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Opinión: El código de blanquitud de Tucker Carlson

Gertrude Stein advirtió que los comentarios no son literatura. Tampoco lo son los mensajes de odio enviados al teléfono celular de un productor de televisión y escondidos en documentos jurídicos redactados.

En el caso de los ahora tristemente célebres comentarios de Tucker Carlson posteriores al 6 de enero de 2021 sobre un episodio anterior de violencia política (que hace poco dieron a conocer periodistas del New York Times), la crítica literaria parece no venir al caso. Pero dado que el texto es inusualmente largo (casi 200 palabras) y contribuyó al despido de Carlson de Fox News, un poco de análisis textual podría iluminar el estado de ánimo del autor y el contexto político en el que opera.

Lo que Carlson escribió es una prosa complicada y problemática. Que incluso pueda llamarse prosa es algo extraordinario. No muchos de nosotros, si miramos nuestros teléfonos, podríamos redactar una misiva con una gramática coherente y una puntuación impecable, sin una sola abreviatura, emoji o error del autocorrector a la vista.

Tucker Carlson

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7 de enero de 2021 — 04:18:04PM UTC

Hace un par de semanas, estaba viendo un video de personas que peleaban en la calle en Washington. Un grupo de seguidores de Trump rodearon a un chico antifa y comenzaron a darle una paliza. Eran al menos tres contra uno. Es deshonroso atacar a un tipo de esa manera, obviamente. No es como luchan los hombres blancos. Sin embargo, de repente me encontré alentando a la turba contra el hombre, esperando que lo golpearan más fuerte, que lo mataran. De verdad quería que le hicieran daño al muchacho. Podía saborearlo. Entonces, en algún lugar profundo de mi cerebro, se encendió una alarma: esto no es bueno para mí. Me estoy convirtiendo en algo que no quiero ser. Ese asqueroso antifa es un ser humano. Por mucho que desprecie lo que dice y hace, por mucho que esté seguro de que lo odiaría personalmente si lo conociera, no debería regodearme en su sufrimiento. Debería molestarme. Debería recordar que en algún lugar hay alguien que quizá quiera a este chico y se sentiría destrozado si lo mataran. Si no me importan esas cosas, si reduzco a la gente a su política, ¿cómo soy mejor que él?

Antes de ser un demagogo de las noticias por cable, Carlson era un periodista de revista y algo de la vieja escuela de la prensa escrita se aferra a estas 15 frases. Establecen con rapidez un escenario, sitúan al autor en él y cuentan una historia compacta, con todo y una moraleja al final.

Esa historia —sobre la respuesta en conflicto de Carlson al ver a “un grupo de seguidores de Trump” apalear a un “chico antifa”— parece implicar una crisis de conciencia, una inesperada y castigadora erupción de empatía. La sed de sangre del narrador parece tambalearse a medida que pasa de la solidaridad con los atacantes a un reconocimiento a regañadientes de la humanidad de su víctima. Parece el tipo de vacilación de la que Carlson solía burlarse al aire, un distanciamiento de la satanización de enemigos políticos y culturales que era su pan de cada noche. Cabe preguntarse si Fox lo despidió por no estar a la altura de las circunstancias. Pero una lectura más atenta aclara cuál ha sido siempre esa marca.

Al principio, Carlson está justo donde uno esperaría que estuviera: del lado de los atacantes, alentándolos hacia el homicidio, incluso cuando el comportamiento de estos le parece “deshonroso”. “No es como luchan los hombres blancos”, dice.

Esta es una frase que nos deja boquiabiertos, es absurda desde el punto de vista empírico y está cargada de ideología. Si echamos un vistazo a la historia de Estados Unidos, a los jinetes nocturnos, a las turbas de linchamiento, a la masacre racial de Tulsa de 1921 y a los asesinatos de Michael Griffith y Yusef Hawkins en Nueva York en la década de 1980, por no hablar del propio 6 de enero, veremos que justo así es como luchan los hombres blancos. Claro está que no todos los hombres blancos y no solo ellos, pero sí los hombres blancos cuando perciben que las prerrogativas simbólicas y materiales de su blanquitud están siendo atacadas.

Pensar lo contrario es algo más que una fantasía de rectitud anglosajona, evocadora de Rudyard Kipling y El marqués de Queensberry. El viejo mito imperial que sustentaba esa fantasía —la creencia de que un programa de saqueo y subyugación era, a pesar de todo, una noble cruzada— sobrevive en la curiosa amalgama de acicalamiento gentil y rabia seudoproletaria que Carlson manifestaba en su emisión nocturna.

Su personaje más exitoso al aire, perfeccionado en Fox después de la salida de Bill O’Reilly, ha sido una mezcla volátil de corteza inflada con sal de la tierra. La blanquitud era el pegamento que mantenía unido el paquete y en este texto se puede ver cómo se desprende, incluso cuando Carlson intenta superar algunas contradicciones inherentes.

Lo que está en juego no es la vida o la seguridad del anónimo “chico antifa”, sino la percepción que tiene Carlson de sí mismo. “Esto no es bueno para mí”, se descubre a sí mismo pensando. Esa frase, un eco sintáctico de “no es como luchan los hombres blancos” establece lo que está en juego, que no se trata de la probidad ética de Carlson sino de su superioridad racial. Al ver la paliza, se da cuenta de lo que Kipling llamaba “la carga del hombre blanco”: el deber de subyugar a las razas supuestamente inferiores sin rebajarse a su nivel.

La raza del hombre al que le dan la paliza no se especifica en el texto, pero su otredad —su condición degradada en relación tanto con sus atacantes como con Carlson— se enfatiza una y otra vez. “El asqueroso antifa es un ser humano”, escribe. Esto no es precisamente una oleada de compasión y, a pesar de ello, Carlson se apresura a calificarlo. “Por mucho que desprecie lo que dice y hace, por mucho que esté seguro de que lo odiaría personalmente si lo conociera, no debería regodearme en su sufrimiento” . Ese “debería” indica que Carlson en realidad no se siente mal —de hecho, se sigue regodeando—, pero está consciente de que su reacción supone un problema.

Es un problema porque imagina que el regocijo que siente ante el sufrimiento del hombre lo pone en el mismo nivel, no de los que infligen el sufrimiento, sino del hombre mismo. Si siente placer al ver cómo golpean a un asqueroso antifa, eso lo hace tan malo como el asqueroso antifa. Porque ese chico reduce “a la gente a su política”.

¿Cómo puede Carlson estar seguro de esto? ¿Acaso no es solo su proyección? Sí, pero también es otra manera de insistir en que así no es como se comporta su bando, incluso mientras da muestras de lo contrario. Reducir a la gente a su política es lo que los enemigos —los otros, los salvajes, los que no tienen honor— hacen. Argumentar que uno no lo hace, incluso cuando es evidente que uno lo está haciendo, es lo que lo hace a uno superior a los demás.

“¿Cómo soy mejor que él?” Esa pregunta no es retórica, es existencial, y presenta a Carlson como el héroe y la víctima de esta historia. Tomando prestada una frase de Elvis Costello, se trata de alguien que “quiere saber los nombres de todos aquellos que son mejores que él”. No por inseguridad personal, sino por una cuestión de principios raciales e ideológicos. Así es como luchan los hombres blancos.

c.2023 The New York Times Company