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Sos rico si y solo si el dinero que rechazás sabe mejor que el dinero que aceptás

- Créditos: @Gentileza Enfoque Animal
- Créditos: @Gentileza Enfoque Animal

Había una vez un león muy hambriento que, al acercarse a un valle, vio a tres grandes búfalos pastando muy plácidamente. Un búfalo era rojo, uno negro y el otro blanco.

El león estaba realmente muy hambriento, pero era imposible para él luchar contra tres poderosos búfalos a la vez y lograr vencerlos. Entonces, se le ocurrió una idea. Se acercó a los búfalos rojo y negro y les dijo: “Miren cuán pálido y desagradable se ve el búfalo blanco. Déjenme que vuelva mañana por la mañana y yo me lo devoraré y, así, ustedes y yo podremos compartir juntos la vida en este hermoso valle”. Los dos búfalos aceptaron, al considerar que efectivamente también a ellos les parecía que el búfalo blanco se veía muy pálido y desagradable.

El león se puso manos a la obra y en pocas horas había acabado con el blanco mamífero.

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A la semana siguiente, el león estaba nuevamente con muchísima hambre. Se acercó al valle y, al ver a los dos búfalos pastando, también le pareció que sería una empresa muy difícil poder luchar contra ambos. Se acercó entonces al de color rojo y así le dijo: “Mirá al búfalo negro, que sucio y feo que se ve. Dejame venir mañana y devorarlo, y vos y yo compartiremos juntos la vida en este verde y agradable valle”. El búfalo rojo aceptó gustoso considerar la propuesta, y al día siguiente le dijo al león que también a él le disgustaba mucho el aspecto sucio y desagradable de su compañero y que aceptaba con gusto que también a él se lo comiera. El león nuevamente se puso manos a la obra y en pocas horas se había devorado casi completamente al mamífero negro.

A la tercera semana, cuando nuevamente estaba con hambre, se acercó al búfalo rojo y le dijo: “Preparate, porque en unos minutos voy a empezar a devorarte”. El búfalo lo miró y le dijo: “¡¿Pero?! ¡¿Cómo?! ¿No éramos amigos que íbamos a vivir juntos compartiendo la vida en el valle?”. El león lo miró y le dijo: “Amigos … amigos”, pero cuando mi naturaleza manda ya no tengo más “amigos”, e inmediatamente cumplió su cometido.

Ante todo, es un placer recibirlos en este espacio con este conocido cuento, y con un título que surge de una frase perteneciente a Nassim Taleb. Ahora les pido reflexionar sobre su moraleja, adaptada a nuestra Argentina. Cuándo los empresarios aceptan arreglar con el Estado acuerdos con los cuales perjudican a sus pares, a sus proveedores o a sus clientes, ¿tienen derecho a quejarse si, tarde o temprano, les pasa lo que le pasó al búfalo rojo?

Si firman con orgullo un acuerdo para vender a partir de ahora a precios justos o cuidados, ¿quiere decir que antes no vendían a precios justos? O, en todo caso, ¿qué les ofrecieron a cambio? Ya sé, me van a decir que no les queda otra que arreglar, pero si toman decisiones estando obligados, ¿por qué esperar que no terminen viviendo la experiencia del búfalo rojo?

Eduardo Galeano contó alguna vez que en una encuesta realizada a deportistas de elite, en la cual les preguntaban si estaban dispuestos a doparse para mejorar su rendimiento y, con ello, garantizarse el éxito asegurando, además, que jamás serían descubiertos, se sorprendió con los resultados. El 90% de los deportistas encuestados respondió afirmativamente, con la excusa moral de que si no lo hacían ellos, otro lo haría y ganaría.

Les extiendo la pregunta a ustedes, amigos lectores: asegurándose de que jamás serán descubiertos, ¿dejarían de pagar impuestos? ¿pagarían coimas para conseguir un contrato ventajoso con el Estado? ¿traerían mercaderías evitando la aduana?

Son muchas las veces que siento que socialmente actuamos como los búfalos de colores sin darnos cuenta –o quizás sí– de que tarde o temprano pagaremos las consecuencias.

La excusa es que, si una empresa no paga la coima exigida, otra sí lo haría y, por lo tanto, en caso de no aceptar las condiciones, la empresa perdería puestos de trabajo, y ocurre que “150 familias dependen de mi empresa”. O sea, culpan a otros de tener que transgredir las reglas.

