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Suerte con esas regulaciones

Toda vez que alguien se queja de lo anómicos que somos, de nuestro característico, arraigado y al parecer incorregible desprecio por la ley, una luz se enciende en mi tablero mental. Y por varios motivos. Primero y principal, porque suena a prejuicio. ¿Realmente todos los argentinos somos desobedientes de la ley? Conozco una lista muy extensa de personas que son todo lo contrario, que respetan las reglas.

El segundo motivo es inverso. ¿Qué tan deseable es que la ciudadanía sea ciegamente respetuosa de la ley? La respuesta no está en la política o en la sociología, sino en la lógica proposicional: lo contrario de algo malo es otra cosa mala, solo que de signo opuesto.

El tercer motivo es que daría la impresión de que hay algo, no sé, genético o astrológico (esto fue sarcástico, ya me conocen) que nos convierte en un pueblo para quien las leyes son ya no sugerencias, como definió, agudo, el gran Carlos Fayt, sino una afrenta a nuestro sociopático individualismo inmaduro de adolescente malcriado. O sea, me llamaría realmente mucho la atención que sea cierto que todos los argentinos nos sentimos indignados frente a las imposiciones de nuestros códigos.

Creo, en total, que el asunto es un poquito más complejo. Por una constelación de motivos que vienen de lejos, sí, somos un pueblo más bien díscolo. No todos, no todo el tiempo. Pero, en general, el argentino tiende a resistir a la autoridad. Reitero, no siempre, no todo el tiempo. Pero en nuestra Nación sobrevuela una desconfianza por la autoridad que puede ir de leve a salvaje. Y esto se ha hecho irrefutable por nuestro comportamiento en las redes sociales. Que ahora resulta (y cito) “tóxico para nuestra democracia”. Un momento. Paremos la película local y miremos un poco para afuera.

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Avergonzados

Por una milésima parte de lo que los argentinos decimos a diario en Twitter, en Inglaterra te inician una causa. No en la Rusia de Putin. En Inglaterra. En 2015 entrevisté a Ewen MacAskill y David Blishen, dos de los tres periodistas de The Guardian que se habían encontrado con Edward Snowden en Hong Kong en 2013, y, entre muchas otras cosas, hablamos de las leyes que vienen promulgando en ese país para regular el discurso público. “Nos sentimos avergonzados de ser ingleses por esas regulaciones”, me confiaron MacAskill y Blishen. Entonces les pregunté si podían imaginarse a un general de la corona tomando el poder por la fuerza en Inglaterra. Me miraron como si estuviera loco.

Pues bien, les resumí, en América las cosas son diferentes. Hemos tenido y tenemos dictaduras de todos los colores y las naciones nacieron hace relativamente poco tras una larga guerra de emancipación. No es que solo el argentino es un pueblo díscolo. El continente se te planta con más frecuencia frente a la autoridad. No siempre, no todos, no ante cualquier estímulo. Pero si Estados Unidos o la Argentina (entre otros) no siguen siendo colonias es, dentro de una larguísima lista de factores, porque desobedecimos. Y eso está bien. Obedecer siempre es tan malo como desobedecer siempre. Va una anécdota.

The grid

Hace muchos años, en 1998, caminaba por Nueva York con el que por entonces era vicepresidente de marketing de Xerox. He olvidado su nombre, lo lamento. El hombre, de unos 30 años, alquilaba un departamento en Manhattan con su novia. En un momento le dije, convencido todavía de que los argentinos somos una suerte de anomalía legal planetaria, que me me asombraba cómo los neoyorquinos respetaban la senda peatonal (the grid, en inglés). Este VP me dijo entonces que eso era ahora, después de que el jefe de gobierno impusiera unas multas escalofriantes por detenerse sobre la senda peatonal; en una tercera reincidencia, terminaban por quitarte la licencia de por vida. Antes de eso, los neoyorquinos eran tan anómicos con la senda peatonal como lo eran los porteños en la misma época.

Eso me abrió los ojos y con los años (y muchas otras entrevistas) terminé por entender que esto de que los argentinos hacemos caso omiso de las regulaciones es un cuento. Lo que ocurre es otra cosa, bien diferente.

Sabemos que la Panamericana es un gran campo de muerte en el que los sociópatas van a 200 Kmph y ejecutan maniobras de muy alto riesgo que, tarde o temprano, se cobran vidas. El martes, volviendo del diario, un descerebrado (sí, vos, el de la SUV bordó, alrededor de las 17,35) no causó un accidente grave en el que me habría visto involucrado porque Dios es grande. Luego escapó a toda velocidad. Los demás, la inmensa mayoría, íbamos respetando las reglas. Pero, al revés de lo que ocurre en los países donde la ciudadanía parece ser menos anómica, ninguna moto policial salió a perseguir al infractor, nadie lo detuvo, no tuvo que pagar una multa astronómica ni perdió la licencia para siempre. Fue impune. Nuestro problema no es que no respetamos las reglas. La mayoría las respeta. El problema es esta descarada, insultante y petulante impunidad que reina en nuestra sociedad.

