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Atrapados en la rueda del hamster, los argentinos ahorramos consumiendo

A una inflación que tiende al 70% anual y acelerando los ingresos siempre la corren de atrás.
Fabian Marelli

Hoy en la Argentina, para una buena parte de la población, trabajo hay. El índice de desempleo, que llegó al 13% en el segundo trimestre de 2020 –y casi 30% si se incluye a los que habían dejado de buscar trabajo desanimados por la estricta cuarentena– hoy es del 7%. Una reducción significativa. Este dato, de por sí, merecería un espíritu celebratorio que se empeña en no aparecer. ¿Por qué? Porque en la coyuntura actual tener trabajo es una condición necesaria, pero ya no suficiente.

Un nivel de inflación del 60% interanual y acelerando hacia el 70% o más define un nuevo entorno socioeconómico jamás experimentado por todos aquellos que tienen menos de 40 años –en 1989 y 1991 eran niños o no habían nacido–. Estamos hablando nada menos que de 6 de cada 10 argentinos. Entramos en otro nivel del juego. La fisonomía del territorio mutó de repente y el desconcierto es generalizado.

Los ciudadanos en condiciones de trabajar que tienen o buscan trabajo son unos 21,5 millones, proyectando las estadísticas oficiales al total de la población. De ese universo, unos 6 millones trabajan en empresas del sector privado, 3,3 millones en el sector público, hay unos 400.000 autónomos, casi medio millón de personas que trabajan en casas particulares y unos 2,3 millones de monotributistas. La cuenta se completa con 1,5 millones de desempleados y el resto que está fuera del radar, los informales, que son unos 7,5 millones de personas.

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Analizar esta configuración laboral y su dinámica es relevante para comprender los motivos de la nueva máxima que se esparce como reguero de pólvora entre los ciudadanos: “trabajo, trabajo, trabajo y nunca llego”. De manera creciente la gente, en todos los estratos sociales, siente que se esfuerza cada vez más para obtener cada vez menos. Se ven a sí mismos como “el ratoncito en la ruedita”, cito textual un emergente frecuente en nuestros focus groups de humor social más recientes.

En la última década –cuando la economía cayó 4% de punta a punta y 13% si dividimos el tamaño de esa torta achicada entre una población creciente–, el mercado laboral se fragilizó. Los empleados del sector privado no crecieron –cayó por ende su peso relativo sobre el total–, los del sector público crecieron 30% –sus sueldos promedio están por debajo de los del sector privado– y crecieron, en cambio, 50% los monotributistas.

Si analizamos lo que viene ocurriendo con los salarios que registra el Indec en ese nuevo mercado laboral low cost, podemos completar la explicación. El último informe disponible a marzo muestra que mientras los empleados del sector público le ganaron a la inflación (su poder adquisitivo creció 5,5%), los del sector privado registrado empataron y el resto perdió 9% de su capacidad de compra. En esta desagregación no se incluye a los informales. Es de prever que su situación sea similar o incluso peor que la de los monotributistas.

Dicho en términos simples, de los 20 millones de argentinos con trabajo, la mitad –sector privado, sector público, buena parte de los autónomos y algunos empleados de casas particulares– pueden con sus salarios darle pelea a la suba generalizada de los precios. Y eso, con mucho esfuerzo y por ahora. El resto, mayormente monotributistas e informales, pierden irremediablemente.

Cabe la aclaración, estamos hablando en pesos. En dólares todos pierden por escándalo. En 2011 el salario formal era de 1500 dólares y en 2017, de 1700 dólares. Hoy ronda los 600 dólares, según los datos que procesó Idesa, medición al dólar blue.

Los argentinos están sufriendo el fenómeno de la aceleración. No solo los precios van significativamente más rápido que antes, sino que el sistema en su conjunto incrementa la velocidad. La memoria emotiva del pasado ha dejado en el ADN de nuestra sociedad una idea muy arraigada: “Acá el que se duerme pierde”. Nadie quiere ser el último de la fila. Las pulsaciones de todos también se aceleran. Como sucede en las estampidas, sin saber muy bien por qué ni hacia dónde, por puro instinto de supervivencia todos corren. Emergen las emociones propias que experimentan los animales y los seres humanos frente a un entorno amenazante: miedo, ansiedad, estrés, decisiones impulsivas dominadas por la intuición antes que por la serena y pausada reflexión. No hay tiempo para eso.