Cuando un argentino viaja o vive en otro contexto de legalidad, no transgrede las leyes del lugar, pero sí vimos empresas alemanas, americanas y suecas de primer nivel pagar sobreprecios, favores o coimas en nuestro país.

¿Invertiría usted el dinero de sus hijos en un activo que dependa de favores de terceros para su desarrollo? ¿Cuánto pagaría por una propiedad floja de papeles o que esté ubicada en una zona muy insegura? ¿Cuánto pagaría por un auto usado a un vendedor que resulte sospechoso?

Hago solo estas tres preguntas para entender que el precio de un activo descuenta el riesgo generado por el “costo moral” de cada una de nuestras decisiones.

A cualquiera de nosotros nos pueden salir las cosas distintas a lo esperado, o podemos perder dinero, o puede ocurrir que nuestros consejos salgan mal. Pero, hacer las cosas a sabiendas de que están mal, es otra cosa.

No importa la probabilidad de ocurrencia de un evento, si sus consecuencias son demasiado costosas para afrontarlas.

Bajo el principio de que “cuando comprás algo, no lo comprás con dinero, sino con el tiempo que te ha costado conseguir ese dinero”, entiendo por qué el sector productivo sano y laborioso no logra disfrutar de los logros de convivir con un modelo de cupos, restricciones, sanciones y, además, pagando cada vez más impuestos.

Por el contrario, sí entiendo por qué a algunos funcionarios que cobran por militar en un partido político y no por producir se los ve felices con ese modelo.

El amiguismo es malo para los innovadores y los consumidores, porque genera más desigualdad. El gobierno que se hace “amigo” de una empresa o una industria bloquea la competencia y termina produciendo un mayor costo para el Estado, para los contribuyentes y, sobre todo, mayores precios para los consumidores.

Si el Estado fija artificialmente el precio de un activo por debajo del valor de su reposición, las empresas dejarán de producirlo y habrá desabastecimiento.

Hoy, las grandes empresas ya no tienen dueños, cotizan en Bolsa y lograron separar la propiedad (accionistas) de la gestión (funcionarios). Los que gestionan, los funcionarios, quieren ganar dinero, lo mismo que los accionistas, que son finalmente los que arriesgan su capital. Se premia y castiga su desempeño con el valor que toman sus acciones. Cobran por sus aciertos y pagan por sus errores. Las ineficiencias de una decisión estatal son pagadas por el ciudadano común con más impuestos o con peor calidad de servicios (menos seguridad o salud).

Si hay libertad de decisión y en ese contexto un negocio funciona bien y suben los precios, aparecerá entonces la competencia, que también querrá ganar dinero y entonces bajará los precios. Es la libertad la que genera el sano equilibrio y no “el interventor”.

Los que más se benefician con el progreso son las propias empresas. ¿O realmente alguien puede creer que a las empresas petroleras y a las automotrices les conviene que haya un poder adquisitivo global más bajo, que les impida o dificulte a sus clientes comprar autos y cargar combustible?

¿Realmente alguien cree que los bancos hacen campaña para que sus clientes no puedan devolver sus créditos? ¿En serio alguien cree que los supermercados prefieren menos consumidores para sus productos para, de esa manera, vender y ganar menos?

¿En serio alguien cree que los emprendedores desean una ola de miseria global que reduzca la capacidad adquisitiva de los ciudadanos y, con ello, reducir drásticamente sus beneficios, por el placer de no aumentar el salario de sus trabajadores e incluso por el placer de tener que despedirlos porque las ventas caen?

Es cierto que no todos tuvimos las mismas posibilidades de acceso a la capacitación y a los recursos básicos. Es justo, entonces, cobrarles más impuestos a los que más tienen, para poder sostener a los que están excluidos del sistema. Pero es más inteligente aprovechar el empuje emprendedor de los que tuvieron más posibilidades, facilitar su desarrollo y que, con sus beneficios, financien empleo, educación, innovación e inclusión laboral.

Parece ser que la estrategia es ser lo suficientemente pobres como para no poder comprar los productos que estas multinacionales producen y, de esa forma, desalentar el consumo y alentar que todos necesiten vivir del Estado.