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En México, una empresa y una comunidad penden de un mismo hilo

Ana Holschneider, de 39 años, fundadora y diseñadora ejecutiva de Caralarga, en Querétaro, México, el 2 de agosto de 2022. (Jackie Russo/The New York Times)
Ana Holschneider, de 39 años, fundadora y diseñadora ejecutiva de Caralarga, en Querétaro, México, el 2 de agosto de 2022. (Jackie Russo/The New York Times)

Según lo explicó Ana Holschneider, todo lo que elabora Caralarga es joyería, dependiendo de cómo la uses.

Puedes colgarla en tus orejas, como los aretes “pluma” insignia de la firma de diseño, que se ven como versiones invertidas de los tocados en medio círculo que se usaban en la época de los aztecas. O pueden adornar tus hombros, como las prendas sueltas parecidas a un delantal que Caralarga empezó a producir cuando amplió su cartera de productos a blusas y vestidos.

O puedes colgarlas en tu sala de estar o dejarlas caer desde un atrio en el techo, como las esculturas de cuerda trenzada, algunas de más de 6 metros de largo, que Holschneider describió como “joyería para el hogar”. Por sí solas, estas piezas de decoración de interiores han transformado a Caralarga de una operación de dos personas a una compañía con 60 empleados que fabrica y envía productos a todo el mundo.

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El hilo común de todos estos productos es el algodón, casi todo blanco, que Caralarga convierte en artículos como bolsos, collares, espejos y lámparas colgantes. Holschneider, de 39 años, que fundó la empresa y funge como su diseñadora ejecutiva, está decidida a aprovechar hasta el último pedazo de materia prima que llega a su taller, que está ubicado en la colonia Hércules a las afueras de Querétaro, México.

El pequeño barrio se fundó con base en la producción textil hace más de 150 años, cuando la empresa El Hércules abrió sus puertas ahí. Evolucionó hasta convertirse en un gigante manufacturero que abastecía de ropa a todo el país y, en su cenit, contaba con 4000 empleados. Las viviendas de los trabajadores conforman la mayoría de las estructuras que existen hoy en día en este vecindario.

El Hércules perdió su fuerza a principios del siglo XXI cuando las importaciones provenientes de Asia llegaron para dominar la industria, por lo que redujo sus operaciones a la mitad. Ahí es cuando Holschneider aparece en esta historia.

Ella y su esposo, Luis González, se hicieron de la otra mitad del enorme complejo para comenzar una fábrica de cerveza. Durante la transición del edificio, ella notó pilas de tela e hilos sobrantes que la fábrica desechaba porque no cumplían con sus estándares.

Fabiola Cruz Gutiérrez, empleada de Caralarga, corta varios hilos de algodón a la longitud exacta, en Querétaro, México, el 2 de agosto de 2022. (Jackie Russo/The New York Times)
Fabiola Cruz Gutiérrez, empleada de Caralarga, corta varios hilos de algodón a la longitud exacta, en Querétaro, México, el 2 de agosto de 2022. (Jackie Russo/The New York Times)

Holschneider, que estudió periodismo en la universidad y trabajó un tiempo como comerciante de arte en Hong Kong antes de mudarse a Querétaro, no era diseñadora en aquel entonces, pero se asoció con una colega, María del Socorro Gasca, y juntas desarrollaron estos desechos para crear aretes. Estos ganaron popularidad entre los compradores y Holschneider siguió experimentando. Contrató a Yasmin Tellez, una conocida que sabía coser y convirtió los rollos de tela desechada —mezclilla previamente teñida— en indumentaria. Eso también captó la atención de los clientes.

“Comprábamos el excedente de materiales de la fábrica, así que a ellos también les convenía”, explicó Holschneider. “El algodón no se desperdiciaba, pues lo transformábamos en joyería y otras cosas”.

Las piezas trenzadas de decoración que catapultaron a la empresa nacieron de collares más cortos que los que Caralarga elaboraba enrollando hebras de algodón alrededor de esferas de papel maché, una manualidad tradicional en México. “Siempre intentamos innovar, pero tampoco estamos descubriendo el hilo negro”, afirmó Holschneider, usando una frase mexicana que se refiere a las reincidencias creativas.

Esas piezas se hicieron cada vez más largas a medida que arquitectos y diseñadores de interiores hacían pedidos de tamaños personalizados para sus clientes, y eso aumentó la necesidad de tener más manos en el proceso de producción. Caralarga ocupó los almacenes vacíos de la fábrica y empezó a contratar trabajadores adicionales.

Junto con la gerente de operaciones, Ariadna García, han transformado el espacio en una planta manufacturera donde equipos de empleados elaboran todo a mano: hacen costuras, recortes y cepillado de hebras, además de atender los bastidores metálicos hechos a la medida que les permiten colgar los hilos de algodón mientras los convierten en piezas de Gran Formato (el nombre oficial de los tapices).

Con apenas una década en el mercado, la organización ha sido astuta pese a los numerosos problemas logísticos que causó la pandemia del coronavirus. Hace dos años, El Hércules fue adquirida por una corporación más grande que mudó su operación a la ciudad de Puebla. Holschneider y García tuvieron que convencer a los nuevos propietarios de que les siguieran vendiendo sus materias primas, que ahora les envían a 320 kilómetros de distancia.

Y al igual que lo hacía El Hércules, Caralarga contrata gente de la región, lo cual resucita la idea de que una empresa dé empleo a los residentes en una nueva era, aunque, como señala García, las condiciones laborales han mejorado desde la época de la revolución industrial. Grandes ventanales permiten que entre luz y aire al almacén que antes estaba cerrado, y los empleados tienen beneficios contemporáneos, como poder ausentarse cuando es necesario para cuidar a sus hijos.

Muchos de ellos caminan al trabajo por un camino bien conocido por los habitantes de Hércules.

“Y muchos tienen padres o abuelos que trabajaron en la fábrica hace mucho”, comentó Holschneider.

© 2022 The New York Times Company