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Salarios y jubilaciones, en el tobogán

La baja de la productividad impacta en los niveles de ingresos de las personas
La baja de la productividad impacta en los niveles de ingresos de las personas - Créditos: @Freepik

Varios factores juegan para que el poder de compra de los ingresos, salarios y jubilaciones estén cayendo en forma precipitada en el último año de gestión del Frente de Todos, a pesar de tratarse de un período de elecciones y de que los tiempos así suelen ser expansivos en lo fiscal y salarial. Esta vez –como ya ocurrió en 2019– las restricciones fuerzan el ajuste.

El principal factor que explica la pérdida real de ingresos es la aceleración de la inflación, que pasó de 50,7% anual en enero de 2022 a casi 99% en el primer mes de este año (y a alrededor de 104%, según lo estimado para marzo). Cuando la inflación se duplica en un año, no siempre los ingresos pueden adaptarse, porque eso depende de cuestiones que afectan a millones de agentes económicos, como la capacidad de las empresas de aumentar o no sus ingresos al mismo ritmo de la inflación, las posibilidades de millones de cuentapropistas que no siempre pueden pasar el aumento inflacionario a sus servicios, la capacidad del sector público para mantener ingresos de los empleados, o las reglas de ajuste establecidas para jubilados y pensionados.

Todo indica que el factor inflacionario seguirá jugando negativamente en los próximos meses, luego de un marzo en el que la suba de precios mostró una fuerte aceleración –según la medición de FIEL, en la Ciudad de Buenos Aires la inflación fue de 7,7% en las primeras tres semanas– y tras el deterioro de los fundamentos económicos básicos. El déficit fiscal primario (antes de intereses) volvió a crecer por la suba del gasto público y la caída de la recaudación, y la única vía libre que encuentra el Ministerio de Economía para financiarse es recurrir a un mayor impuesto inflacionario (ese y no otro es el objetivo final del canje compulsivo de bonos con organismos públicos que pretende instrumentarse).

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Con una tasa de inflación que ya supera el 7% mensual (lo que implica pasar de un índice anual del 100% con el 6% –que asustaba a fines de 2022– a uno de 125%) la indexación y la inercia empiezan a tener un rol creciente. Hablar en diciembre de bajar la inflación al 3 o 4% mensual sin un programa económico fue una irresponsabilidad mayor del equipo económico, que demuestra que se corre siempre por detrás de los acontecimientos. De allí las inconsistencias frecuentes, comprando en febrero bonos que en marzo se ven obligados a rematar a un precio un 30% inferior, o acelerando la tasa de devaluación desde 5% mensual en los comienzos de enero a más del 6% mensual a fines de marzo. Esto último, por otro lado, es una carrera perdida desde el vamos: devaluar más rápido, pero por debajo de la inflación y sin otro programa que apostar a la suerte o al Fondo, no moverá el tipo de cambio real, que en marzo se ubicó por debajo del nivel del último mes de gestión del exministro Martín Guzmán y un 6% por debajo de su nivel de un año atrás.

La inflación, sin embargo, es reflejo de otra dimensión quizás oculta de la tragedia argentina: la productividad cae desde hace más de diez años –bien medida, cae desde la salida de la Convertibilidad– y todo se aceleró en los últimos tres años. ¿Por qué es importante eso? Porque si, en promedio, cada puesto genera menos valor, los ingresos asociados a ese trabajo caerán. Es decir, los salarios, en promedio, necesariamente tendrán que caer. Quizás eso no ocurrirá de inmediato, pero sí al cabo de un tiempo. Y eso es lo que está ocurriendo: caen los ingresos de los asalariados y trabajadores independientes y, a la larga, también las jubilaciones (en parte, por el mecanismo de ajuste aprobado en 2020, como ya veremos).

La recuperación de puestos laborales que celebró recientemente el ministro Sergio Massa (el aumento de la tasa de empleo o porcentaje de la población con ocupación) es reveladora de la debilidad de la economía argentina. Los datos del Indec consignados en el informe sobre la cuenta de generación del ingreso (datos que llegan hasta el tercer trimestre de 2022, pero que los resultados de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) permiten aproximar para el cuarto trimestre) muestran que la creación de empleo en la Argentina se limita mayoritariamente a puestos de muy baja productividad: entre 2019 y 2022, el empleo total creció en alrededor de 765.000 puestos, de los cuales más de 71% fue informal (asalariados y cuentapropistas) y otro 21% corresponde a empleados públicos. Más grave aún es que tras la pandemia todo sigue igual. En 2022, el 70% de la creación neta de puestos de trabajo en el año correspondió a asalariados informales y cuentapropistas. Con esta combinación, se podría asegurar que nos vamos al descenso.

