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La pregunta más inquietante que no tiene respuesta

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¿Cuándo y cómo se saldrá de esta doble crisis política y económica? Nadie parece en condiciones de responder a ciencia cierta este interrogante, que desvela a la mayoría de los argentinos, atraviesa la grieta y los iguala con una incertidumbre en alza como la inflación y el dólar.

Para muchos, el futuro cercano se perfila intuitivamente como una serie de imágenes en sepia del pasado anterior y posterior al retorno de la democracia. Alterna planes económicos frustrados; relevos de ministros; defaults, corridas cambiarias (o bancarias); maxidevaluaciones, llamaradas inflacionarias (e hiperinflaciones); cambios de signo monetario con quitas de ceros; más pobreza; movilidad social descendente; proliferación de huelgas sindicales y hasta mandatos presidenciales finalizados antes de término. Para otros, que recurren a los libros, toda crisis es una oportunidad para marcar un punto de inflexión y corregir los problemas estructurales de arrastre que condujeron a la actual decadencia; pero no encuentran liderazgos capaces de lograr acuerdos políticos básicos que permitan comenzar a revertirla, a base de un diagnóstico compartido y reglas duraderas.

Con atraso, un área clave para el kirchnerismo duro queda formalmente bajo el paraguas de Batakis

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Ambas posturas dejan de lado que la actual crisis es diferente a las anteriores. No sólo porque desde la pandemia el mundo dejó de ser lo que era, sino porque la Argentina está atravesando situaciones inéditas que hacen descartar recetas mágicas y salidas rápidas. Más aún, cuando padece las consecuencias de los fuertes cambios producidos en las últimas dos décadas a nivel político, económico, social e institucional.

Sin dudas, la mayor causa de incertidumbre es la fractura expuesta del Gobierno, camuflada con la frágil tregua política de las dos últimas semanas. Pese a su actual silencio táctico para no asumir costos políticos, Cristina Kirchner está adquiriendo cada vez más centralidad en las decisiones del Poder Ejecutivo. Ya sea con avales y vetos tácitos a funcionarios; o con acciones apuntadas a seguir aumentando el gasto público, como la paritaria con subas salariales de casi 70% –y revisión en noviembre– para el personal del Congreso, que seguramente se extenderán a los legisladores. Hasta la Casa Rosada deja trascender que la ministra de Economía consulta diariamente con la vicepresidenta las medidas antes de anunciarlas. Ya que no se trata precisamente de una garantía para los agentes económicos, parece una forma de compartir costos.

Si todo esto recorta el margen de maniobra y acentúa la debilidad política de Alberto Fernández, aún más insólito es que el Gobierno y el kirchnerismo coincidan ahora en acusar masivamente por “desestabilización” a Martín Guzmán, la oposición, los principales medios, el establishment económico, el paro del campo y a los productores de soja por demorar ventas; como si no hubiera sido más desestabilizador que –antes de la tregua–, la propia CFK criticara duramente la gestión de AF en público y con micrófono en mano, después de sucesivas cartas públicas durante meses y de votar en contra de la reestructuración de la deuda con el FMI.

Hay que retroceder muy atrás en el tiempo para encontrar un gobierno cuya principal oposición está encabezada por la misma dirigente que se encargó de modelarlo para ganar las elecciones presidenciales como compañera de fórmula y mantener sus fueros parlamentarios.

Otro factor de incertidumbre son los visibles problemas del Frente de Todos para atender simultáneamente los reclamos de sus aliados en el sindicalismo y los movimientos sociales sin fogonear aún más la inflación, que ya apunta por encima de 80% anual y torna inverosímil el eslogan “Primero la gente” de la profusa propaganda oficial por radio y televisión.

Muy lejos de los 13 paros generales que Saúl Ubaldini le asestó a Raúl Alfonsín, la CGT recién ahora organiza una marcha para el 17 de agosto desde el Obelisco hasta el Congreso, mientras aguarda la reapertura de paritarias para revisar los acuerdos pactados hace cuatro meses y los consabidos fondos para las obras sociales. Por su lado, bajo la amenaza de abandonar el FDT, Juan Grabois plantea una serie de reclamos cuyo cumplimiento implicaría una reedición del “Rodrigazo” de 1975. A tal punto que CFK dejó de lado el salario básico universal (SBU) propuesto por su hijo Máximo, para reemplazarlo por un “ingreso complementario” (una suerte de IFE) para bajar la indigencia que se cubriría con mayor presión tributaria, según anticipó ayer el diario Página 12.

Con menor o mayor intensidad, estas presiones muestran una postal de época. Los trabajadores sindicalizados, otrora “columna vertebral” del peronismo, pasaron a ser menos de un tercio (6 millones de personas) de la fuerza laboral. Y, por lo tanto, una minoría privilegiada con derechos, al igual que los empleados públicos (3 millones) con beneficios extra, dentro del universo de 20 millones que se completa con los trabajadores informales, monotributistas y autónomos, mucho más castigados por la inflación. De hecho, el proyecto de SBU ahora congelado, apuntaba a 17 millones de personas “sin ocupación plena” pero sin contrapartida laboral. Otra prueba de la irrefrenable vocación K por atacar los efectos y no las causas de los problemas para tratar de transformar a “la gente” en votos y mantenerse en el poder.

En este contexto, las medidas fiscales anunciadas por la ministra Silvina Batakis tienen el carácter de una emergencia no declarada. Buscan frenar el desborde del gasto público de los últimos meses (principalmente en junio) y la emisión de pesos para financiarlo, más que a bajarlo de manera sostenida.

El formato de presupuesto de caja, donde el Tesoro sólo gasta en función de sus ingresos mensuales, ya fue utilizado en el pasado por varios gobiernos ante la necesidad de mostrar cierta solvencia fiscal. Es de manual, pero de alcance temporario, ya que durante su aplicación se van acumulando demoras en los pagos a proveedores y contratistas del Estado y en la ejecución de obras públicas. Incluso el Consejo Agroindustrial Argentino (CAA) acaba de alertar sobre la existencia de retrasos previos en la devolución del IVA a las exportaciones del sector.

Tampoco es una novedad la decisión de modificar la Ley de Administración Financiera para incluir ingresos excedentes por $600.000 millones de organismos estatales, empresas públicas y fondos fiduciarios dentro de la programación presupuestaria de este año, a fin de reducir las necesidades de colocación de deuda. Para más datos, la primera medida de este tipo fue a través de un decreto ley firmado por Juan Domingo Perón en 1947, cuando creó el Fondo Unificado de las Cuentas del Gobierno Nacional. Con sucesivas prórrogas y denominaciones (como el FUCO) fue utilizado por distintos gobiernos a través de décadas (incluso durante la gestión de Mauricio Macri) para evitar gastos discrecionales, no siempre con éxito. Más que una nueva ley, probablemente ahora se active un artículo suspendido tiempo atrás para abarcar a la AFIP, el PAMI, el Incaa y los fondos fiduciarios. En cambio, otra ley vigente deja fuera de la caja única a la Anses, que concentra casi la mitad del gasto público.

La incógnita de ambas medidas es qué eficacia podrían tener con las principales “cajas” en manos del kirchnerismo. No es la única. También hay dudas sobre el seguro de liquidez y el corredor de tasas dispuesto por el BCRA para que los bancos compren títulos del Tesoro con vencimiento en tres meses. Todo en medio de una escalada inflacionaria y cambiaria con una brecha de 130% que borra todas las previsiones de empresas y consumidores. Y cuando todavía faltan más de 14 meses para la elección presidencial