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Lo relevante no es lo que se proclama, sino lo que se logra

Colectivamente, nos proponemos reducir la pobreza, bajar la inflación, pero los propósitos no parecen tener una determinación perpetua, como requieren
Colectivamente, nos proponemos reducir la pobreza, bajar la inflación, pero los propósitos no parecen tener una determinación perpetua, como requieren - Créditos: @Ricardo Pristupluk

Empezamos un nuevo y desafiante año y, generalmente, todos proclamamos cambiar esas malas costumbres que nos afectan. No hay nada más poderoso y difícil de cambiar que una mala costumbre, más aún cuando está arraigada desde hace mucho tiempo.

Individualmente, prometemos meditar antes de cada jornada, ir al gimnasio, dejar los carbohidratos, empezar a aprender otro idioma. Colectivamente, nos proponemos combatir la pobreza, frenar la inflación, atraer inversiones, etcétera.

Tal vez tenemos presente esos objetivos mientras transcurren las primeras semanas del año. Pero, en pocos meses, nuestros mejores planes están prácticamente olvidados.

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El problema es que los propósitos requieren una determinación perpetua. Disciplina, orden, perseverancia, pero siempre aparece una elección, una encuesta preelectoral, un viajecito o algo que altera esos planes.

Uno de los ejemplos económicos que me enseñaron para graficar la dificultad del cambio es la historia de la tradicional marca de gaseosas estadounidense.

En 1886, la primera botella de esa gaseosa costaba cinco centavos, y tardó más de 70 años en iniciarse el proceso de suba de precios, a pesar de que los insumos se encarecían constantemente. Sí, ha leído usted bien: durante siete décadas el precio de una botella de esa gaseosa siempre valió cinco centavos. En cambio, el del café se multiplicó por ocho en el mismo período. Es lo que los economistas llaman “rigidez del precio nominal”.

Sucedió porque esa compañía tenía un motivo excelente para su apego a los cinco centavos: la gaseosa se vendía en máquinas dispensadoras que solo aceptaban aquella moneda. Para aumentar el precio a seis centavos habría sido necesario modificar todas las máquinas del país para, que además de monedas de cinco, aceptasen las de uno, un proceso que hubiera sido ineficaz. La única alternativa, por lo tanto, era subir el precio a diez centavos, pero resultaría intolerable para el consumidor.

En 1953, el jefe de esa famosa empresa le escribió a su amigo el presidente Eisenhower para proponerle, con toda seriedad, una moneda de siete centavos y medio, para resolver su problema.

Increíble: era más fácil para la empresa que el gobierno cambie la unidad monetaria que ellos su hábito adquirido.

Finalmente, la empresa tardó muchos años, pagó un costo por ello, pero terminó subiendo el precio del producto.

Con esta anécdota siempre se enseña el costo que tiene no cambiar a tiempo.

Creo que en nuestra Argentina pasa algo similar. Tenemos tan arraigados los malos hábitos que el costo de cambiarlos exige tanta determinación, tanta disciplina y tanto sacrifico, que defaulteamos su resolución.

Tenemos la mala costumbre de cargar contra el sector privado, al que se le exige cada vez una mayor carga fiscal, social y ambiental, trasladándole la responsabilidad de las funciones que debería cumplir el Estado.

Tenemos la mala costumbre de pensar que el sector privado exprime a sus empleados y al sistema en general y que el Estado presente es el que nos ayuda.

Pregúntele ahora a un jubilado, ¿quién lo compensó mejor? ¿El privado o el Estado con el sistema jubilatorio o el de salud actual?

Pregúntele a un comerciante, a un industrial o a un prestador de servicios si está conforme con la seguridad, con infraestructura y con la burocracia que le ofrece el Estado.

Pregúntele a un médico, a un policía, o a un docente si el Estado los contiene.

¿Por qué desconfiamos tanto de la libertad de decisión del individuo al optar por un sistema jubilatorio, educativo o de negocios?

Una historia clásica de Wall Street es la del turista que, a principios del siglo pasado, fue a visitar el distrito financiero de Nueva York. Cuando le mostraron el área de The Battery, el guía le enseñó con gran orgullo algunos yates descomunales atracados en los muelles de la ciudad. Y le fue enumerando los nombres de los banqueros propietarios de las naves. El visitante, ingenuo, le preguntó: “Muy bien, pero ¿dónde están los yates de los clientes de esta gente?”.

Siempre se usa este ejemplo para mostrar que el sistema no funciona cuando el intermediario gana más que el cliente, el emprendedor, el industrial o el agricultor que asume el riesgo.

Influenciado por el ejemplo anterior, me pregunto si un sistema funciona bien cuando un servidor público gana más dinero que el que arriesga su capital.

En una sociedad que funciona, el 90% de las personas trabaja en una economía formal y ayuda al 10% restante. Se hace muy difícil la ecuación cuando más del 50% de los ciudadanos vive en una economía informal o cuando hay más intermediarios que empresas.

En una economía que funciona y crece, los márgenes son pequeños y la eficiencia es la clave, suben los volúmenes de producción y el empleo. Se progresa. En una economía desigual, lo que aumenta son los márgenes de intermediación, baja el volumen de producción y, con ello, aumenta el desempleo. Solo muy pocos progresan y el público paga el costo de esa intermediación.

Tenemos la mala costumbre de pretender que los inversores financien al Estado, pero, ¿quién va a financiarlo si descapitalizamos a los contribuyentes?

La descapitalización ocurre cuando hay un sistema de altos impuestos, elevados costos operativos, abuso de financiamiento con fuertes intereses o exceso de emisión monetaria. Además, falta de inversión en capital e investigación y desarrollo y, lo que es peor, un aumento de la corrupción e, incluso, del contrabando.

En los países en los que se respeta la propiedad privada y se valora tanto el esfuerzo como los méritos para conseguirla, la justicia cumple su función cuando defiende el producto del esfuerzo ante la arbitrariedad del poder. En esos países vale la pena ahorrar y ser propietario de un bien que genera flujos o renta.

Pero en países como el nuestro, donde no se valora el esfuerzo y el mérito, tenemos la mala costumbre de penalizar de más al acreedor, al propietario y al empleador. En estas sociedades siempre conviene ser deudor del sistema y no ser dueño, porque tarde o temprano se termina siendo inquilino del Estado. La especulación se antepone a la inversión. La meritocracia es la fuente de inspiración del progreso. Dignifica aquel trabajo que nos hace sentir que hacemos algo útil para la sociedad. El progreso ayuda, motiva, moviliza.

Lo importante no son los discursos, lo importante es predicar con el ejemplo. Hablando de eso, ¿dejaría el dinero de sus hijos al cuidado de alguno de los que hoy tienen el poder de decisión sobre nosotros?

Por eso, una vez más, el mercado de capitales me enseñó que detrás de cada decisión de inversión no hay cálculos sobre cuentas fiscales o reservas netas o programa algorítmico que valga, balance de empresa que cuente, analista de inversión que tenga la información precisa, calificadora de riesgo que imponga opinión, o regulador que tenga el control del mercado.

Se trata solo de personas o empresas que buscan invertir en algo y en quien les inspiren confianza y expectativas positivas. No importa su presente, sino su rumbo.

Finalmente, señores, lo más importante es que no nos juzgan por lo que proclamamos, sino por la trayectoria que queda expuesta con los verdaderos logros.

Me parece que el verdadero problema de nuestra sociedad no es económico, sino cultural, porque llevamos arraigados desde hace mucho tiempo malas costumbres.