pandemia también generó más oportunidades para quienes no hacen bien las cosas. Hay criminales que crearon empresa fantasmas para aprovecharse de planes de ayuda estatal con poco control.

La Financial Action Task Force (FATE, Fuerza de Tareas de Acción financiera), el ente intergubernamental que fija los estándares para el sistema global de controles, admite que hay problemas. En octubre, su presidente, Marcus Pleyer, sonaba exasperado al acusar a la “vasta mayoría” de los países de no enfrentar el lavado de dinero. Algunos países lograron altas calificaciones en las evaluaciones de esa organización, aprobando leyes con buen aspecto, pero luego las diluyen o no implementan las cláusulas claves.

En los últimos cinco años los esfuerzos globales por terminar con el lavado de dinero se han reducido, dice Robert Barrington, profesor de prácticas anti-corrupción en la Universidad de Sussex. En 2016, David Cameron, por entonces primer ministro de Gran Bretaña, fue el anfitrión de una cumbre global contra la corrupción, y otros gobiernos se sumaron para respaldar la causa. Pero eso fue un falso amanecer y el entusiasmo se diluyó.

Hay tres grandes problemas que traban la lucha: la falta de transparencia, la falta de colaboración y la falta de recursos.

En cuanto a la transparencia, los investigadores suelen tener dificultades para identificar a los verdaderos dueños “beneficiarios” de las firmas fantasmas. Se ha tenido algunos avances en incrementar la visibilidad. Gran Bretaña lanzó un registro público de dueños de empresas en 2016, lo que llevó a otros países a hacer lo mismo. A fines de 2020 los legisladores estadounidenses aprobaron una ley para el requerimiento de datos de propiedad de firmas. Pero muchos países siguen rechazando los registros y los que los tienen han enfrentado problemas. En Gran Bretaña, los criminales han estado dispuestos a correr el riesgo de presentar información falsa o nada, dado lo modesto de las penalidades.

Está en revisión el estándar del FATE para la transparencia de propiedad con la idea de hacerlo más duro. Pero lograr que sus 39 miembros centrales –desde Estados Unidos y la UE hasta China y Rusia– acuerden un nuevo texto será difícil.

La falta de colaboración, en tanto, traba el trabajo en común de los gobiernos entre sí y con los bancos. Los grandes mecanismos de lavado de dinero son sofisticados y transnacionales. Está mejorando el intercambio de información entre gobiernos, gracias a la cooperación entre “unidades de inteligencia financiera”. Pero el sistema que usan los países que investigan crímenes para pedirse información, es tosco.

En cuanto a los datos que fluyen de y hacia los bancos, el nivel de colaboración es “terrible”, según describe un ejecutivo de una entidad internacional. Estados Unidos es el que mejor se comporta, pero aun así el intercambio de información se da a una “escala diminuta”, y cualquier cosa por encima requiere una orden de un juez, “cosa que es difícil de obtener si no se sabe cuál es el crimen aún”. Gran Bretaña ocupa el segundo lugar, dice, con “alrededor del 30%” de los datos compartidos por Estados Unidos. ¿Y en tercer lugar? “Nadie”.

La tercera dificultad, la falta de recursos, deriva del hecho de que los crímenes de cuello blanco son menos visibles que los crímenes violentos. Gastar en contener estos últimos le cae mejor al público. En Gran Bretaña, el fraude representa más de un tercio de los crímenes reportados, pero se le asigna menos del 1% de los recursos policiales.

Muchos entes que combaten el crimen no tienen los fondos para analizar adecuadamente el torrente de los “informes de actividades sospechosas” que presentan los bancos. Muchos son de baja calidad o innecesarios, porque el sistema incentiva a las entidades a cubrirse en vez de aplicar criterios razonables de riesgo.

“Culpar a los bancos por no implementar ‘adecuadamente’ las leyes contra el lavado de dinero es una ficción conveniente”, concluye el informe de Pol. Mientras las multas que se aplican a los bancos aumentan constantemente, los abogados que crean oscuras compañías fantasmas, los contadores que aprueban sus presentaciones dudosas y otras conductas por el estilo, reciben apenas alguna palmada.

Los gobiernos también tienen que ponerse al día con las implicancias de las criptomonedas y las firmas y bolsas de valores que operan con ellas.

Hay esperanzas puestas en Joe Biden, que dijo que la lucha contra la corrupción es cuestión de seguridad nacional. Está por verse si puede trabajar de modo más beneficioso que su predecesor con Europa. Como sea, los banqueros probablemente deberían prepararse para otra tunda.