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Planes sociales y puestos de empleo: las claves que debería contemplar el debate

Los planes de empleo son instrumentos transitorios para enfrentar situaciones excepcionales en el mercado de trabajo, cuando como consecuencia de una crisis mayor (la ruptura de la Convertibilidad en Argentina, las crisis en Chile y Bolivia en los 70 y los 80) cae abruptamente la demanda de trabajo (las empresas reducen personal), disminuyen los ingresos reales y aumenta la oferta (porque parte de la población inactiva entra al mercado laboral para suplementar ingresos del hogar). Son procesos masivos que pueden llegar a ocupar a más de 10% de la población activa.

El éxito de estos programas transitorios consiste en proporcionar transferencias a hogares de ingresos bajos o medios a través de un mecanismo que compensa –en forma rudimentaria– la caída del empleo. Con ese fin, se establece una contraprestación del que recibe el programa que toma la forma de empleo o de capacitación.

El éxito de los programas puede medirse en el muy corto plazo por la cantidad de población asistida: si lo hace poca gente puede ser reflejo de un mal diseño o, por el contrario, de alta resiliencia de la población que busca otros mecanismos más estables de ingresos. Cuanto mayor la población involucrada, sin embargo, mayor el reflejo de la crisis que atraviesa el país. Bajo estos programas masivos, en Chile la tasa de desocupación (desocupados más población incluida en programas) alcanzó al 30% de la población económicamente activa, mientras que en la Argentina superó el 25% en 2002.

Pero, dado el carácter excepcional del instrumento y sus efectos negativos en términos de incentivos y organización del mercado laboral, la normalización de las relaciones exige una rápida salida de la población de estos programas y su incorporación al mercado laboral, formal o informal. Es decir que el criterio de éxito es la rapidez con que se logra clausurar estos programas.

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En la Argentina hace años que estamos encerrados en la cuestión de desarmar el cúmulo de programas que se acumularon tras sucesivas crisis macroeconómicas, procurando darle al problema una solución de mercado, aunque el término espante a muchos políticos. La cuestión se complica, ya que una parte de estos programas carece de formas relevantes de contraprestación –en términos de exigencia de tiempo de trabajo o de capacitación para el empleo–, y no cuenta con un seguimiento estrecho de las familias para darles apoyo.

Cuanto menores las exigencias del programa y mayores los beneficios que se reciben, menor la probabilidad que la población con transferencias vuelva al mercado laboral, con el riesgo de que se mantenga en “programas vitalicios”. Cuando el problema afecta a un porcentaje significativo de la población, el efecto de los programas vitalicios retroalimenta al mercado laboral de muy diversas formas. Caen las tasas de actividad –más allá de lo que puede ser explicado en el caso de los jóvenes por la mayor permanencia en el sistema educativo–; se deteriora la experiencia y la capacitación de quienes se alejaron del mercado; aumenta, paradójicamente, el salario de reserva (bajando las probabilidades de encontrar un empleo); cae la proporción de empleados formales asalariados, y una parte creciente de la población complementa sus ingresos con formas precarias de empleo.

Estos fenómenos son visibles en la Argentina. Si la tasa de informalidad no es mayor que la que se manifiesta en los indicadores oficiales se debe a que a que la definición de “informal” que adoptamos a partir de la cobertura social es imprecisa. Si se adoptara una definición de informalidad en términos de productividad del empleo encontraríamos que la proporción de trabajadores informales (es decir, de baja productividad) creció considerablemente entre los asalariados privados, los trabajadores independientes (monotributistas o no) y ua parte de los empleados públicos.

Con el deterioro del mercado laboral, la persistencia de programas vitalicios tiene un costado fiscal que es la demanda creciente de recursos, porque quienes están en ellos y los administradores privados de estos programas –verdaderas pymes que se encargan de perpetuar el sistema– demandan ingresos indexados. ¿Cómo se sale de un sistema que se fue extendiendo desde inicios de los 90, explotó a partir de 2002 y se consolidó con un diseño clientelar en los últimos 15 años?

Lo primero es lo básico: los propios proyectos oficiales (incluyendo el del diputado Sergio Massa) reconocen que las condiciones de contratación laboral frenan el crecimiento del empleo. De otra forma no pondrían como cuestión central la reducción de impuestos al trabajo y, complementario con ello, no borrarían de un plumazo las enormes penalidades que se impusieron en su momento a la contratación informal. El error consiste en creer que los problemas desaparecen con establecer estas excepciones, mientras en el caso general persisten castigos de corte islámico, con una justicia laboral inclinada a extorsionar al empleador.

Por lo tanto, la primera cuestión –más que apresurarse a bajar impuestos, a menos que sea en forma permanente para nuevos trabajadores– es definir bajas de costos permanentes. Y para ello es imprescindible producir reformas en los procedimientos laborales que impidan mecanismos extorsivos de cualquier tipo y de cualquier lado (de los empleadores, los trabajadores y sus representantes y de la justicia laboral).

Como parte de este primer punto general debe restablecerse el ambiente de negocios. Ello incluye las muy necesarias reformas macro y microeconómicas imprescindibles para estabilizar la economía argentina, con un marco apropiado para el ahorro y la inversión. En el mercado de trabajo se debe abandonar la práctica de aumentar los costos de despido o, directamente, prohibir el despido cada vez que la economía entra en recesión, porque con ello se limita la recuperación del empleo durante la expansión. Los números que provee el Ministerio de Trabajo muestran que tras el fuerte rebote de actividad económica en 2021 la tasa de contratación de empleo formal, lejos de crecer con fuerza como en los rebotes cíclicos, crece a un ritmo cercano al de una recesión.

Un segundo aspecto a tener en cuenta es que la población que estuvo fuera del mercado laboral por años debe insertarse en un ambiente en el que carece de experiencia. Este es un aspecto complejo del problema y debería recurrirse a la experiencia de países que acompañan a las familias para lograr que la incorporación al mercado laboral resulte exitosa. Ello requiere personal muy calificado del lado de los funcionarios públicos y/o centros de apoyo, que operen en forma estrictamente profesional.

Todas las reformas por el lado de la demanda son necesarias para crear condiciones estables que favorezcan un aumento de la contratación laboral formal –acotar costos de litigiosidad, bajar costos impositivos y favorecer aumentos de productividad– y aun puedan favorecer el trabajo informal, que siempre resultará infinitamente superior al subsidio vitalicio. La formalización de la población que hoy realiza trabajos informales no será exitosa por la vía de decretar que todos son formales: requiere un poco más de inteligencia de parte de los legisladores, que deberán explorar de qué forma se facilita que las empresas puedan aumentar su productividad.

Eso requiere estabilidad macroeconómica, apertura, estabilidad financiera, regulación estable y procompetitiva, y desterrar formas extorsivas de resolución de controversias. Requiere inteligencia en el manejo macroeconómico de corto plazo. ¿Alguien se detuvo a pensar que simultáneamente con la recuperación de empleo que propone el proyecto de reconversión de planes se congelan precios, deprimiendo la inversión (y el empleo) y se busca forzar aumentos de salarios (aumentando los costos laborales)? En ese contexto, el empleo formal probablemente caerá, independientemente del proyecto de los Diputados.