En una economía en la cual la productividad se hunde y crece solo el empleo de baja calidad no puede esperarse sino la huida del mercado formal y la reducción de los ingresos medios. A la caída de los salarios le siguen el descenso de otros ingresos y el aumento de los indicadores de pobreza e indigencia –a menos que algún milagro inesperado, como una mejora temporaria de los ingresos del fisco, permita acolchonar por unos meses la caída–. Nada nuevo bajo el sol que no se pudiera prever.

Hay dos aspectos de esta dinámica macroeconómica y del mercado laboral para destacar adicionalmente. Uno es que caen con más fuerza los ingresos reales de quienes tienen menor productividad y, por lo tanto, menores ingresos, es decir, los ingresos de los informales. Así es como las encuestas del Indec muestran que el salario promedio informal cayó 15% real entre fines de 2021 y de 2022, y 21% si se lo compara con fines de 2020. Es decir: hay una población ocupada con más trabajadores informales que cobran menos y cuyos ingresos no van a recuperarse si la inflación se acelera y la actividad económica cae. Esto implica que la población relativamente más afectada por el deterioro de las condiciones macroeconómicas podría terminar siendo la población pobre. Y es en nombre de la cual –paradójicamente– se implementa la actual política económica.

La segunda cuestión es que el deterioro económico permea a otros estratos de la sociedad a través de la pauperización progresiva de la población pasiva (jubilados y pensionados), tanto por el proceso inflacionario como por la caída de la productividad y de los ingresos, y por la regulación aprobada en 2020, que establece que el ajuste de las pensiones no solo es antisimétrico (tiene límite hacia arriba y no hacia abajo), sino que licúa los pagos a través de la incorporación masiva de población sin aportes (moratorias) y con aportes más bajos que el promedio. Entre comienzos de 2020 e inicios de 2023 una jubilación obtenida con aportes y sin bonos cayó 25% en términos reales, en parte por la aceleración de la inflación (la fórmula de ajuste es “pegajosa” y hace caer las pensiones cuando la inflación sube), pero también por la incorporación de aportantes de ingresos bajos o casi nulos (los de la moratoria). El futuro de las jubilaciones es hacia abajo, pues cuando la inflación caiga –mientras se mantenga esta fórmula– la recuperación será necesariamente incompleta.

Para no deprimirse, es importante entender las fuerzas que llevan a esta situación de deterioro que todos palpan en forma cotidiana, pero que está lejos de un debate público tendiente a corregir el rumbo. En primer lugar, es claro que el desorden macroeconómico es la base de la inflación, y que poco podremos hacer si no se encara un proceso consistente de estabilización que incluya un recorte del gasto público y la eliminación del déficit fiscal (no basta el equilibrio primario para un país que es defaulteador serial, sino que se requiere un equilibro global), además de un restablecimiento de la disciplina monetaria y una reestructuración de la economía, para lo cual en el tope de la agenda debe figurar un agresivo programa de desregulación, apertura y competencia en mercados de productos y factores (en este caso, con una reforma laboral en primera línea).

Si alguien pregunta por qué deberíamos transitar esas reformas que aparecen políticamente tan difíciles, la respuesta es que la productividad no va a mejorar con magia, y los ingresos de la población, tampoco. Y que se puede probar con pequeñas y limitadas reformas parciales, esperando una buena cosecha o un nuevo gasoducto, pero pronto los políticos se darán cuenta de que los ingresos fiscales aumentan y se lanzarán con más gasto público y nuevas expropiaciones.

La población tratará –como siempre– de escapar hacia la informalidad (por algo hay tantos informales y tantos activos refugiados en el exterior), los jóvenes escaparán a través de trabajos remotos (por algo la Argentina está entre los de mayor empleo con esa modalidad en el mundo), las empresas extranjeras volverán a partir y cerraremos con un nuevo ciclo de desorden y default. Podríamos intentar otro camino.

*El autor es economista jefe de la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL)