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En medio del pantano se esconde una esperanza realista

Más que nunca, el consumo se ha vuelto un ansiolítico; el restaurante, el bar, el recital, el teatro, la cancha, el cine o el shopping brindan alegrías efímeras que operan más como sedantes que como fuentes del entusiasmo
Más que nunca, el consumo se ha vuelto un ansiolítico; el restaurante, el bar, el recital, el teatro, la cancha, el cine o el shopping brindan alegrías efímeras que operan más como sedantes que como fuentes del entusiasmo - Créditos: @Ricardo Pristupluk

La sociedad argentina atraviesa un momento opaco. Está mal y teme que las cosas puedan empeorar de modo imprevisto en cualquier momento. A diferencia de otras crisis que, a la distancia, hoy juzga durísimas, pero “clásicas”, encuentra una fisonomía diferente en el tiempo actual. Esta es una crisis agónica que devora expectativas, sueños y proyectos en etapas. Los argentinos se sienten en una especie de pantano. Hacen fuerza para no hundirse en el fango sin encontrar ninguna base sólida sobre la cual apoyarse para salir de ese terreno denso, espeso y amenazante. Algunos esbozan cierto optimismo un tanto vacío que no logran fundamentar más que en el propio deseo de que las cosas sean diferentes y en una cuestión de fe: “Al final, siempre salimos”.

Pero la gran mayoría se percibe rodeada de evidencias que la conducen al hastío, el hartazgo y la apatía. Para ellos la realidad hoy no solo ya no genera motivos para el entusiasmo, sino que ahora trae una carga negativa que bordea lo tóxico. Desde ahí, no hay ningún futuro posible que les resulte alentador. La frase que resume ese sentir mayoritario está ganando una peligrosa densidad en las conversaciones cotidianas: “Esto ya no tiene arreglo”.

Describo aquí en una apretada síntesis algunos de los hallazgos preliminares de nuestro monitor cualitativo del humor social que concluimos el pasado viernes. Como toda foto, es eso, una foto. Expresa el sentir colectivo de un momento puntual que naturalmente puede cambiar, especialmente en una población tan ciclotímica como la nuestra.

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El problema es que si miramos la película, el continuo se está volviendo cada vez más oscuro. Este fotograma solo confirma el contenido central del largometraje.

Peter Drucker, considerado el padre de la gestión empresarial moderna, entre tantas enseñanzas elaboró un pensamiento que trasciende el mundo de los negocios y que es válido para cualquier tipo de liderazgo, incluyendo el político: “La cultura se come a la estrategia en el desayuno”. Pensando en las compañías, él sostenía que si quienes tenían que implementar las acciones definidas no creían en ellas, las chances de concretar el plan diseñado eran nulas.

La resistencia al cambio es el peor enemigo de las promesas más atractivas. Los líderes empresariales saben que por más adecuada que sea su visión estratégica, si no logran seducir y convencer a sus equipos, las chances de éxito bajan considerablemente.

De modo análogo, lo mismo ocurre al momento de liderar una sociedad. Si la población no cree que vale la pena hacer el esfuerzo, difícilmente acompañe. Y mucho más en un sistema democrático hiperconectado donde se vota minuto a minuto en cada posteo, en cada video y en cada meme que circula por las redes sociales, WhatsApp y los medios masivos de comunicación.

Soy de los que, en este caso, disienten de la opinión mayoritaria, y creo que “esto sí tiene arreglo”.

Desde el punto de vista económico, está más que claro que una vez más la Argentina tiene los recursos que necesita el mundo. Un mundo que pasó de ser complejo a hipercomplejo. Donde los alimentos, la energía y el talento cotizan en alza. Tres cosas que, bien administradas, pueden expandir sustancialmente los ingresos del país. Pero, más allá de esto, que es conocido y que sabemos es condición necesaria pero no suficiente, deposito mi creencia en un aspecto central de lo que está ocurriendo bajo la superficie, ya no de la tierra, sino de la sociedad.

Paradójicamente, baso mi opinión sobre la existencia de un futuro posible superador en la hondura y el calado que la decepción crónica está teniendo entre los argentinos.