La falta de control, fiscalización y sanciones para los que no saben convivir se ve por todos lados todo el tiempo y es una forma de ausencia del Estado. Me contó mi mujer que cuando hizo una pasantía en Portland, Oregon, en 2012, una tarde se le ocurrió cruzar la calle por la mitad de la cuadra. De la nada apareció un patrullero que le advirtió en un tono bastante poco amigable que debía cruzar por la senda peatonal.

Acá alguien puede cruzar por la mitad de la cuadra, en diagonal y mirando el celular y nadie le dice nada. La falacia se completa con que uno se termina sintiendo un estúpido o un cobarde porque no va y le dice al que tira un papel en la vereda que no debe hacer eso. Un momento. Tirar el papel está mal, pero nosotros no somos agentes de la ley. No somos los responsables de hacer cumplir la ley. Y pagamos unos impuestos fabulosos para que alguien se ocupe de hacer cumplir la ley.

La impunidad, la ausencia de Estado, trae dos consecuencias. La primera es que el sujeto que manejaba el SUV bordó el martes en la unión de General Paz con Acceso Norte y que casi me mata, tarde o temprano va a causar una desgracia. O sea, la ausencia de Estado puede resultar mortífera. No solo la corrupción, sino la sola ausencia del Estado (que sí, eventualmente puede ser causada por la corrupción, pero también por la simple desidia) causa desastres.

La segunda es que retroalimenta la anomia del sociópata. Como no hay consecuencias, los que no saben convivir se van volviendo todavía más nihilistas respecto de la ley. Después de todo, en la Argentina nunca pasa nada.

Esa es la sensación que queda. Y, de nuevo por una constelación de factores, nos identificamos con esa leyenda urbana hasta que se nos hace carne. Sin embargo, hasta el más díscolo de los conductores criollos se conduce como un caballero en las autopistas estadounidenses.

Desobediencia civil

Ahora bien, tanto como la anomia tiene su lado oscuro (y, más allá de la responsabilidad que nos cabe, la ley es impotente si nadie controla que se cumpla), hay un costado brillante de la desobediencia. Incluso la insolencia, el descaro y la irreverencia son actores democráticos muy potentes. Si me lo preguntan, y pese a los esfuerzos que hubo para amordazarnos, la Argentina sigue teniendo una democracia con niveles de libertad de expresión difíciles de encontrar en otras naciones. Y eso es precisamente porque somos desobedientes. Porque nos sentimos con derecho a decir lo que se nos ocurra. Hay unos cuantos que dicen estupideces, replican fake news o agreden cruelmente, pero son minoría; y, por otro lado, como señalaba con precisión estos días Adriana Amado, hay ahí una responsabilidad importante de la política, que resulta ser la principal promotora de campañas de descrédito y noticias falsas. Hay asimismo, y esto es vergonzoso, persecución, acoso y escrache de ciudadanos ilustres por sus dichos; una lacra prepotente que tampoco es patrimonio exclusivo de nuestra cultura.

En todo caso, y en un recuadrito aparte, si alguien dice una estupidez en público no está violando la ley. Pero esa es otra discusión.

¿Hacemos mal en violar la ley? Sí. Definitivamente. Soy obcecado en mi respeto por las reglas. Le pongo el cuerpo, además y en no pocos casos paso por estúpido por respetar tanto la ley. Pero la diferencia entre violar la ley y la desobediencia civil es a veces muy sutil. O es una cuestión de fechas. Hacemos mal en violar la ley, pero el lado bueno de eso es que es muy difícil imponerle al ciudadano argentino leyes y regulaciones delirantes.

Estos días se ha hablado bastante de la intención que expresó Gustavo Béliz, secretario de asuntos estratégicos de la Presidencia de la Nación, de “regular el buen uso de las redes sociales para que no intoxiquen nuestra democracia”. No me imagino algo más tóxico que intentar regular el ágora nacional. Tampoco hay un espectáculo más patético que observar los berrinches del poder, enquistado en una burbuja temporal que se congeló en abril de 1945, pataleando porque ahora cualquiera puede decir lo que se le ocurra. Sí, es así desde diciembre de 1948 y se llama libertad de expresión. Solo que ahora la podemos ejercer, gracias a internet. Podemos opinar públicamente sin límites, salvo los que impone la ley, que además es bastante clarita al respecto.

Pero sobre todo, nada mueve más a risa que el ver a un funcionario convencido de que realmente puede controlar algo en internet. Salvo que, como China, se aísle por completo. O como Inglaterra, que tiene un sistema de instituciones tan confiable que el ciudadano acepta incluso que le digan qué chistes puede poner en Twitter y cuáles no (y veremos cuánto dura esto). El caso es que no somos ni China ni Inglaterra. Somos América. Acá la libertad de expresión fue clave en el origen de nuestras naciones, y nación e identidad son sinónimos.

Por eso, el obstáculo con que chocan estos recursos desesperados de controlar el discurso público que cada tanto asalta a los gobiernos es el ciudadano argentino. Lo dije hace una década, y lo reitero: para bien o para mal, este es nuestro país y acá decimos los que se nos da la gana. Mientras no violemos la ley (calumnia, injuria, etcétera, todo el mundo sabe esto), una de las maravillas de la Argentina es que acá cualquiera dice lo que se le da la gana. Cuidémoslo, porque en gran parte del planeta esto ya no se consigue.

Así que suerte con esas regulaciones. En serio.