A una inflación que tiende al 70% anual y acelerando siempre se la corre de atrás. Es muy difícil, por no decir imposible, que los salarios privados y los del sector público le puedan ganar. El resto ya tiene la derrota asegurada. Según los cálculos del equipo de economistas de Ecolatina, aun con paritarias trimestrales habría una pérdida de poder adquisitivo promedio del 4%. Al ver cómo la calidad de vida que tenían es una imagen que se aleja y se achica cada vez más, brotan la angustia y el enojo. Y entonces los consumidores corren más rápido procurando alcanzarla.

Contra lo que muchos podrían suponer, por ahora, el consumo de corto plazo, el que brinda un disfrute instantáneo, para el que no hay que esperar nada, se está beneficiando de la estampida. La gente, cuando logra obtener los pesos que puede, muchos o pocos, cada uno en su medida, huye de ellos hacia los bienes o los servicios. Y como en muchos casos hay escasez de oferta porque faltan dólares, se agrega otro acto reflejo profundamente argentino que acelera el proceso: “Compralo hoy porque mañana no va a haber, y si hay, va a ser más caro”.

El dinero circula más rápido. Consecuencia lógica de un proceso inflacionario con velocidad incremental. Incluso aquellos que nunca lo vivieron tienen hermanos, padres o abuelos que rápidamente los ponen en tema y les dan “tips”. Una sabiduría empírica que hoy vale oro. Y si les quedan dudas, bueno, no tienen más que ir a Google y buscar las noticias y testimonios de la época.

La novedad es que a una lógica escrita en la historia, e incluso rastreable en los libros, esta vez se le debe adicionar el “hábitat emocional” en el que entramos a la salida de la pandemia, tal como lo afirma Sil Almada, fundadora de Almatrends Lab. Por naturaleza, el ser humano desea lo que escasea. Después de dos años de carencia y oscuridad, ahora los consumidores no solo huyen de los pesos, sino que también escapan del trauma.

El reconocido médico, psiquiatra y psicoanalista José Eduardo Abadi sostiene que “el encierro es pulsión de muerte”. Hoy los ciudadanos, los consumidores, las personas, corren y corren procurando dejar atrás un momento opresivo y ominoso, buscando recuperar la “pulsión de vida”.

Se hibridan así viejos saberes de los argentinos para luchar contra la inflación sintetizados en el oxímoron “ahorrar consumiendo”, con experimentaciones nuevas que intentan cargar de brillo y color lo que estaba opaco y apagado. Así se explican los 9 recitales de Coldplay (¿serán 10?), el boom de turistas que se espera para el próximo fin de semana largo de junio y para las vacaciones de invierno o el crecimiento del 27% en las ventas de los shopping centers en el primer trimestre del año.

Del mismo modo puede entenderse el Hot Sale que acaba de concluir, con un 12% más de órdenes de compra y un 69% más de facturación que el año pasado. Fueron 3,7 millones de personas comprando algo. El hecho llamativo, o no tanto, es que crecieron 64% las ventas de la categoría “erótica” –lencería, lubricantes y vibradores–, según la CACE.

Si vemos lo que ocurre con el consumo masivo, encontramos un patrón común. De acuerdo con la auditoría de mercado de Scentia, en el primer cuatrimestre las ventas en supermercados y autoservicios crecieron 6%, pero las de golosinas, 23%, y las de bebidas con alcohol, 18%. ¿Qué nos dicen todos estos datos? Que los consumidores, las personas, los seres humanos están buscando desesperadamente placer ansiolítico.

Después de tanto malestar, el bienestar no tiene precio. Los argentinos, con lo que tienen, como pueden y con un agotamiento y fastidio crecientes, están corriendo detrás de una búsqueda que en un ecosistema plagado de escollos, incertidumbres y amenazas explícitas y latentes se asemeja cada vez más a una utopía: “Quiero pasarla bien”.