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Dolarización: no hay que anular el debate

Dolarizacion
Dolarizacion - Créditos: @Shutterstock

Gracias a Javier Milei, la dolarización está en el tapete, pero parecería que algunos políticos y formadores de opinión prefieren anular cualquier debate respecto de sus ventajas y desventajas. Por un lado, argumentan que es inconstitucional y, por el otro, que es imposible dolarizar, supuestamente porque no hay reservas. Puesto en estos términos, ¿para qué debatir sobre su conveniencia?

Los argumentos que se esgrimen a favor de ambas conclusiones son fácilmente refutables. Empecemos por la constitucionalidad. En general, quienes han opinado sobre esta cuestión exhiben cierta confusión con respecto a lo que en la práctica implica adoptar el dólar como moneda de curso legal. Además, mezclan consideraciones de índole jurídica con juicios de valor respecto de qué funciones debe tener la moneda en la economía y agregan conceptos difusos como “el valor de la soberanía” (¿quién lo determina?). Más importante aún, en lo que es puramente jurídico, algunos autores parecen confundir atribuciones con obligaciones.

El artículo 75 de la Constitución Nacional dice, en lo relacionado con la moneda, que es atribución del Congreso “establecer y reglamentar un banco federal con facultad de emitir moneda, así como otros bancos nacionales” (inciso 6); “hacer sellar moneda, fijar su valor y el de las extranjeras; y adoptar un sistema uniforme de pesos y medidas para toda la Nación” (inciso 11); y, “proveer a lo conducente (...) a la defensa del valor de la moneda” (inciso 19). Es decir, que la única obligación que la Constitución le impone al Congreso con respecto a la moneda es preservar su valor. Está de suyo que no la cumple desde 2002. En ninguna parte de la Constitución la palabra “moneda” lleva como adjetivo “nacional”.

En los escritos de Alberdi la distinción entre atribución y obligación queda claramente establecida. Además, también queda muy clara su oposición a los bancos de emisión estatales y al papel moneda inconvertible. De hecho, si el genial tucumano viviera, se horrorizaría ante la inconstitucionalidad manifiesta con la que nuestros gobiernos han manipulado la moneda, especialmente en los últimos 20 años.

Hay muchas maneras distintas de implementar una dolarización. Sostener que son todas inconstitucionales es conceptualmente absurdo. Implica no entender en qué consiste adoptar el dólar como moneda de curso legal. Dolarización es un término genérico que en su acepción más acotada simplemente significa adoptar el dólar como moneda de curso legal. Lo cual no necesariamente significa la desaparición del peso. Ni tampoco la obligación de usar el dólar.

En Panamá coexisten el balboa y el dólar estadounidense, pero en la práctica esta última es la que se utiliza para las transacciones corrientes. En Ecuador, que dolarizó su economía en enero de 2000, circulan monedas metálicas de menos de un dólar que son acuñadas localmente. En El Salvador, la Ley de Integración Monetaria de 2000 no suprimió legalmente al colón, sino que estableció las condiciones para que fuera gradualmente reemplazado por el dólar. Tanto en Ecuador como en El Salvador hubo planteos de inconstitucionalidad que fueron rechazados por el respectivo Tribunal Supremo. Cabe notar que, en lo que respecta a la moneda, las constituciones de ambos países tienen lenguaje bastante similar al de nuestra Constitución. Con un poco de imaginación es posible diseñar otras alternativas perfectamente compatibles con el texto constitucional.

En cuanto a la conveniencia macroeconómica de una dolarización para países con inflación alta, persistente y volátil, economistas de la talla de Friedman, Mundell, Barro, Alesina, Summers, Calvo y Dornbusch la han apoyado, y otros como Eichengreen, Krugman y Stiglitz que se oponen a ella. El debate es sano y ambas posturas son defendibles. La cuestión central a dilucidar es si el beneficio de eliminar la inflación supera a los supuestos costos que generaría perder grados de libertad en la política económica y la pérdida del señoreaje. Digo “supuestos” porque en la Argentina esta flexibilidad solo ha servido para causar daño.

En cuanto a la viabilidad financiera, es absurdo argumentar que no es posible porque hoy no hay reservas. La situación actual es inédita, especialmente teniendo en cuenta que en los últimos dos años tuvimos los mejores términos del intercambio de la historia. Extrapolar esta coyuntura para evaluar una política de largo plazo no tiene sentido. La “falta” de reservas no es una limitación estructural de la economía argentina, sino de la actual política económica, que es lo que hay que cambiar. Sea como fuere, hay soluciones a este problema.

Lo que necesita la Argentina no es un par de años de estabilidad efímera. Este resultado es perfectamente asequible con las herramientas tradicionales de política económica. Ya lo tuvimos en 2016 y 2017. Revertir abruptamente la política económica cada dos o tres años –como venimos haciendo hace siete décadas– contribuye a acelerar la decadencia y destruir la esperanza de los más jóvenes.

Si definimos el éxito de un plan como una combinación de baja inflación y crecimiento que dure al menos 22 años, como en Ecuador, la pregunta que nos deberíamos hacer es cuál opción tiene más probabilidad de alcanzarlo. Debatámoslo y, si concluimos que la dolarización ofrece las mejores chances, entonces lo que deberíamos hacer es preocuparnos por diseñarla de la manera más acorde a nuestra Constitución y a nuestra realidad financiera.

Abortar el debate no es constructivo. La dolarización no es un camino al nirvana macroeconómico. Pero, en el menú de alternativas sub-óptimas que nos legó el populismo, es probablemente la opción que nos ofrece mayores chances de éxito.