Lo primero que se necesita para cambiar es convencerse de que este no es el camino. En las oscuras profundidades del mal humor social de hoy se enciende como una señal de S.O.S, apenas audible, pero existente, un grito sordo: “Esto así no va más”.

Dice el saber popular que “solo los convencidos convencen”. Bueno, si algo valioso está ocurriendo en este magma de pesimismo colectivo es la concientización mayoritaria sobre la imperiosa necesidad de modificar el rumbo.

El fundamento de mi pensamiento sobre que el país aún “tiene arreglo” es la existencia de una esperanza realista. Esa esperanza realista se apoya justamente en el creciente convencimiento que detectamos entre los argentinos sobre la necesidad de hacer las cosas de otra manera. Por eso pienso que, por el contrario a la lectura lineal de lo que manifiesta la sociedad, en la decepción crónica se esconden los fundamentos de esa esperanza hoy oculta.

Para el grueso de la población, la cultura de los parches, los planes y los subsidios ha demostrado que puede paliar penurias presentes, pero hoy comprueban que se agota ahí. Es incapaz de construir una idea que brilla por su ausencia: futuro. Cuando el presente se convierte en perpetuo, los proyectos se apagan uno a uno hasta conducir a la anomia generalizada que percibimos hoy en día.

La sociedad continúa teniendo algunos incentivos, por supuesto, pero los circunscribe estrictamente al orden de lo individual y lo familiar, descolgados del devenir general. En muchos casos, lo que es peor, esos proyectos (muchos de corto plazo) los concretan no gracias a sino a pesar de un entorno que juzgan opresivo. Dicen que hoy el sistema está lleno de trabas, impedimentos, incertidumbres y sinsentidos. Por ende, en lugar de ayudarlos, les juega en contra. Tanto a quien tiene una pyme como una gran empresa, también a los emprendedores y a los independientes, a los formales y a los informales.

Es esa búsqueda de un bienestar personal la que impulsó el consumo este año. Y es probable que, aunque en menor medida dadas las crecientes restricciones, lo siga haciendo. Si todo sigue más o menos como va, tendremos un verano mejor de lo que muchos esperan. Los “ciudadanos consumidores” lo dicen de manera muy clara: “Si no lo hago o no lo compro, exploto”.

Más que nunca, el consumo se ha vuelto un ansiolítico, tal como explico en mi último libro Humanidad ampliada (publicado en octubre pasado por Editorial Planeta). La gente hoy en la Argentina no compra porque esté contenta, sino porque está triste, enojada y estresada. El restaurante, el bar, el recital, el teatro, la cancha, el cine o el shopping le brindan alegrías efímeras que operan más como sedantes que como fuentes de un entusiasmo que no logra encontrar casi en nada.

Que la economía crezca entre 4% y 5% este año y que el consumo masivo concluya expandiéndose un 2% expresan movimientos que no logran permear en el caparazón de los desganados argentinos, que recién ahora comienzan a sentir qué implica un 100% de inflación. Es obvio: que todos los precios de la economía, todos, se dupliquen año a año, en promedio. Algunos, bastante más.

Como afirmaba el catalán Jordi Pigem, nunca es bueno “obviar lo obvio”. La esperanza realista no es lo mismo que el optimismo, dado que en lugar de confiar en la buenaventura azarosa, hija del destino, cree en la definición de un horizonte convocante, pero viable (sin pretender imposibles), y en la necesidad de involucrarse y ponerse en acción. Es decir, no es una cuestión meramente de fe, sino, sobre todo, de una actitud por ir a buscar aquello en lo que se cree, haciendo, no esperando.

Esa latencia también está presente entre los escombros del sentir colectivo. Débil, frágil, lábil, pero está ahí, pidiendo ser rescatada del fastidio y la opresión que provocan un día a día al borde de lo insoportable.

Es un futuro posible, pero no el único. De la capacidad que tengan los líderes para despertar ese sentimiento depende en buena parte nuestro destino como sociedad y como país.

Una sociedad que necesita con urgencia volver a entusiasmarse con lo que podría ser para escapar de las arenas movedizas de lo que no es.